domingo, 7 de julio de 2024

Vida de Daniel Zariello (1956-2024)


Daniel Francisco Zariello nació el 28 de abril de 1956 en Mar del Plata. Fue el menor de sus hermanos, Carlos y J. Su padre, Cholo Zariello, era un bicicletero que simpatizaba con el radicalismo, y se había casado con Beba, mujer pequeña, brava y despreocupada.

Se podría decir que la personalidad de Daniel fue la combinación, por momentos exacta, de sus progenitores y hermanos, a quienes idolatró durante toda su vida. Hasta que pudo comprarse un auto y aprendió a manejar, Daniel se movía por las calles con una bicicleta inglesa de color negro, una pasión que había heredado de Cholo. Su gusto por el arte culinario, una apología del condimento, venía del lado de Beba.

Una vez fallecidos, Daniel siguió frecuentando a Cholo, Beba y Carlitos en sueños, en recuerdos y apariciones. Daniel creía en Dios, en ángeles, en fantasmas, en espíritus, le parecía que el realismo era un género muy limitado para contener los misterios de la vida, que él definía sencillamente como “un flash”: demasiado corta para hacer la innumerable cantidad de cosas que deseaba. 

Nos referimos a un muchacho risueño y chinchudo que se crió en el barrio San José, en una casa de la calle Almafuerte. Su infancia y juventud estuvieron llenas de aventuras inolvidables, aunque su carácter también se forjó en la aspereza: por pertenecer a la clase trabajadora argentina y por esa costumbre italiana de vivir a los gritos entre sufrimientos inagotables y placeres supremos.

En sus anécdotas -jocosas, inverosímiles, fellinescas- alguien siempre terminaba herido. Como muchos de su generación, se había criado en la calle, entre locos y recontra-locos, y de ahí tal vez su eterna picardía, su mirada periférica, su semblanteo callejero. Al mismo tiempo, por ser el menor, había sido el más mimado por sus padres y hermanos, y siempre mantendría una cuota de inocencia.

Dejó el colegio Mariano Moreno en tercer año y empezó a trabajar con Tito Moina, maestro de su verdadero oficio, la tapicería, aunque se desarrolló como lonero. Al mismo tiempo Daniel vendió choripanes en el club Kimberley, trabajó en los Panamericanos del 95, y fue carpero. Probablemente haya sido uno de los seres que más amaba nadar en mar abierto. Braceaba hasta donde le daban las fuerzas y un poco más. Le gustaba recorrer distancias infranqueables, estar en contacto con la naturaleza, si era posible de manera más o menos riesgosa.

En su trabajo era perfeccionista y se consideraba un artesano (hasta en su manera de mirar). Cortaba derecho con sus tijeras afiladas y enormes, medía a ojo, cosía velozmente, ensimismado. Cada tanto levantaba la cabeza para indicar de manera informativa y algo cortante que alguien había metido la pata, como si contara con un radar de imperfecciones. Para llegar a su ideal solía repasar de ida y vuelta un diccionario ilustrado de insultos antológicos. “¡La concha de Dios!” exclamaba, cuando algo salía mal, pero nunca era tan grave como para rendirse. Su única filosofía de vida era seguir adelante. Dueño de una voluntad gigantesca, descontaba que en el camino iba a tropezarse o darse la cabeza contra la pared.

Cuando no estaba en el trabajo, era un tapicero de civil, dispuesto a desenfundar sus tizas, sus sogas, sus lápices gastados, sus mini destornilladores y toda una gama de herramientas y elementos improbables que él guardaba en sus bolsillos para solucionar cualquier tipo de inconveniente técnico.

Las sobremesas del domingo, posteriores a sus célebres asados, hallaban a Daniel en una neblina de añoranza. Recordaba nombres, caras, olores, se detenía en detalles que se ramificaban en mil. Sus rodeos para llegar al centro de las historias eran emblemáticos. De hecho solía aburrirse de sus propias mitologías: terminaba el cuento sin haber llegado a contar de qué carajo se trataba.

Pero más allá de las bromas, básicamente se trataba de recordar a los que se habían ido. Para él, dar la espalda a la narración genealógica era algo similar a un sacrilegio. No le cabían ni un milímetro la falta de memoria y la ingratitud.

Se puede estar a favor o en contra de esta postura, lo cierto es que Daniel era así y a pesar de su tendencia nostálgica, a su vida, poblada de recuerdos, nunca le faltaron presente ni futuro.  

¿Y qué recordaba Daniel? Recordaba ver a Vox Dei en el Auditorium, a Pappo's Blues en Villa Gesell, a Sui Generis en el Teatro Diagonal, a Los Gatos en el Estadio Bristol, a Queen y Almendra en el Mundialista. Recordaba a su hermano J subido a un árbol meándole la pelada a un cura. Recordaba que por su pelo rubio y sus ojos verdes lo confundían con Robledo Puch. Recordaba a su abuela María, a quien consideraba una santa. Recordaba haber ido, junto a su cuñado Q, a un partido de Argentinos Juniors porque había un pibe de rulitos que la rompía. Recordaba la marea humana de los festejos del Mundial 78. Recordaba observar la ciudad por la ventana, con R, su hija mayor, a upa, durante las noches de la guerra de Malvinas. Recordaba a Beba devorando novelas de Corín Tellado en la playa. Recordaba un anciano del barrio que contaba un cuento donde el personaje principal repetía “Yo me llamo sin nombre”. Recordaba un círculo blanco y sobrenatural que persiguió a un amigo cuando fueron a cazar a un bosque (aclaraba: “no habíamos fumado nada”). Recordaba haber llorado mientras escuchaba por radio la final de Libertadores entre River y Peñarol del 66. Recordaba que él y su pandilla no eran bienvenidos en algunas discotecas de la época. Recordaba haber cambiado sus vinilos por “una moto de mierda”. Recordaba el rugido de la masa peronista cuando visitó Buenos Aires en 1973. Recordaba su felicidad cuando se salvó de la colimba por número bajo.

A Daniel todo el mundo le contaba sus problemas. Establecía vínculos profundos con las personas, le gustaba conocerlas para descifrarlas, para ayudarlas, para aconsejarlas. Le daban ese espacio. Era recurrente que los chiflados del mundo se le acercaran a hablar. Él les contestaba porque también manejaba ese idioma, un don, entre tantos otros, que también compartía con R. La conexión entre Daniel y su hija era conmovedora al punto de haber creado un micromundo en el que sólo vivían ellos dos. Probablemente la muerte sea una nimiedad entre estos dos espíritus cósmicos. En 1976 había conocido a la extraordinaria y discreta E, su gran amor: le propuso casamiento a las dos semanas de conocerla. A simple vista eran las personas más distintas de la historia de la Humanidad. Discutían constantemente por el paradero de repasadores y bandejas, pero se las arreglaron para estar juntos durante 48 años.  

Su relación con F, su hijo menor, era por demás singular. Daniel intuitivo, su hijo cerebral. Daniel salvaje, su hijo intelectualoide. Daniel sociable, su hijo refractario. Daniel un hombre de acción, su hijo un hombre de ficción. Era realmente gracioso notar la manera en que no se entendían, pero el grado de lealtad que había entre estos dos tipos por momentos malhumorados y fatalistas era capaz de destruir cualquier tipo de diferencia. Después de todo, las cosas que los unían eran nada menos que la neurosis riverplatense, el rock argentino, la discusión política a los gritos, un humor algo malicioso y el largo del pelo. Daniel dejó que le creciera cuando hacerlo era pasible de ir en cana. Esta restricción le molestó tanto que decidió dejarse el pelo largo toda la vida y, aunque suene exagerado, el pelo de Daniel, rubio o canoso, era la representación máxima de su personalidad. Cualquiera que lo haya conocido podría corroborarlo. Daniel, en cierto punto, era como su pelo: ondulado, hermoso, desordenado, genuino. En los últimos días se había rapado las sienes y lo mostraba orgulloso a quien se le acercara: "Je, je", decía, "je, je", mientras exhibía su corte moderno.

