Aimee Mann. Uno de los aspectos interesantes del blog como soporte es su capacidad para convertirse en noticiero de hechos pasados. En el año 2000, el director de cine Paul Thomas Anderson (que luego hiciera la extraordinaria comedia Embriagado de amor y la reciente Petróleo Sangriento) filmó Magnolia, una película súper ambiciosa que entrecruzaba diversos individuos en situaciones extremas en medio de lluvias de renacuajos, niños superdotados, moribundos y héroes del machismo más ortodoxo. El film, como todo film ubicado en los videoclubes bajo ese rótulo dudoso denominado “Cine Arte”, puede ser entendido como una obra maestra que da cuenta de la multiplicidad de experiencias de la era moderna o como una interminable sucesión de golpes bajos adheridos a diálogos grandilocuentes y “lecciones de vida”. Pero no era de la película en sí de lo que quería hablar, sino de la banda de sonido que, a excepción de dos clásicos de Supertramp (“Goodbye stranger” y “Logical song”) y otros dos piezas desechables, está íntegramente compuesta por 9 temas de Aimee Mann, una fabulosa cantante norteamericana (no por el caudal de su voz sino por el tono que le imprime). Las canciones que hace son pop, mayormente acústicas, con melodías que remiten a los Beatles, estribillos tenuemente pegadizos y letras acertadísimas. Tres de los temas que interpreta Aimee son vitales en el transcurso mismo de la película y hasta se puede decir que sin ellos, ésta perdería mucho de su encanto (incluso Anderson ha dicho que hizo Magnolia en base a la música de Aimee): “One” (versión de un tema de Harry Nilsson), en el inicio, “Wise up” al promediar, en una escena tan lacrimógena como conmovedora y, al final, “Save me”, probablemente uno de los mejores temas de la década.
Geraldine Lanteri. Yo soy una de esas personas que no cree en la fotografía. O, mejor dicho, yo, hasta ayer, era una de esas personas que (en su conservadurismo más absurdo) descree de las muestras fotográficas y dice, mientras se come una milanesa: “¿Fotos?, fotos saca cualquiera”. La confirmación de mi error (basado estrictamente en mi proverbial ignorancia sobre el tema y mi aversión hacia los floggers) sucedió hace 24 horas, cuando enganché “Más que mil palabras”, un programa de Canal A que compilaba parte o toda la obra de una fotógrafa argentina (capitalina, supongo) llamada Geraldine Lanteri. Las fotos de Lanteri bien pueden ser entendidas como poesía. En una muestra, recopila fotos de fábricas y locales abandonados a principios de los 2000. Las fotos fueron tomadas los domingos, así que las calles se ven desiertas y sólo se pueden observar enormes muros grises desamparados con carteles que ya no dicen nada, como en una descripción de James Ballard. Otra exposición nace a través de la experiencia de Lanteri, quien trabajó en un local donde se arreglaban prendas y, poco a poco, comenzó a notar cómo la gente sentía la necesidad imperiosa de contar por qué, para qué, con qué motivos llevaban a arreglar esa ropa. La muestra está constituida por un conjunto de fotografías (de vestidos, de sacos, de polleras) que contienen, a su vez, la explicación (ambigua, hilarante, dramática) que los clientes dieron a Lanteri.
Samanta Schweblin. En el verano, asediado por las constantes acusaciones de “machismo literario” de mi novia, decidí adquirir dos libros de dos autoras argentinas: El grito, de Florencia Abbate y El núcleo del disturbio, de Samanta Schweblin. La novela de Abbate no me gustó para nada. El volumen de cuentos de Schweblin es de lo mejor que leí en años. Es probable que Schweblin sea la mejor cuentista contemporánea (hace poco ganó, con su segundo libro, el premio de Casa de las Américas) y quizás eso se deba a que escribe muy bien, sabe contar historias y tiene swing. Y otra cosa: según las entrevistas que leí (recuerdo una en la revista Bipolar) es fan de Raymond Carver, pero, al contrario de lo que hacen todos, no lo imita. En El núcleo del disturbio (2002) se agrupan 12 cuentos notables en los que parecen articularse y metabolizarse diferentes influencias: Bioy Casares, Kafka, Cortázar. En “Hacia la alegre civilización de la Capital” un hombre queda atrapado en una extraña estación de trenes. En “Matar a un perro” se recrea un ambiente sórdido. “Mujeres desesperadas” centra su anécdota en las vicisitudes de un grupo de mujeres abandonadas por sus parejas en plena ruta. “Agujeros negros” (sobre un grupo de individuos atrapados en un accidente del espacio temporal) y “La pesada valija de Benavides” (una parodia sobre el arte moderno) son otros relatos destacados.