jueves, 5 de noviembre de 2009

Al gran Jerome David, salud

¿Por qué el libro es tan famoso? Pero cómo no va a ser famosa la historia de un chico que pregunta dónde se van los patos cuando el lago se hiela. Cómo no va a ser famosa la historia de un chico que imagina un juego de salvación para todos los chicos del mundo. Cómo acaso no va a ser famosa la historia de un chico que llora ante la felicidad de una hermana girando en un carrousel. Termino: Cómo mierda no va a ser famosa una historia que empieza como se le antoja al personaje y termina cuando esperamos el resto - Hernán Galli
Desde que tengo conciencia lectora, este debe ser el año que menos leí. Como mucho (incluyendo libros de orden facultativo) habré leído quince. Y de ésos, sólo dos pueden considerarse parteaguas cerebrales: Lolita y La novela luminosa. Durante el verano arremetí con Nabokov (lo intercalé con Adiós a las armas) y al llegar marzo comencé con Levrero. Cuando terminé de leer la obra maestra del uruguayo, tuve un crack emocional de ribetes tragicómicos que me dejó medio groggy bastante tiempo. Y pasé por mi tercer o cuarto periodo “hikikomoris”. ¿Saben quiénes son los “hikikomoris”? Si no lo saben es porque nunca leyeron una entrevista a Vila Matas, que los nombra cada vuelo de mosca. Los “hikikomoris” son jóvenes japoneses que pasan horas encerrados en sus piezas mirando televisión a oscuras. En ese estado parasitario (en mi caso, afortunadamente obstaculizado porque tenía que hacer cosas), leer un libro es una empresa inalcanzable. Todo autor aburre ya que gracias a la acción del ego (el verdadero enemigo en esta cruzada) lo único que te interesa es tu historia personal. Muy bien, esa etapa quedó atrás pero las ganas de leer no volvieron rápidamente. Hasta hace unos días. Mi hermana se fue de viaje una semana y tuve que quedarme en su depto a cuidarle una mascota, un gato inteligentísimo y amarillo que pasa la mayor parte del tiempo escondido en un cajón o subido a una alacena contemplándolo todo desde las alturas como el cuervo de Poe (ahora que lo pienso él también es “hikikomoris”). Como tenía que leer mucho para la facultad, cargué mi mochila y metí adentro varios libros. Así estuve unos días hasta que me fui. Había amontonado los libros arriba de una mesa (ni siquiera los toqué) y, sin prestar atención, me llevé uno que estaba allí antes de mi estadía en la casa. Era El guardián entre el centeno. Esta edición me pertenecía, yo mismo se la había prestado a mi hermana hacía un par de meses. Me lo había comprado en abril o mayo, cuando todavía trabajaba en la librería (en plena crisis), pero, aunque de Salinger tenía las mejores referencias y el recuerdo intacto de sus maravillosos Nueve Cuentos, no había podido pasar las primeras páginas. No sólo por mi ineptitud coyuntural. La razón puede entreverse al leer las primeras líneas de la traducción al castellano:

“Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, cómo fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso”