Resultaría injusto no mencionar que Daniel amaba a los perros, él mismo tenía algo de perro, de ovejero alemán, esa rabia, esa melancolía y esa lealtad. Al igual que con los locos, conocía su idioma. Su último gran amor fue La Negra, una perrita llena de garrapatas que encontró en un baldío en el año 2010. Durante meses la llevó todos los días al veterinario hasta que se fusionó con ella: prácticamente lo seguía a todas partes. Cuando La Negra murió, dio a entender que para él ya nada sería lo mismo. Era proclive a expresar este tipo de declaraciones dramáticas y era conmovedor ver a un hombre de casi 70 años cabizbajo porque ya no tenía a su perrita.

Otro gran amor de su vida fue la música. Daniel conocía la letra entera de muchísimos tangos y los cantaba a capela para que sus hijos se los aprendieran. Le gustaba explicar qué significaban “los morlacos del otario” o a qué aludía aquello de la “yerba de ayer secándose al sol”. Por encima de todos para él estaban Spinetta y Charly: en sus letras, Daniel encontró toda la literatura y la filosofía que no pudo leer por estar trabajando. Desde su adolescencia amaba a Manal, Creedence, Piazzolla, Los Beatles, Pink Floyd, Deep Purple, Los Gatos y Led Zeppelin. Le gustaban las letras de Serrat, de Iorio, de Discépolo, de Larralde y de Sabina. Admiraba a Calamaro, Pedro Aznar y el Pity Álvarez, a Sting, Cerati y Divididos, a Miguel Abuelo, Luca y Federico Moura, a Goyeneche, Amy Winehouse y Mercedes Sosa.  

En medio de una charla cualquiera, movía su dedo índice al ritmo de una música que sonaba en su cabeza y de pronto cantaba, mirando a los ojos al azorado interlocutor (dueños de balnearios, vendedores ambulantes, familiares):

“Nadando en una ciénaga de Macadam,

No quiero estar tranquilo ni quiero paz”

 O:

“Nosotros no somos como los Orozco

Yo los conozco

Son ocho los monos”

Algunos de sus canciones favoritas eran Pepe Lui, Romance de Curro El Palmo, Toro y Pampa, Mañana en el Abasto, Barro tal vez, Una casa con diez pinos, Don’t Let Me Down, Himno de mi corazón, Wish you were here, Pato trabaja en una carnicería, El rey lloró, El colmo, Raros peinados nuevos, Yira Yira, Algún lugar encontraré, Cambalache, Desencuentro, Hombre al agua, Blumana, El firulete, Cosas que pasan.

F lo criticaba por su absoluta falta de autocrítica para analizar fútbol: para Daniel los árbitros siempre estaban en contra de River, los rivales nunca merecían hacer un gol, los jugadores contrarios eran del primero al último unos “culo cagado”. Sus ídolos: Labruna, Ermindo Onega, Artime, Fillol, Passarella, J.J López, Alzamendi, Funes, Francescoli, Aimar y, especialmente, Ortega, Gallardo y el Beto Alonso, otro punto de discusión entre padre e hijo. Para F el Beto hablaba de más, para Daniel todo lo que decía el Beto estaba bien porque “es el Beto”. 

F recordará los partidos de verano que su padre y su tío Carlos (en este caso hermano de E,  uno de los referentes máximos de Daniel) lo llevaban a ver cuando era chico entre los momentos más felices de su vida.

Un verano Daniel y F fueron a ver un Superclásico a la platea cubierta. Alguien les había regalado las entradas, probablemente su hermano J, porque siempre iban a la Popular del tablero, la de River y Alvarado. Esa noche el equipo de Ramón Díaz jugó un partido desastroso y todo sucumbió a una guerra civil en las tribunas. Padre e hijo vieron como daban vuelta un puesto de choripanes con cierta delectación morbosa, como si se tratara de la escena de una película de aventuras, de esas que miraban juntos en las tardes de la infancia. Entre los plateístas estaba Jean Pierre Noher y un pelado le pedía que hiciera algo -“vos que sos conocido”-, a lo que el actor, estupefacto, contestaba “¿y qué se supone que puedo hacer yo?”. A Daniel, esta secuencia absurda, lo haría llorar de la risa durante el resto de su vida. 

Fuera de River reconocía a los grandes cracks: Bochini, Riquelme, Messi, pero más que nada Maradona, a quien consideraba el mejor y defendía en discusiones acaloradas. Respetaba a Boca por el fanatismo de Cholo, pero a veces se olvidaba y caía en una curiosa concatenación de epítetos irreproducibles. Prefería un Chacarita vs. Almirante Brown que un Real Madrid vs. Bayern Munich. 

Esta insólita fusión de hippie y de obrero –las dos facetas pugnaban en su discurso-, reconvertido en empresario sui generis, había pasado los últimos años enfrascado en una de sus pasiones: construir una casa de manera anárquica, como si fuera un arquitecto desquiciado capaz de hacer primero el techo y después los cimientos. Todo a prueba y error, y con viento en contra. En los ochenta, en plena híper, mientras vivía con su familia de casa en casa, construyó la primera en el barrio Pueyrredón. Le gustaba rememorar las desventuras de aquella épica llena de ladrillos y cemento. Por supuesto, en vez de construir adelante, lo hizo atrás, y en vez de poner la casa de frente, la puso de costado, mirando al sur. Recibió no pocas críticas por esta perspectiva iconoclasta, pero cuando el barrio se inundó y la única casa que se salvó del agua fue la suya, afirmaba, con una sonrisa petulante, haber hecho todo al revés porque él entendía cosas que los demás ignoraban. Era tierno hasta en la jactancia.

Se reía con Pepe Biondi, Fontova, Los Simpsons, Wainraich, Les Luthiers y Capusotto. Su humorista favorito era Olmedo: de chico había sido fanático de Piluso y Coquito. Su libro favorito Desde el jardín. Su estación favorita el verano. Su actriz favorita Jodie Foster. Su actor favorito Anthony Hopkins. Su historieta favorita Mi novia y yo. Sus películas favoritas: El Padrino, El joven Frankenstein, Al filo del peligro, Tiempos violentos. Le gustaban las escenas de helicópteros, la despedida de Balbín a Perón y Susana Romero.  

"El hombre nace, se reproduce y muere". El 26 de junio del 2024, R y F recordaron aquella frase histórica que Daniel utilizaba para cerrar cualquier conversación, impostando la voz con tono de científico. Se le había pegado en una clase de Biología de Secundaria hasta convertirla en un sketch para que sus hijos se rieran a carcajadas. En la mañana de ese día, Daniel se despertó con un gran dolor de espalda y decidió no ir a trabajar.

Estaba al tanto de que vivir la vida con la intensidad que lo caracterizaba era peligroso, pero no sabía -y tal vez ni siquiera admitía- vivir de otra forma. Aseguraba estar cansado, formulaba planes de retiro, lo apuraban los momentos, pero la idea de estar sentado en un sillón y ver la vida pasar nunca le pareció muy atractiva.

Su última cena fue un guiso de lentejas. Él mismo le pidió ese plato a E. Vio el partido entre Argentina y Chile, se mantuvo alerta durante todo el encuentro aunque era Primera Ronda.

