domingo, 21 de septiembre de 2008

LEVRERO IS GOD

“Yo trato de librarme de un problema, escribiendo. Pero si en alguna medida, lo que escribo puede ayudar a alguien como me ayudó a mí Kafka, por ejemplo, creo que mi vida está más que justificada”- Mario Levrero

Acabo de leer a Levrero. Y me convertí en un predicador evangelista de Espacios libres, un viejo libro de relatos publicado en 1987. Probablemente, la fascinación que me produjo entorpezca este texto, que no quiere ser otra cosa que una sencilla recomendación. Es una sensación heterodoxa, finalmente, después de leer innumerables contratapas de múltiples autores que dicen lo mismo, acceder a la creación en su nivel más valioso. Lo que voy a escribir a continuación debe ser leído literalmente: Levrero logra la extraordinaria hazaña de inventar un mundo original y construir sentido a partir de ese enigmático contexto. Puede que no comprendamos del todo lo que ocurre en estos cuentos, sin embargo, lo único que sabemos es que no podría ocurrir de otra forma. Los relatos de Levrero son dispositivos de una ilógica sistematizada y parecen ir más allá del típico motivo de la literatura rioplatense en el que lo fantástico se funde con lo cotidiano. A partir de aquí esa definición se torna naif, demasiado inocente. Hay cierto costumbrismo bañado en ácido, es verdad, pero eso no es todo. Ángel Rama lo ubicó entre los “raros” de la literatura uruguaya, en la senda de su compatriota Felisberto Hernández (a quien nunca terminé de asir) y la “literatura imaginativa”. Pero Levrero es mucho más, invita a replantear nuestras certidumbres desde la extrañeza metafísica y la carcajada más furibunda. Durante la lectura de Espacios libres se asiste al establecimiento de un submundo, con indescifrables costumbres, nuevas cosmogonías, actitudes disparatadas. El mismo Levrero, al escribir su primera novela (La ciudad), debió forjar un nuevo vocabulario: “No tenía un lenguaje desarrollado, había palabras que no me venían a la mente, entonces ponía entre paréntesis la descripción del objeto y luego buscaba en los diccionarios, preguntaba y rellenaba esos agujeros”. Leer estos relatos es acceder a un tipo de texto que narra en primera persona un sueño sin perder ningún detalle. Una perspectiva lúcida no exenta de territorios inasibles. Pero no es exactamente un juego onírico. Ni surrealismo. Ni ciencia ficción (como la crítica lo ha enmarcado porque su editor, Marcial Souto, es una figura señera del género en esta parte del mundo). Mucho menos realismo mágico. Descubrir su obra en el campo de la literatura es una verdadera revelación que mi lenguaje (ante lo indecible, plagado de adjetivos calificativos) está a años luz de expresar. Como un Isidoro Blanstein pasado de revoluciones. Como un Dino Buzzati de por acá nomás con personajes reflexivos que, en medio de un relato perdido, dicen: “Pienso en la locura co­mo un lugar tan cómodo y placentero, que una vez alcanzado nadie querría volver a la opacidad cotidia­na, a este frío y a este apego insensato a las cosas”. Como un baldazo de agua fría en pleno invierno. Como recorrer tu habitación, encontrar una puerta que nunca antes habías visto, abrirla y perderte para siempre. Eso mismo le ocurre al personaje de uno de sus maravillosos cuentos, “Nuestro iglú en el Ártico”. Lo único que sabemos de él es que tiene una mujer llamada Elga y quiere salir a tomar aire. Pero a partir del instante en que halla una puerta entornada detrás del ropero, su casa comienza una mutación estructural (nuevos pasillos, sótanos, muebles abarrotados en lugares inasibles, filas interminables de damajuanas) y se cruza con un sinnúmero de extraños: una pareja teniendo sexo en un estante del armario, una siniestra tortuga con cara de pájaro, dos mujeres desnudas que lo seducen (el erotismo aparece constantemente). Al mismo tiempo, en pocos minutos llegará de visita el presidente y él no encuentra pantalones. Su esposa, desnuda, se marca los elásticos del colchón de la cama del criado y la cocinera María le reprocha haber partido el caparazón de la tortuga gigante: era un presente para el primer mandatario que sólo acepta tortugas. Entre tanto, se entera de que allí se va a firmar “un pacto político que puede resultar de gran beneficio para el país”. Por una serie de malentendidos que no viene al caso referir, termina matando a su gato con la culata de un revolver y al final se va con una de las mujeres que ha conocido ese día. El último tramo es memorable:

“El Presidente había sacado al gato muerto de aden­tro del piano, y ahora lo exhibía.
Después, la mujer me contó que le dijeron que el Presidente, al agarrar furioso a su tortuga y ponérsela bajo el brazo, con intención de retirarse, hi­zo un movimiento demasiado brusco y el caparazón volvió a abrirse por el remiendo, y que la tortuga sa­lió corriendo despavorida, y que se perdió de vista, y que todo esto mandaba el pacto al diablo.
Que los invitados, furiosos, destrozaron mi casa con hachas.
Que se me buscaba, aún, afanosamente, en todas partes.
Que en las afueras de la ciudad la tortuga había mordido a un niño indefenso.
Nos besamos, solos en algún lugar del mundo”


Narrado desde mi precario enfoque, “Nuestro iglú en el Ártico” puede parecer una fantasía levemente divertida; al leerlo se tendrá la certeza de estar ante uno de los cuentos más graciosos de la historia, una fabulosa máquina de encadenar situaciones y actitudes insospechadas que se inscribe en la huella del relato humorístico, una tradición desdeñada en la literatura latinoamericana. También se descubrirá en qué lugar formó su trastornado cerebro Leo Masliah.

Promediando el libro aparece una nouvelle de 6 episodios titulada “Capítulo XXX (El milagro de la metamorfosis aparece en todas partes)”, un (serio) delirio erótico vegetativo que alucinará a propios y extraños. En un estado alerta (con los 5 sentidos abiertos a cualquier reverberación artística), el efecto de lectura es, imagino, el mismo que el de una droga psicotrópica fulminante. Lo que sucede en este relato no tiene ningún tipo de correspondencia (es único) e ingresa al receptor en un estado sobrenatural. ¡Los que van a un boliche a tragar pastillitas y escuchar música monótona a todo volumen, seguro que no leyeron a Levrero: si lo conocieran no necesitarían tanta agua mineral para emanciparse del mundo! El personaje principal de esta joya es un muchacho de 15 años llamado Jorg, que vive en una playa de la que no se sabe mucho a no ser que está dividida entre adultos y jóvenes. Un día, un hombre rubio llega a la costa y es trozado en diferentes partes por los habitantes de la Isla. Antes, Jorg le roba una bolsita con tres huevos rojos que entierra cerca de su cabaña, donde vive con Luisa, que se la pasa jugando con muñecas. A esta altura es pertinente apreciar que la prosa de Levrero es magistral, con observaciones minimalistas y un claro sentido de la poesía que le permiten escribir apartados como el siguiente:

La luz extraña que sobreviene a la puesta del sol me mostró un cuerpo mutilado, trozado en siete pe­dazos, y una sangre entre violeta y negra que la arena absorbía rápidamente. Los adultos cavaron en la are­na siete pozos distantes entre sí, y el cuerpo del ex­tranjero fue enterrado, los miembros por aquí, la cabeza por allá, las partes del tronco, los pies, las ma­nos. No quería mirar pero no pude evitarlo. La náusea jugó un rato en el estómago y luego vomité entre las rocas.

Las descripciones de la monstruosa planta que comienza a germinar (junto a las moscas y hormigas que la rodean) son asombrosas. Paulatinamente, Jorg sufre un proceso de mutación que lo va convirtiendo en un viejo hasta que una noche llega a su guarida y encuentra a Mabel (su otra amante) tirada en el piso, mientras un falo gigantesco que proviene de la planta viola a Luisa:

El ser, y creo que esto era lo más impresionante, no guardaba una forma permanente, sino que pare­cía bullir, engrosar unas partes y adelgazar otras, y por momentos llegaba a faltarle un trozo de un brazo o de una pierna, sin que por ello la mano co­rrespondiente dejara de atenazar, y luego volvía a recomponerse. Por fin, unas sacudidas de los cuer­pos, y Luisa cerró los ojos y suspiró. Luego, el mons­truo se fue desintegrando: sus manos superiores e inferiores se deshicieron en miles de mosquitas que vol­vían desordenadamente a las paredes y el techo; luego los brazos y piernas, y lo que podría ser el tronco, y finalmente el abultamiento central, que sin desinte­grarse se desprendió de Luisa y se elevó en el aire. Pude observar algo como un enorme sexo masculino que pendía de ese abultamiento, mucho más comple­jo que un miembro humano.