Yo tenía en mente una frase de Fabián Casas sobre por qué el escritor invisible fascinaba a sus lectores: “Sencillamente, porque a veces escribe muy bien”. Pero, ¿cómo saberlo si su versión en castellano parece hecha por Pepe Muleiro? (Mis respetos a Carmen Criado). En conclusión, abandoné antes de comenzar la carrera e hice algo que jamás imaginé: prestar un libro antes de leerlo. Algo más parecido a una herejía no se me ocurre, tal vez intentar seducir a la novia de un amigo o cambiar de equipo. Los días pasaron, transcurrió el crack, el periodo “hikikomoris”, la redención y finalmente me encuentro con que me había traído The Catcher in the Rye equivocado. A veces (no siempre, por suerte) sucede que uno no sabe lo mucho que ama a una persona hasta que la pierde. Lo mismo con los libros. ¿Quién no prestó un día Bestiario (por poner un ejemplo) y a la misma noche sintió que lo único que necesitaba era leer, una vez más, por que sí, “Las puertas del cielo”? Ok. Para despejar la mente, me preparé un fernet, tomé el famoso Catcher entre mis manos, con poco esfuerzo pasé el filtro de modismos repelentes y me sumergí en una historia que me rompió la cabeza. Qué hermoso. Cuánto hacía que no sentía esa sensación desbordante de tener que informar a propósito de nada, señoras y señoras, aunque sé que no les importa un pito, que acabo de leer un libro y me siento una mejor persona. Más inteligente o más perceptivo. O feliz. Por un momento creí que no volvería a apreciar la bella sensación de estar alcanzando un horizonte nuevo por concentrarme en un atado de hojas manchadas con tinta. Genuina epifanía de la vida cotidiana (quizás ininteligible) hallar nuevamente el placer en la lectura. Y todo gracias a un ermitaño del carajo que ni sospecha de la existencia de un flaco (uno más entre millones) que al otro lado del Planeta acaba de leer el itinerario existencial de Holden Caulfield, un adolescente trastornado que luego de ser expulsado, escapa antes de tiempo de su escuela (Pencey) y vive un par de días “sin timón y en el delirio” en New York hasta volver a su casa.

Es interesante advertir que todo lo que sabemos de El guardián entre el centeno antes de leerlo (el libro prohibido, el libro de los homicidas, el libro de iniciación adolescente por excelencia, el libro de las claves secretas y los enigmas) no dice nada sobre la que hay allí. Hay libros (se me ocurre Zama) a los que sólo es posible leerlos, exceden simplificaciones, hablar o escribir sobre ellos es una pérdida de tiempo porque nadie entenderá la verdad de la milanesa. Incluso es tan grande lo que escribe Salinger que uno puede pasar de largo la apestosa traducción (antigua, parece ser que hace unos años la misma Criado la actualizó no quiero saber con qué resultados) depositando la parte mayor del valor de la obra en las extraordinarias imágenes que proyecta el monólogo de Holden. Como sucede con los recuerdos más importantes, el imaginario que proyecta J.D. queda flotando en nuestro inconsciente y cada tanto activa un video clip cerebral de postales imborrables. Son imágenes constitutivas, que no existían antes de ser recavadas por la pluma de Salinger o que quizás estaban esperando en el éter a que una mente sensible las vuelque al papel. Lo que se percibe es algo parecido a un shock poético. (Parece que estoy explicando el efecto de una droga). Esta dinámica de escritura (utilizada por muchísimos narradores-poetas; los cuentos de Carver o el mismo Bolaño son buenos ejemplos) aparenta ser prosa pero, en su esencia, trafica poesía. La incertidumbre que generan los textos de Salinger se puede comparar con la frase del koan zen que elige como prefacio a Los nueve cuentos:

“Conocemos el sonido de la palmada
de dos manos, pero ¿cuál es el sonido
de la palmada de una sola mano?”

¿Y cómo podría siquiera sospecharlo?, es lo que habitualmente contesta uno, abrumado. Lo mismo sucede con esas observaciones heterodoxas que hace el inestable Holden (hoy lo llamarían bipolar) a medida que avanza su historia. Su obsesión porque Jane (de la que está enamorado) nunca mueve la última fila de las damas o su pregunta absurda a los taxistas: ¿adónde van los patos cuando llega el invierno?:

“¿Viene alguien a llevárselos a alguna parte en un camión, o se van ellos por su cuenta al sur, o qué hacen?”.