Daniel podía ser muchas cosas pero jamás neutral: donde había una emoción él se tiraba de cabeza y hacia ese mar debe haber buceado cuando después de quedarse dormido no volvió a despertar. Que su existencia ahora se resumiera en un papel donde un amable empleado de cochería comunicaba el precio del ataúd, la cremación y un impuesto municipal, lo hubiese hecho sonreír en silencio. Su gesto en el lecho de muerte era el de alguien cuyo cuerpo y alma necesitaban abandonarse a un sueño profundo, uno que por fin aliviara una vida exuberante y algo frenética, ajena a la mesura y las formas protocolares que él desconocía alegremente. 

Respetando su sistema de creencias se podría decir que el mismo exacto día que trece años atrás había descendido River, Daniel ascendió al cielo, ese lugar dónde pensaba reencontrarse con todas esas historias, con todas esas caras, con todas esas personas que nunca se permitió olvidar, para que la gente que lo amó nunca lo olvidara a él.  



lunes, 20 de noviembre de 2023

Un sentimiento



Ayer vi pasar el arco narrativo de todo un proceso político delante de mis ojos.

Yo me acuerdo cuando estaba de moda leer No Logo, y la Ñ sacaba especiales sobre el Che Guevara, y Kirchner bajaba el cuadro de Videla. Mientras ocurrían estos acontecimientos una parte de la sociedad se tragaba "el relato" con la docilidad que exhiben los perros cuando tienen que tomar una pastilla.

En los festejos que mostraba la televisión había mayoría de pibes de veintipico. Saltaban, lloraban y sonreían porque se sienten protagonistas de algo muy parecido a una revolución. En las revoluciones hay guillotinas y se cortan cabezas. Hasta ahora la grieta ha preferido las cabezas virtuales.  

En los testimonios, los libertarios copiaban el crescendo de ira discursiva que instaló Milei desde los estudios de América TV, para rematar con el legendario “¡Viva la libertad, carajo!”. Según los sociólogos, los insultos, los gritos y los maltratos de su líder han servido de catarsis espiritual para sus seguidores, ofendidos ante un progresismo que los humilla y los trata como virgos, tinchos, desclasados o todo eso junto. También había niños llenos de algarabía. Probablemente no sepan que Milei tuvo que aclarar ante las cámaras que no van a ser puestos en venta. Puede que para ellos Milei sea un personaje querible, homologable a un animador infantil. Puede que los niños argentinos hayan entendido a Milei mejor que nadie. Los “viejos meados” (descalificativo apropiado por La Libertad Avanza) han repetido el ritual: votar la opción más catastrófica e inmediatamente relativizarlo porque “mañana hay que ir a trabajar”, de esa forma se sacan de encima la responsabilidad civil. 

Haber introducido el concepto de “casta” es el hit más grande de la carrera de Milei, un triunfo ideológico sin precedentes, de inmediata asimilación. Pero la casta, por su parte, no tiene miedo. La casta, de hecho, o parte de ella, está con Milei, que, antes de gobernar, ya se apura a desarrollar un vínculo enfermizo con Macri, a quien llama "presidente", epíteto que parece una provocación y un forzado guiño a la cultura política norteamericana. El logo similar al de la Casa Blanca es parte de un neo colonialismo voluntarista, que busca seducir a un imperio indiferente y en decadencia. Si alguien todavía creía que los radicales existen, la elección demostró lo que todos ya sabían: no, no existen, de otro modo no podrían haber votado al sujeto que más denigró la memoria de Alfonsín.

Se eligió a Milei simplemente porque es el que parece tener más capacidad de daño y menos filtros para hacerlo, el que si las cosas no salen bien aseguraría un par de revanchas. El electorado de Milei sabía lo que votaba y si no lo sabía, lo intuía y le gustaba. La existencia de dos instancias previas destaca el drama de la elección. Pudieron ir con Rodríguez Larreta y no lo hicieron. Incluso podían apoyar a Bullrich, con su mano dura, y también la dejaron pasar. Por alguna razón entienden que la destrucción del Estado les garantizará el status en dólares que hoy sólo pueden ver desde la pantalla de un celular. La libertad pasó a ser la posibilidad de comprar, sin obstáculos, lo que nunca vas a poder tener.      

Milei ha generado una adoración religiosa en su público, que abiertamente le perdona la inestabilidad emocional que lo convierte en un sujeto violento, con raptos mesiánicos. Su magra performance en el debate, en vez de debilitar, afianzó los lazos con un fandom sensibilizado por su fragilidad, propia de un niño indefenso al que sus padres han descubierto en medio de una travesura. Por otro lado surge el Mr. Hyde, capaz de sostener una motosierra en una caravana o proponer la venta de riñones. Lo que falta está en el medio y se llama equilibrio. El aplacamiento de su conducta en las últimas semanas se sostuvo por una cuerda deshilachada. La paradoja es que su intento por mantener un discurso sereno produce más tensión que sus gritos. La gran duda es cómo funcionarán sus proyectos rimbombantes en la poca glamorosa praxis política de un gobierno.  

El mandato desastroso de Macri dejó a sus votantes sedientos y deseosos de una derecha bolsonarista, que goce su pulsión cavernícola como el peronista goza comiendo un choripán. La recuperación de Juntos por el Cambio en las generales post PASO de 2019 ensombreció la victoria, pírrica, de Alberto. El fracaso estrepitoso de su gobierno se comprobó en la imposibilidad de militarlo en las Legislativas del 2021, a la vez que agigantó el desprecio por los políticos en una parte de la sociedad que no sólo se había quedado afuera sino que estaba harta de la épica kirchnerista. Lo de Alberto fue una malísima remake del mandato de Néstor. Su candidatura había sido una jugada maestra al borde del precipicio por parte de Cristina, que se fue desdibujando hasta desaparecer de la escena. Que alguien como Massa –capaz de ser sospechado como quien bancaba a Milei para fracturar la oposición- haya sido la mejor opción para defender el espacio es de una elocuencia lapidaria. Massa dio cátedra de realpolitik y un segmento de la población detesta la realpolitik, por lo menos la ajena.       

Ni las canciones de Charly, ni Respiración artificial, ni el recuerdo de Diego. Ningún patrimonio simbólico parece explicar esta coyuntura. El consenso sobre lo ocurrido entre 1976 y 1983 ha sido descartado por una parte del electorado que detesta a Las Madres de Playa de Mayo y admira la prédica procesista de Victoria Villarruel, un cuadro mucho más sólido y amenazante que el presidente electo, y quien se encargará de la Defensa y la Seguridad. En Twitter los chicos se acostumbraron a hacer chistes con Videla como si fuera Ricardo Fort.  

La era de las marcas europeas, de los collares de oro, de la monetización compulsiva, de las criptomonedas, de la ostentación vía Instagram, ha encontrado su cauce en un fanático alienado con el Dios omnipotente del Mercado. Milei odia la política porque no la entiende y por lo tanto no le interesa. Cuando se refirió a su sistema educativo habló de sumar el estilo chileno al sueco. En su mente la realidad funciona en base a ecuaciones abstractas, ajenas al barro de la historia. Lo que no le vendemos a China, se lo vendemos “a otros”. Es entendible que el 55 por ciento haya rechazado al peronismo, perdido entre un pasado místico y un presente distópico. Más curioso es que para destruirlo haya elegido a un ultra capitalista cercano a la parodia: cuando se reunió con el FMI, propuso un ajuste más grande del que establecía el organismo de crédito.