Cuando el resto de la comunidad se entera de los extraños acontecimientos que están ocurriendo en la cabaña de Jorg, los tres amantes (que, a su vez, imbuidos por una conexión mística, gozan de tener sexo con la planta) escapan. Las dos mujeres están embarazadas y Jorg, inexplicablemente, comienza a degradarse en forma progresiva, tanto que tiene que llevar su cabeza entre las manos. Al final, nos enteramos que es la misma cabeza la que narra la historia:

— ¡Viejo, hijo de puta, estoy vivo, no vayas a ente­rrarme! —quería gritar, pero el viejo terminó de cavar el otro pozo y depositó allí la cabeza de piedra con mucho cuidado, y tapó todo con arena.


El espíritu de Jorg, sin embargo, ha superado su etapa terrenal y se prepara a “nacer, dulce y alegremente, a la verdadera vida”. Sublime.

Pero eso no es todo, son 19 los extraordinarios relatos que conforman Espacios libres. En muchos de ellos se advierte la sombra de Kafka, en otros, el humor más sórdido. Del primer calibre es “Noveno piso”, la crónica de un viaje en ascensor que se extiende a través del tiempo. En “Crucificado”, el miembro de una comunidad o un grupo de amigos o una familia (nunca se sabe muy bien qué es) evoca la llegada de un desconocido (un tipo “flaco y barbudo, muy su­cio, la cara amarronada, de transpiración grasienta, y el pelo enmarañado y largo”) que no es otro que Jesús. Siempre lleva los brazos abiertos porque debe cargar con su cruz:

Lo que en él más llamaba la atención, sobre todo al principio, era la posición de los brazos perpetuamente abiertos y rígidos. Después se supo que tenía las ma­nos clavadas a una madera y, examinándolo más a fondo, descubrimos que la madera formaba parte de una cruz (cubierta por el saco), rota a la altura de los riñones, y que terminaba cerca de la nuca. Las heridas de las manos estaban cicatrizadas, una mezcla de san­gre seca y cabezas de clavos oxidados.

Al finalizar el relato es crucificado nuevamente porque tiene relaciones sexuales con una integrante del grupo y dice: “La otra vez fue un error, me habían confundido, ahora está bien”.

Según lo que indican las reseñas de sus últimos dos libros póstumos (El discurso vacío y La novela luminosa), Levrero nació en Montevideo, en 1940 y murió en 2004. Junto a Roberto Bolaño y otros, forma parte de esa voluminosa lista: la de los mejores autores contemporáneos latinoamericanos que ya murieron. Entre algunos de los oficios que se le atribuyen (fotógrafo, librero), aparece el de hacedor de crucigramas en revistas de ingenio. Justamente “ingenio” fue lo que le sobró para escribir, entre fines de los años 60’ y mediados de los 80’, los relatos de Espacios libres. Lo hizo secretamente (para revistas de ciencia ficción y concursos de relatos), ya que en vida, a excepción de la admiración de algunos lectores fieles y varios escritores (entre ellos Elvio Gandolfo y Pablo de Santis) nunca tuvo el reconocimiento masivo con el que cuenta hoy. Descubrir su obra en medio del despliegue audiovisual posmoderno se asemeja a una epifanía mágica. Leer algunas entrevistas o semblanzas sobre su persona también es fascinante: asegura tener diversas experiencias telepáticas, cuenta cómo durante la dictadura militar en Uruguay casi lo llevan preso por jugar al flipper y no dejar que la bola se pierda, evoca el modo en que comenzó a escribir regularmente y lo mucho que le costaba mantenerse económicamente. Los demás lo describen en forma entrañable, como un tipo tímido y carismático, viviendo de noche y encerrado en su departamento junto a una computadora inteligente. “Lo único que puedo hacer es crear mecanismos de negación o de evasión. Se paga un precio alto, pero de otra forma la vida es imposible. Cuando la negación o la evasión dejan de funcionar, porque la presión es muy fuerte, no queda otra que escribir sobre eso. Entonces lo negado se pone de manifiesto y hasta se hace público; deja de ser mío y por un tiempo me deja en paz”, decía sobre su escritura. El armado de sus cuentos es fácil de explicar, pero imposible de reproducir: Levrero arroja una lanza en medio de la oscuridad y luego manda un ejército a buscarla. A la primera actividad Bergman la llamaba “intuición”, a la segunda, “intelecto”. Releyendo comentarios sobre su obra, advierto que la mayoría cayó en la síntesis que he mencionado al iniciar el texto: Levrero creó un mundo. Resignificando la leyenda sobre la forma de tocar la guitarra de Eric Clapton para prestar atención al carácter único de su literatura, se hace difícil no escribirlo: Levrero is god.
+ Levrero:

9 comentarios:

Matías dijo...