Todas estas digresiones (que en un principio pueden hacer llorar de la risa) poseen un trasfondo ontológico que se acrecienta a medida que avanza el libro hasta llegar a un nivel de dramatismo que sólo pudo haber sido pergeñado por una mente brillante (y atenta a los detalles más mínimos que hacen de una situación un punto de quiebre) como la de Salinger. Por ejemplo, cuando su hermanita Phoebe (un personaje diseñado a la perfección, soberbio) le ofrece todos sus ahorros mientras él llora. O cuando Holden, borracho, camina creyendo que morirá y habla con Allie, su hermano muerto. ¡O cuando Jane llora sobre el tablero de ajedrez y borra su lágrima con el dedo! O cuando el profesor Antolini (1) le acaricia la nuca mientras duerme. (La mayoría de las interacciones de Holden inquietan porque rebasan de tensión sexual, incluso con su hermana). O cuando explica que lo único que quiere ser es un guardián entre el centeno, el cazador oculto que impide que los niños caigan por el precipicio (¿de la madurez, de la condena que significa ser adulto?). Como diría Holden: ¡Jo! ¿Cómo procesar tal cantidad de datos? Son todas imágenes de una sensibilidad estremecedora y ajenas a cualquier golpe bajo, demasiado parecidas a la vida. Larga vida a Jerome David.

(1): Antolini es quien le dice a Holden la frase de señalador perteneciente a Wilhelm Stekel: “Lo que distingue a un hombre insensato del sensato es que el primero ansía morir orgullosamente por una causa, mientras que el segundo aspira a vivir humildemente por ella”.

10 comentarios:

Hernán Galli dijo...

http://hernangalli.blogspot.com/2008/07/qu-le-dice-una-pared-otra.html

http://hernangalli.blogspot.com/2008/09/tiene-el-mundo-que-saberlo.html


Sí, me hago cargo, autobombo a full. Y al final, lo leíste. Quién tejerá el hilo que cruza a Rulfo, a Salinger, a Rimbaud? ¿A dónde van los patos en invierno?

Saludos!

Martín Zariello dijo...

¡Jo! Ahora puse tu cita de introducción porque es muy buena y además estoy yo comentando desde el pasado diciendo que tengo que leer el libro que leí en estos días. Se cerró el círculo. Genial

El anacoreta dijo...

Me da ganas de releerlo. Un libro inquietante, de esos que incomodan.Y que da ganas de volver a tener quince años y que te expulsen del colegio e irte de tu casa y emborracharte en un bar (todas cosas que no hicimos, claro)
No sé si hay un escritor que escriba mejores diálogos.

Saludos!

Anónimo dijo...

odio los blogs con musica

Cris Grace dijo...

Cómo me gustó leer este post. Sí, esto explica la literatura, en algún momento leí/pensé/escuché algo parecido, aunque no es exactamente lo que quiero decir. Pero se entiende.

David dijo...

Me pasó lo mismo con la traducción, me demoró bastante en la lectura. De repente encontrar cosas como "que te encule un gato" o "que te folle un pez" (aunque no hayan sido literalmente estas frases, se entiende) te resultan extrañas al texto.

El blog de Hernán Gallí tiene grandes Posts.

OT: Recibí un regalo, una remera de Métrica cuya caja incluía dos revistas en las cuales leí tres textos tuyos publicados en el blog. Recordaba la de Pinamar. Felicitaciones, además de Federal te vas propagando por diferentes canales.

Qué tienen de malo los blogs con Música?

Lucas: yo tengo tu libro de Sallinger, nobleza obliga.

La Momia dijo...

Por favor podrias devolvermelo???
esto tan bello que escribiste demuestra lo que ya indique en
http://lamomialoca.blogspot.com/2009/11/thoughts.html
no sos ningun necio tontito...

Matías dijo...

Yo lo leí en Inglés -no es que sepa mucho el idioma, pero la verdad es que el libro no exige mas que un nivel de lectura muy básico- y comparando,la traducción de Edhasa es una garcha. Hay otra de Alianza hecha por un argentino, creo, "El cazador oculto", que ya no se consigue o se consigue sólo en las librerías de saldo. En la traduccion de Edhasa, cada vez que Houlden dice Jo!, por ejemplo, en realidad está diciendo oh boy!, que sería más parecido a decir mierda o la puta madre, o un simplemente, pucha, o alguna de esas cosas. Saludos Corvins.

Anónimo dijo...

Martín, me encantó este texto.
Saludos,
Bárbara

Hernan dijo...

la cuestión sexual en Salinger en genial. me acuerdo cuando en el pez banana el tipo le agarra el tobillo a la nena...

muchas veces pienso que Salinger es lo mejor por lejos de la literatura del siglo XX