Nunca en 40 años de democracia el mundo estuvo tan pendiente de Argentina. Y están pendientes para cagarse de la risa o ver cómo sale un experimento morboso. Miami como ciudad conceptual, donde juega Messi, donde graban los traperos y desde donde adoctrina Jaime Bayly, parece el ideal a seguir para una generación que en el futuro tal vez deba racionalizar lo que hoy es un sentimiento. 

viernes, 23 de julio de 2021

La muerte de Palo Pandolfo

En TN dijeron que se había muerto “Palo Pandolfi”. En los comentarios de redes sociales, los trolls se preguntaban si Palo no habría recibido “la vacuna rusa”, otros, orgullosos de su ignorancia, se preguntaban quién era. Respuesta: Palo Pandolfo era alguien que no podías entender. Su muerte permite sentir la violencia agazapada de los medios de comunicación -donde se trafica ideología también en el error y en la indiferencia-, y, al mismo tiempo, lo lejos que quedó una época. 

Lo cierto es que, silenciosamente, la música de Palo Pandolfo atravesó las vidas de un puñado de miles de personas. 
 
Mueren Gabo Ferro, Rosario Bléfari, Willy Crook, Palo Pandolfo, mueren las células alternativas a la industria, los universos paralelos: las fallas en la Mátrix, a esta altura, con el establishment abocado a la noble tarea de diseñar música para que suene igual, infinitamente igual. 

Mientras los jóvenes, en los videos de al lado, canonizan a sus futuros mártires (Dillom, Duki, Nathy Peluso, Wos, L-Gante, Cazzu), los viejos despiden a los actuales. 

Lo fui a ver dos veces. Una en el Melany, un pequeño teatro para no más de trescientas personas. Había cien. Palo salió a tocar, creo, con un jogging y una guitarra criolla. Era el cantautor federal, era el año 2011. Su interpretación estaba constituida por una serie de espasmos, quejidos, alaridos, y el temblor constante de su cuerpo. Empezó a tocar un tema y dijo que no lo seguía porque le daba vergüenza, para arremeter al instante con otro que había compuesto ese mismo día, para su hija. Después lo vi en La Cantina Sandinista, un antro muy propio del primer lustro de la década del 10’, lo que remite a una ciudad que ya no existe. De ese recital recuerdo, entonces, más que a Palo, a La Cantina Sandinista, lo que casi es decir lo mismo: pintada de negro, si no me equivoco en el segundo piso de una vieja casona incrustada en el medio de la Peatonal San Martín. 

Como a Fabián Casas, fue Polosecki quien le dio a Palo Pandolfo el carnet de la Fede. En las entrevistas, volvía una y otra vez a esa escena, del año 1981. Otra secuencia formaba parte de su imaginario recurrente: las manos en la pared y la requisa estatal en plena ciudad. 

La combustión que generó su chispa artística tal vez sea la confrontación entre el hippismo psicobolche y el post punk del invierno alfonsinista. En el medio la milonga, la bossa nova y el folclore. Hace poco dijo en una entrevista que “El rosario en el muro” era la historia de Montoneros. “El pozo guerrillero irascible bombardeando, bombardeando” se cuenta en la enumeración paranoica de “Tazas de té chino”. 

La figura de Palo Pandolfo presupone, de antemano, que se trata de un artista, sin comillas, y su muerte advierte claramente el desprecio de la industria hacia este tipo de seres humanos, más allá del autoboicot típico del poeta maldito, y la cada vez más utópica asimilación masiva de lo que se niega a ser adaptado. Fue under en los ochenta y en los noventa, pero pocos under pisaron tierra firme en el cancionero popular de la manera en que lo hizo él. Siempre estuvo “a punto de”, y en los 2000 ya se convirtió en un artista subterráneo, cuyo itinerario revelaba, a la vez, una línea política, porque el devenir cósmico nunca doblegó el fuerte sentido histórico de la carrera de Palo Pandolfo. 

Se especuló con que podía llegar a reemplazar a Luca Prodan en Sumo. Nunca supe si esto era real o no, o lo supe y me olvidé, particularmente no me parece significativo que lo sea, porque sólo que ese rumor se haya echado a correr define a Palo. 

Murió mientras caminaba, se desvaneció en medio de la calle, y la calle siempre fue la base operativa de sus líricas, incluso cuando no la nombraba. Una muerte en apariencia vulgar se vuelve emblemática por su aura. Hace pocos días había sacado un tema nuevo, con Santiago Motorizado. Su era solista no tuvo la repercusión de sus bandas pero no hubo un declive en la carrera de Palo Pandolfo, simplemente el mundo fue para un lado y él para otro, el que siempre eligió.

martes, 18 de agosto de 2020

17A



A esta altura habría que aceptar que la idea de que el kirchnerismo es un movimiento con espíritu arrollador, que no respeta a nada ni nadie en pos de sus objetivos políticos, es más una expresión de deseo de su electorado, para sostener la épica, y una demonización del antikirchnerismo, para sostener la indignación epidérmica, que una “realidad”.

Corrección: el kirchnerismo es una de las partes del Frente de Todos. 

A nueve meses de ser elegido en elecciones libres y democráticas Alberto Fernández es un presidente dubitativo, condicionado tanto por la oposición (que se mueve al ritmo de los medios) como por sus bases electorales (que desconfían de sus idas y vueltas). La idea de Cristina, ubicarlo como presidente para generar un consenso en el porcentaje de la población que no era kirchnerista pero ya estaba harta de Macri, se intuyó como una jugada electoral extraordinaria pero encuentra sus limitaciones cuando es gobierno. Alberto parece declarar para que no se enoje ese sector volátil del electorado que dejó de mirar las conferencias de prensa en abril. Al enojo obvio antikirchnerista, agrega entonces el enojo impaciente porque “no lo votaron para esto”: el viejo dilema del que quiere agradar a todos. Con una oposición de este tipo (que extorsiona con cartas al presidente pidiéndole que "tenga a bien retirar" un proyecto que todavía no se trató)  daría la impresión de que la única manera de ser gobierno es “yendo por todo”. Como lo hizo Macri, por otro lado, aunque sus funcionarios y quienes los votaron se autoperciban delicados individuos susceptibles a cualquier desliz institucional.

Desde un imaginario punto de vista neutral se podría decir que la profunda polarización de las dos facciones que se disputan la hegemonía política, social, cultural y económica del país genera que los gobiernos que asumen la presidencia, de uno u otro bando, se vean impedidos de llevar a cabo sus proyectos hasta convertirse en GIFS: siempre vuelven al principio. Macri pedía perdón (no se había dado cuenta, por ejemplo, de que le iba a condonar una deuda a su papá), Alberto se sorprende (no se había dado cuenta de que la sociedad no iba a festejar la expropiación de Vicentín).

La insufrible judicialización de la política ya casi atraviesa su periodo patológico: a una denuncia de un lado, se contesta con una idéntica del otro. La guerra discursiva en las redes sociales, donde los ejércitos imaginarios se disputan una porción de la subjetividad ajena, es una batalla cultural perdida para el gobierno, porque la mayoría de los medios, con excepción de C5N -demasiado didáctico para convencer a quien no forme parte de la tropa-, replican aquellos temas que son acordes a su línea editorial. La comunicación entre los dos espacios agrietados se reduce a la agresividad, a veces atemperada por la solución humorística del meme o la chicana digital. El otro es deshumanizado: ya sea por ser un individuo colonizado por los medios masivos de comunicación, o un militante que vive de subsidios. Esa clase de estereotipos unidimensionales borra caulquier atisbo de matices. 

Si los doce años de kirchnerismo dejaron a un sector de la sociedad "empoderada", el gobierno de Macri también ideologizó a un sector de la sociedad que históricamente se asumía “apolítico”. Lo que se ve en las fechas patrias desde el 20 de junio es, qué duda cabe, una derecha empoderada y entusiasmada, como un niño, con el juguete nuevo de la movilización popular en automóviles de alta gama (tal vez el germen de estas manifestaciones se encuentre en la época del conflicto gobierno/sector agrícola y en el 8N del 2012). 