Me acaba de pasar lo mismo. Ayer leí por primera vez a Levrero. Fijate si conseguiís la revista "péndulo" con una taza en la tapa que viene con "lugar", una novela completa de levrero. Me lo recomendó un tipo con el trabajo que fue amigo de el, y siempre me cuenta anécdotas sobre su persona. Me pareció genial, inclasificable, indescriptible, tal como te pareció a vos.

Saludos!

Eduardo Varas C dijo...

Levrero, lo incluyo en la lista y voy a buscarlo en algún lugar.

Suerte

Anónimo dijo...

Qué suerte que nunca lo leí, así puedo descubrirlo. Por lo poco que conozco de Buzzati, la comparación parece acertada.
La frase sobre la locura es tremenda.

Diego Zúñiga dijo...

martín: qué bien que hayas descubierto a levrero. me uno compeltamente a tu entusiasmo. Yo leí el discurso vacío y ahora estoy encerrado en La novela luminosa y nada, levrero es un grande. Sus reflexiones son notables, lúcidas, tristes, brillantes. Hay que quedarse un buen rato encerrado en levrero. Acá es difícil conseguir sus libros, más allá de los que ha empezado a reeditar mondadori. En internet yo encontré alguna de sus novelas y creo que también está el libro de cuentos del que hablas.
En fin, hay que quedarse un buen rato detenido en levrero, que para mí, junto al peruano ribeyro, son esos escritores latinoamericanos notables, que escribieron en silencio mientras el boom iba con sus grandes y épicas novelas. Le agrego a saer y a di benedetto, y no sé, me gusta pensar en ellos como los autores antiépicos, los que prefirieron escribir en silencio, sin luces. Creo que ahí hay algo importante donde debemos quedarnos por un buen tiempo.
quedarse, sobre todo, en "La tentación del fracaso", de Ribeyro, que es un gran gran libro, no sólo un diario de vida, si no que un gran libro, muy en sintonía con "La novela luminosa".
Y agregaría a un chileno, que escribió tiempo depsués de eso: Adolfo Couve, que es un tipo rarísimo, pintor, que escribía como los realistas, no sé, es raro, ojalá lo pudieras buscar. ´Sus obras completas no sobrepasan las 400 páginas, pero son especiales, no sé, como era pintor tenía un gran ojo. Sus descripciones son notables... en fin, se suicidó en su casa de la playa. Sus libros están por ahí. Esta su narrativa completa editada por seix barral, a ver si por allá puedes encontrarlo algún día.
En fin.

Un abrazo!

D.

caca dijo...

No sé de qué se trata este texto de escritores pero Fabián Casas habla bien de vos acá:

http://www.hablandodelasunto.com.ar/?p=754

jaja

Abrazo!

Martín Zariello dijo...

Yo nunca encontré un libro de Levrero, lo que leí lo bajé de Internet. En realidad no tiene mucho que ver con Dino Buzzati, la conexión que marco es por la imaginación desbordante de los dos. Sería como un Dino Buzzati deforme. Yo agregaría entre esos autores que escribieron en silencio durante el BOOM (BOOM KID?) a Sara Gallardo. Acabo de ver Eisejuaz en un kiosco de Alvarado e Independencia al lado de uno sobre el reiki (¿?). Vayan y compren porque es muy buena esa novela.

Natanael, Cine, Desarmándonos, Eduardo, Zuñiga: Abrazos, saludos, sayonaras, no cambien nunca, que se vaya Simeone!

Anónimo dijo...

Ojalá me acordara del nombre, pero no: hay un cuento de Buzzati sobre una reunión burguesa, un día en el que llueve a mares y la casa se llena de agua, en el que de pronto aparece un puercoespín gigante. Le encontré afinidades con "De las dificultades para encontrar un baño..." en el sentido del gradualismo y la naturalidad con que "la realidad va cediendo en más de un punto".

Anónimo dijo...

Hoy más lúcido me entró la duda de si no hice un mash-up entre dos cuentos diferentes de Buzzati. La memoria creadora que le dicen...

Anónimo dijo...

a mi el lugar de levrero me volo mi puber cerebro de adolescente... es mas le puso imagen a una pesadilla recurrente y esporadica con esa escena inicial del laberinto de cuartos interminable