La situación de pandemia es paradójica en este punto. Una de las formas de sostener a este gobierno consiste en la elección micropolítica de respetar el aislamiento, lo que se traduce en el ámbito público en una desmovilización forzada. De esa forma, el campo popular dejó que las calles sean ganadas por quienes, más allá de estar o no de acuerdo con la cuarentena (porque creer que todos los que votaron a Macri no usan barbijo, toman dióxido de cloro y no creen en el coronavirus es por lo menos sesgado), están por sobre todo en desacuerdo con cualquier decisión del gobierno e, impulsados por un presunto embate anti-democrático, emergen con banderas, consignas y estandartes a defender su “libertad” (término cuya apropiación semántica por parte de la de derecha es una derrota cultural grave y que debería ser reemplazado por "status quo"). 

Las estrategias anti-K para defenestrar al gobierno por momentos rozan la locura. Por ejemplo cada vez que Cristina cierra el micrófono a un senador, práctica en la que han incurrido todos los presidentes de las Cámaras de Senado y Diputados, no por autoritarismo sino por regulaciones protocolares, nos encontramos ante una dura afrenta sobre la democracia y la República. Otra modalidad es quejarse, amargamente, y en prime time, de la suspensión de clases o la imposibilidad de reunirse con amigos a tomarse una cerveza, soslayando que el país atraviesa una pandemia y sin ninguna propuesta superadora, dando a entender que el aislamiento debería terminar, simplemente, porque debe terminar y la gente ya no aguanta más. El alegato desesperado y agónico del ciudadano que paga sus impuestos y sufre el encierro despótico podrá haber sido cierto en los primeros tramos de la cuarentena, pero cualquiera sabe que ya no existe: en los medios, sin embargo, se habla como si todavía fuese así aunque , al mismo tiempo, ya en un nivel alarmante de disociación psíquica, se ataca al gobierno porque las calles están repletas de gente. Los mismos sectores que presionaban para que se cierre todo a principios de marzo, por otro lado, ahora se preguntan si el inicio de la cuarentena no fue algo apresurada y si en realidad sirvió de algo. Si el gobierno acuerda con la Universidad de Oxford para fabricar una vacuna, se lo cuestiona, con sorna, por no haber acordado con Rusia, demostrando que los más temerosos de un devenir “comunista” son, justamente, los que quieren que este gobierno lo sea para poder… ¿darse la razón a sí mismos?

Al mismo tiempo, a no ser por la existencia de Leandro Santoro (de origen radical) el gobierno sigue sin encontrar figuras con desenvoltura mediática que respalden sus medidas, más allá de las 73 entrevistas mensuales de Alberto Fernández, lo que no exime a la oposición de afirmar que el “silencio” del presidente es angustiante y una amenaza para la democracia. Hasta hace unas semanas incluso se hablaba de la vuelta de Aníbal Fernández a un lugar de preponderancia.

Esta ausencia casi total de cuadros es, tal vez, lo que llevó a que Sergio Berni, desde su puesto de Ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires, se convierta en uno de los portavoces del gobierno, algo problemático e incómodo, porque más que respaldar al gobierno, Berni suele repasar anécdotas de cuando era cirujano, contar que están por ascenderlo a coronel o general, y que no está de acuerdo con Sabina Frederic. Mientras tanto, por su cargo, pero también por consecuencia de su discurso militarizado, de “mano dura”, casi en sintonía con el de “Patri o Muerte” (Fabián Casas dixit) es el responsable directo de la desaparición de Facundo Astudillo, de 22 años, del que no se sabe nada desde que fue detenido en un retén policial el 30 de abril pasado. La existencia de Berni representa, en sí misma, la ambigüedad de un espacio político diverso que se juntó y ganó pero todavía no encontró la forma de capitalizar ese triunfo en la praxis política. 



jueves, 18 de junio de 2020

Autopsia



En los meses previos a la cuarentena, el Frente de Todos había tanteado la atmósfera económica y social con ciertos titubeos. Es el clásico problema de las coaliciones que, más que por un proyecto político unívoco, se juntan para ganar una elección. Los melones todavía debían acomodarse en el carro: X, decía una cosa, Y afirmaba otra y al final no se terminaba de entender nada. Ya se advertía, por ejemplo, cierta carencia en el plano comunicacional. Si, por la evidente (¿y hábil?) ineptitud de Macri, acentuada luego de perder las PASO, el 10 de diciembre Alberto Fernández asumió desgastado, el hecho de que el discurso del gobierno se centrara mayormente en sus numerosas apariciones públicas, como si fuera su propio Jefe de Gabinete, no hizo más que profundizar esa impresión. 

El inicio de la cuarentena encontró a Fernández en una situación límite que supo resolver con un aplomo que cautivó a propios y extraños, como si cada eslabón de su trayectoria, que lleva más de 30 años y pasó por varios clubes de la liga peronista, hubiese existido sólo para que en marzo del 2020 se hiciera cargo del Estado en el contexto de una pandemia. Ni Macri, incapaz de hilvanar una frase con sujeto y predicado, ni Cristina, con sus estridencias de rockstar, hubiesen podido generar el consenso que en redes sociales y almacenes provocó una catarata de comentarios que comenzaban diciendo “Yo no lo voté, pero…” o se entregaban, dóciles, a un paternalismo que días atrás hubiese provocado escozor: "Alberto me cuida".  

En aquellos primeros viernes de conferencia, tan cercanos y al mismo tiempo remotos por la pérdida de la linealidad temporal que produjo el confinamiento, donde la gravedad de la ocasión proyectó el espejismo de una salida de emergencia de la grieta mediática, se notó un Fernández consubstanciado con el momento histórico e incluso haciendo alarde de aquellas peculiaridades de las que sus adversarios políticos, tendientes a exigir un arsenal de virtudes de las que no carecen sólo en fantasías, se aprovechaban para tomarle el pelo: el estilo algo bonachón; su rol como profesor universitario, al parecer, tan distante al de un “estadista”; sus marcadas ojeras de oficinista añoso.  Fernández hizo de los aparentes defectos su virtud, y escaló en niveles de popularidad en el mundo siempre veleta de las encuestas.    

La oposición, del que el periodismo anti kirchnerista, siempre firme junto al anti-pueblo, es actor principal, primero se mostró algo dubitativa. Un par de semanas más tarde, incómoda ante el albertismo, que prendió en sectores que habitualmente se declaran apolíticos pero al toque desempolvaron las cacerolas y tuitearon "Albertítere" o "Alverso", arremetió con el oportunismo tradicional. No ayudó cierto triunfalismo oficialista que  aseguraba que en el mundo se hablaba del “ejemplo argentino”. El extraordinario método opositor para obturar el gobierno consistió en analizar la actualidad del país soslayando la existencia de la pandemia, reduciéndola a una "gripe fuerte" o negando la incertidumbre unviersal. El hecho de que los países cuyo Estado no bajaron una línea ligada a la antipática idea de la cuarentena obligatoria, además de tener entre 40000 y 100000 muertos, tampoco transcurran sus horas más felices en lo económico, no parece relevante. La sana costumbre de no contextualizar llevó a que debates como el de los testeos, los presos o las aplicaciones en los celulares se trataran como si fueran made in Peronia, es decir, un invento más de la Barbarie para sojuzgar las valientes equirlas de la Civilización, agonizante, una vez más, ante la imagen aterradora de Cristina que, junto a La Cámpora, danzaría alrededor de un círculo de magia negra populista durante las medianoches.     

Da toda la sensación de que si en una ciudad o un país de pronto hay 500 u 800 o 1200 muertos diarios por un virus de contagio exponencial, un sistema sanitario desbordado y fosas comunes, los restaurantes, por miedo o instinto de supervivencia de dueños y/o clientes, van a estar cerrados o vacíos por un tiempo. Esto no invalida el drama de los comerciantes, ni de sus empleados, ni la ambigüedad henryjamesoniana del gobierno para que subsistan, ni la posibilidad de que, tarde o temprano, se desencadene el colapso temido, pero indica que si la ecuación pandemia + cuarentena daña la economía y produce conflictos psicológicos, pandemia - cuarentena no sólo daña la economía sino que produce una masacre sin custodia. Conforme aumentan los contagiados, algunos preguntan de qué sirvió la cuarentena, lo que indica que nunca entendieron para qué se implementó. También están los que se preguntan por qué en España se pueden comer unas tapas en la vereda de un bar y acá no, lo que indica que no vieron las noticias en los últimos cuatro meses.   

Convertida la vida en la estadística de un graph, habría que preguntarse cuál sería el grado de gobernabilidad, cualquiera fuese la procedencia partidaria del presidente, con las cifras de muertos que se ven en otros países. Los ex funcionarios y periodistas afines pasaron la cuarentena juntos en distintos estudios de televisión y deunciaron aspectos preocupantes como el abuso de poder, la represión policial, la situación de los jubilados, el aumento de pobres y la vulnerabilidad de los habitantes de las villas. No explicaron cómo, todos esos temas, agravados por las políticas del gobierno de Macri, podían ser solucionados por un gobierno en seis meses y en medio de una pandemia. Conceptos como “hay que dejarlo gobernar” o “la pesada herencia” de pronto cayeron en desuso.

Se postulan ucronías donde las mismas medidas de Fernández en caso de haber sido tomadas por Macri hubiesen desatado indignación nacional y popular. No se aclara (tal vez no se sepa por esa entrañable psicopatía de enfatizar la edad del peronismo pero no la del antiperonismo) que el lugar de enunciación de un gobierno es distinto al de otro. Se descarta, eso sí, la ucronía apocalíptica del manejo del covid-19 con Macri en el poder, como si su adhesión al eje Trump/Bolsonaro no hubiese existido. A decir verdad, si Macri hubiese sido releecto, su hipotético manejo de la pandemia, cualquiera sea, también habría contado con una resistencia obvia. Nadie puede obedecer el martirio de las indicaciones del enemigo sin hacer memes.   

La expropiación de Vicentín activó el pánico ante un presunto devenir argenzolano y comprobó los devaneos existenciales de un gobierno que, según la reserva moral del país “va por todo”, pero al otro día se junta a negociar con Nardelli. Tampoco se acompañó la medida con un respaldo explícito de sus cuadros principales, exponiendo aún más al presidente, condenado a cobrar el córner, patearlo y saltar para ver si la emboca de cabeza. El negocio de familia, que en el caso de Lázaro Báez indicaba la obvia consolidación de una organización mafiosa, en el de Vicentín, en cambio, según la semiótica de los medios, parece rememorar domingos de ravioles en familia, abuelos trabajadores, patriotismo, apacibles pueblitos del interior e incorruptibilidad a prueba de deudas con el Banco Nación y aportes para la campaña de Juntos por el Cambio.

Uno de los problemas, entonces, es que se juzga al gobierno de Alberto Fernández, no como si hubiese empezado el 10 de diciembre de 2019, sino el 25 de mayo de 2003, o de 1973. Del mismo modo, del otro lado del espejo, se entendía a Macri como la velada continuación de otros gobiernos de corte liberal.

domingo, 24 de mayo de 2020

Viernes 22 de mayo de 2020, Mar del Plata





Son las siete y media pero el cielo ya está oscuro. En toda la cuarentena nunca había caminado de noche. Cuando llego a Independencia y Moreno pienso en tomarme un taxi en la parada, pero no hay ningún auto.

En la plazoleta de la Diagonal Pueyrredón, "la avenida de los tilos", se juntan los pibes de los deliverys. Fuman, con los barbijos en el cuello, abrigados con camperas infladas, y miran las pantallas de sus celulares esperando nuevos pedidos. 

La ausencia de transeúntes resalta a los que viven en la calle. Algunos hablan solos, otros ya se acomodaron y me observan desde sus colchones. Pienso en un tipo que debe tener mi edad. Me lo crucé muchas veces en los últimos años. Se trata de un beduino, o por lo menos así se viste: turbante, una sábana entrelazada en el cuerpo. Recorre, desde hace años, las calles de la ciudad. Lo deben haber visto todos los marplatenses. Su mirada es muy tranquila, casi zen, como si estuviera viajando en el tiempo mientras la gente saca plata del cajero, y por eso mismo aterroriza. ¿Dónde estará ese tipo?   

En las veredas hay bolsas de basura apiladas en las esquinas y hojas de otoño húmedas. En algunos casos forman un colchón en el que se mezclan todo tipo de desperdicios. Las hojas de otoño ya no son poesía, son basura.

En un café al lado de la galería Essenza dos pibes, divertidos, juegan al ping pong. Ya cerraron pero supongo que todos los días, o por lo menos los viernes, se deben quedar un rato más compartiendo ese partido, algo así como un ritual pandémico. En un hotelito, dos adultos mayores también juegan, en este caso al ajedrez. Un tercero los mira, expectante. A mí me enseñó a jugar al ajedrez un tío, en Villa Gessel, a mediados de los noventa.

Hay un promedio de tres personas cada dos cuadras. Están los que aprovechan para dar el último paseo al perro y algunas parejas, de la mano. Paso por el café Los Olivos, en Moreno y San Luis. La luz de la cocina ilumina las sillas dadas vuelta, arriba de las mesas. A la vuelta, en realidad en Bolívar y Santa Fe, está el Hotel Estocolmo, donde trabajé en el verano del 2006.  Fue la única vez en mi vida que usé camisa, pantalón de vestir y zapatos. Uno de los conserjes, me aconsejó: “Si le vas a meter los cuernos a tu novia, no le cuentes a nadie, ni a tu mejor amigo”. Yo ni siquiera le había preguntado. Según él, ya con que lo supiera uno, estabas condenado a que se enteraran todos.

***

En la ida, creo que por la calle Gascón, una señora había caído al piso. Estaba sentada y le sangraba la nariz. Auxiliaban dos chicas que me informaron que había caído de frente. Ellas no estaban juntas, sino que se habían encontrado con la señora en el piso mientras caminaban en dirección contraria. Me sumé un rato, con la certidumbre de que no sabría cómo ayudar. Salió un tipo de su casa y preguntó que pasaba. Estaba despeinado, como si hubiera aprovechado la cuarentena para dormir una siesta eterna. Pregunté si querían que llamara una ambulancia pero nadie me entendió y lentamente me fui alejando, sin mirar atrás.  

Yo, igual, ya había auxiliado a una señora que se cayó al piso. Fue el 31 de diciembre del año pasado y juro que ver a esa señora caerse me pareció un mal augurio. Había salido rumbo a la casa de mis padres a eso de las nueve de la noche porque me gustaba caminar por la ciudad desierta. Tuve que detenerme abajo del techo de un edificio porque lloviznaba. El piso estaba mojado y llegando a Mitre, por Colón, pude ver a unos veinte metros, el momento exacto en que una señora con tacos altos, arreglada para recibir el 2020 y con una bolsa que llevaba a modo de bandeja, pisaba con el tobillo y se derrumbaba, no sin antes elevar su brazo en el aire, ¿y adónde mierda lo iba a elevar?, para intentar salvar la bandeja de la bolsa de nylon blanco. La bolsa para mí era de un negocio de ropa de esos que quedan por Luro cerca de la costa, las bolsas de estos negocios siempre son blancas y las señoras marplatenses las coleccionan en el ropero para  guardar comidas frías de fin de año. Fui el primero en acercarme. Después se sumó una pareja. La señora me dio el celular para que llamara a su hijo, que vivía a la vuelta. Le expliqué lo que había pasado. La pareja, de manera un poco irresponsable, quiso levantar a la señora, que emitió un grito agudo: no podía moverse. El hijo vino a los pocos minutos con su padre, es decir el esposo de la señora, un hombre canoso que le acariciaba el pelo mientras ella lloraba, no por el golpe, que había sido muy fuerte sino, según dijo, mientras me miraba a los ojos, porque se le había estropeado el arrollado que llevaba adentro de la bolsa.



jueves, 15 de agosto de 2019

La semana que vivimos en peligro



Enfrascados en la polarización kirchnerismo/macrismo, que a su vez cuenta con arquetipos reconocibles, antagónicos y desopilantes, ni siquiera los programas políticos, que se dedicaron a analizar a los votantes de una manera casi neurótica (“si alguien toma café con leche a la mañana en las encuestas dice que vota a Espert pero en el cuarto oscuro vota a Lavagna, con un cinco por ciento de posibilidades de que vote en blanco o haya muerto antes de los comicios”), tuvieron en cuenta qué iba a hacer ese veinte por ciento que en la primera vuelta del 2015 votó a Massa. Probablemente porque nadie en la Argentina conoce a un massista, aunque que los hay los hay. Y esta indefinición del sujeto massista tal vez se relaciona con la del propio Massa porque ¿quién es Sergio Massa?, ¿qué piensa?, ¿qué sueña?, ¿existe realmente? El tipo puede ser jefe de gabinete de Cristina en el 2009, su verdugo en el 2013, el candidato de la ancha avenida del medio en el 2015, el Smithers de Macri en Davos en el 2016 y el aliado de la gloriosa FF en el 2019. Massa es algo así como la cosa de Carpenter, ese organismo extraterrestre enterrado en la Antártida que asimila la estructura celular de sus víctimas y adopta su fisonomía.  O sea: tenerlo como aliado es tan atractivo como peligroso. Después de las PASO es obvio que un buen porcentaje de esos votantes massistas del 2015 eligieron a Alberto pero el sábado nadie sabía ni estaba muy interesado en averiguar qué lugar de la grieta decidirían ocupar.  

Por otro lado, hasta que no se vio ese cuarenta y siete por ciento estampado en los zócalos (nunca el porcentaje de una elección hizo tragar  tanta saliva en vivo y en directo), nadie podía afirmar que el peronismo estaba totalmente unificado. La Cámpora y Rodríguez Saá, Alberto y Cristina: había que verlo para creerlo. Una cosa es ponerse de acuerdo para jugar al papi y otra que vayan todos y lleguen en horario.

El gobierno hablaba de un cambio cultural por el cual una familia de clase baja o media baja estándar estaría más interesada en la salvación de la República (versión Elisa Carrió) que en desayunar, almorzar, merendar y cenar. Las legislativas del 2017, en su momento, parecieron ir en este curso estilo ciencia ficción. Ese voto-autoboicot, porque iba en contra de la propia supervivencia de quienes lo ejercían, también ayudó a la indeterminación.

Otro aspecto cultural indicaba que a doce años de kirchnerismo, por una sencilla cuestión de causa y efecto, corresponderían por lo menos dos mandatos de una fuerza contraria, fogueada no sólo por el macrismo sino por otras expresiones políticas, parecidas pero no del todo iguales, que irrumpieron en estos años e iban en contra de los valores identificados con el kirchnerismo: los libertarios, los anti aborto, los anti feminismo, los pro dictadura.  Muy bien, estos sectores de derecha, que en algunos casos parecían decir en voz alta lo que el macrismo prefirió callar, no llegaron al caudal de votos que se esperaba. Subestimarlos, más cuando encontraron en los adolescentes un receptor hasta hace poco insospechado (niños de quince años que, por poco, piden razzias de empleados públicos), sería un error.

También el resultado debería servirnos de lección a aquellos que miramos programas políticos con la idea de que hacemos zarpada semiosis. Tal vez de tanto mirarlos nos encariñamos con esos simpáticos gorilas de La Nación +. Porque ni quienes sentimos el ajuste en carne propia y además salimos a la calle y vemos los negocios cerrados, la gente durmiendo en las veredas, la multiplicación de vendedores ambulantes y pibes Glovo, podíamos afirmar que Alberto le ganaba a Macri por goleada. Todo iba en ese sentido, no tanto por Alberto sino más bien por el desastre económico de Cambiemos, pero nadie, a excepción del llamado núcleo duro del kirchnerismo (que en otras elecciones confundió la realidad con la expresión de deseo) podía afirmar que pasaría algo así. Evidentemente esas encuestas  truchas que hablaban de paridad lograron infiltrarse en nuestras mentes y colonizarnos lo poco de subjetividad propia que nos quedaba. “A la estructura material de un país dependiente corresponde una superestructura cultural destinada a impedir el conocimiento de esa dependencia” dice Jauretche en Los profetas del odio, refiriéndose a lo que comúnmente se conoce como “colonización pedagógica”, y generando en este mismo instante el momento más peronista (¿y/o forjista?) de mi existencia, que se esfuma al ser explicitado.

Las PASO fueron un golpe de nocaut para el gobierno, que ya estaba noqueado pero se sostenía en base a la autoayuda de los medios de comunicación afines. El problema del gobierno fue que no explicó desde el principio la pesada herencia, dijeron, cuando tal vez de lo único que habló el gobierno fue de la pesada herencia. El problema fue que hicieron gradualismo en vez de terapia de shock, dijeron, cuando el shock y el gradualismo en la vida real argentina sólo pueden ser distinguidos por un estudiante de Economía en un trabajo práctico. El problema es que comunican mal, dijeron, cuando no hay forma de comunicar bien que mentiste descaradamente a quienes te votaron. El problema es la influencia de Marcos Peña en Macri, dijeron, cuando Marcos Peña trabaja con Macri desde el 2005 (la nueva “teoría del cerco”). El problema es que el Mercado tiene miedo de que vuelva el kirchnerismo, dijeron, cuando todo lo que hizo el gobierno fue que quienes miraban la novela turca empezaran a extrañar las cadenas oficiales. La idea de que en realidad los votantes querían darle un susto a Macri pero se les fue la mano, que de sólo ser enunciada parece un chiste malo, es el nuevo respaldo en el que se apoya Cambiemos para ir por la hazaña épica que ya nadie les pide. En el medio los muchachos del Banco Central dejaron que el dólar haga su vida, Macri culpó al electorado por no darse cuenta de que él es un genio, se arrepintió porque estaba mal dormido y triste y después disparó una serie de medidas “populistas” que el día de mañana serán la mejor justificación para que el próximo gobierno hable de una bomba económica que estaba ahí cuando llegaron a Olivos. Su acercamiento con Alberto Fernández se asemeja al del jugador expulsado que, antes de irse, se quiere llevar a uno del equipo contrario.

Mientras tanto se instaló en las calles, en los colectivos, en las oficinas y en las fábricas, esa sensación tan adrenalínica e inoportuna de que otra vez “se fue todo a la mierda”, que el solo hecho de ser argentinos  nos convierte en presas de una historia cíclica escrita por un autor repetitivo pero inexplicablemente exitoso. La fiesta de tintes serratianos del domingo por la noche no duró casi nada: aquí y allá expertos en crisis, generalmente calvos y de traje gris, analizan las similitudes y diferencias con 1989 y 2001 en vivo y en directo.


miércoles, 31 de julio de 2019

Posible inverosímil



El año pasado Beatriz Sarlo dijo que la ignorancia de Macri era inverosímil. En el mismo sentido, poco tiempo atrás, Martín Kohan declaró que entre el presidente y el lenguaje había un cúmulo de dificultades incalculables. Sarlo y Kohan opinan desde un lugar de enunciación con el que muchos nos sentimos identificados (la universidad pública, los debates ideológicos y estéticos de la segunda mitad del siglo XX, el imaginario asociado a la literatura argentina), pero que al parecer no interpela al electorado macrista (varias veces Sarlo dijo que para el gobierno ella no existía). Por eso mismo se puede decir que ese cúmulo de dificultades incalculables con el lenguaje del presidente tal vez sea un factor de aproximación para quienes lo votan (la buena oratoria también puede ser vista como sinónimo de vendehumo, chamuyero, garca) y que el problema principal tal vez sea que eso que parece inverosímil, para muchos no lo es. Dar a entender que "el macrista", entendido como estereotipo del apolítico, no tiene las herramientas para distinguir la verosimilitud sería una subestimación peligrosa e improductiva. Tal vez lo que sucede es que curten otro concepto de verosimilitud.  

Una escena paradigmática vinculada a este punto sucedió hace dos años en Animales Sueltos cuando antes de las elecciones legislativas fueron invitados al programa Esteban Bullrich y María Eugenia Vidal, que por esa época se había puesto dos cosas: un poncho y la campaña al hombro, porque ya superaba en imagen positiva a Macri (Sperber y Wilson, ustedes son diabólicos) y su candidato no era conocido ni siquiera por haber escrito esa gema de la poesía argentina pos 90, titulada “Yo te amo mamá”, donde el sujeto lírico, ni más ni menos que un feto dotado de pensamiento, le habla a su receptor, ni más ni menos que su hipotética progenitora, y le aconseja que no lo aborte en los siguientes términos:

Te amo mami no me dejes,
es mi amor el que quiero que te llene.
Quiero beber de tu pecho la vida
y no entiendo quién te dice que no es mía.

Más allá de este verdadero desconcierto fetal, en el medio de la charla la gobernadora cuenta que esa mañana escribió una carta. Fantino dice: “Pará, pará, pará ¿vos me estás diciendo que escribiste una carta?”. A continuación Vidal le responde que sí, cual niña que le cuenta a su madrina que se sacó un diez en Educación Cívica: sí, ella sola, sin ayuda de nadie, le escribió una carta a todos los bonaerenses, pero, qué plato, no sabe dónde está porque es muy despistada. Le pide a alguien de su equipo que se la alcance porque supone que debe estar en su mochila pero después se da cuenta que la tiene en el bolsillo de su pantalón. La carta, escrita a mano, prolijamente doblada en cuatro partes, genera la curiosidad de Fantino, y Vidal se la da, advirtiendo que no tiene buena caligrafía. Después lee los primeros párrafos.  

No hace falta interpretar mucho para ver en esta secuencia una puesta en escena, propia de todo candidato en época de campaña, pero de una obviedad algo insultante. Vidal no es una política como las de antes: ella es tan espontánea que el día que va a lo de Fantino en la previa de las elecciones legislativas se le ocurre escribir una carta, y es tan sincera que no sabe dónde la dejó, entonces aclara que es despistada, y es tan simpática y querible que, oh casualidad, la carta estaba en un bolsillo de su propio pantalón, y es tan cercana a los burros como nosotros que tiene mala letra.

Este tipo de secuencias fueron permanentes en estos cuatro años, con mayor o menor grado de énfasis, pero siempre con ese mismo nivel de artificialidad. Sin dudas el departamento de marketing del macrismo, en caso de que el macrismo sea más que un departamento de marketing (probablemente el macrismo sea el desprendimiento de un departamento de marketing), captó el espíritu de los tiempos. Este tipo de representación forzada, inverosímil hasta hace unos años, no es un invento de Durán Barba. Hacen falta ver las reacciones de los youtubers, los momentos emotivos en los programas de la tarde, el realismo mágico de los titulares de los grandes diarios, cierto gusto por la demagogia y el chantaje emocional en las ficciones actuales, para entender que hubo una modificación severa con respecto a la forma en que asimilamos el mundo. Es como si el pacto de verosimilitud hubiese pasado de Aristóteles a Dario Argento. Ahora, para ser verosímil te tiene que fallar el verosímil. Es tan estúpido lo que acabo de escribir que voy a cambiar de párrafo y a buscar una aspirina.

El kirchnerismo o el cristinismo o el albertismo o cómo se llame eso que es lo único que tiene chances de ganar para que Macri no siga cuatro años más, por ahora se queda a mitad de camino. Por un lado coquetea con el estilo de Cambiemos, como diría Spinetta "le sangra dulcemente Durán Durán (Barba)". Ya en la campaña del 2017 Cristina se había vidalizado "un poquito" (un ejemplo es la puesta del acto en Racing). La carta sobre la salud de Florencia (musicalizada), Kicilof comprando naranjinas con cara de “¿para qué estudie tanto?” y el último spot de Alberto, donde mueve los brazos al estilo Macri, es decir, porque alguien le dijo que lo tenía que hacer pero hacerlo le parece indigno, van por ese camino, un camino de claudicación para el kirchnerismo, porque lateralmente indica que la anti política está ganando la batalla cultural y ese acting resulta, más o menos, como querer seducir a una mujer casada imitando a su marido. 

Por otro lado se insiste con la línea esencial del kirchnerismo, que es la del discurso político puro y duro. Sus principales candidatos son buenos oradores, didácticos, y tienen experiencia en el rubro, pero cada vez que lo hacen, juegan de visitantes y saben que están cazando gallinas en el gallinero, ya que al parecer, al votante de Macri y a los indecisos, los alarmantes indicadores sociales que deja este gobierno no le interesan demasiado, de otra forma no serían ni macristas ni indecisos. 

Marcos Peña, mientras tanto, intenta ganar votos segmentando distintos grupos sociales y enviándoles mensajes por whatsapp. Es decir, un gobierno que se asume como un producto que se vende y del otro lado una oposición a la que su electorado le pide que, justamente, no se venda. ¿Quién ganará? La respuesta está flotando en el viento, dijo un reconocido Nobel de Literatura con nombre de perro.  


miércoles, 12 de junio de 2019

El impostor inverosímil Miguel Ángel Pichetto



El año pasado Pichetto había logrado saltar la grieta. O caerse adentro. Lo odiaban todos, como a Iudica. Los oficialistas, porque no permitía el desafuero de Cristina, de hecho era el más insultado en las marchas anti corrupción. Los kirchneristas, porque desde su posición en el Senado acompañaba las medidas del gobierno (“traidor” era el calificativo más simpático que recibía). Y supongo que también lo odiaban los izquierdistas (por ser Pichetto) y los “liberales” (por ser peronista). Ahora lo siguen odiando todos, pero es el candidato a vice de Macri.

Creo que se equivocan quienes subestiman la importancia de Pichetto. Es cierto que no tiene votos (la anécdota dice que quedó tercero en Río Negro), que no es carismático, que probablemente gran parte de la población (esa que no pertenece ni al treinta por ciento macrista ni al treinta por ciento cristinista) no sepa bien quién es ni le interese. Ahora bien, con todo eso, está en el centro del poder de la Argentina desde hace casi veinte años. Por lo menos en el plano cínico de la realpolitik, glamourizada desde House of cards, eso es una virtud.

Se supone que Pichetto es fan de los oficialismos: estuvo con Menem, con Duhalde, con Néstor, con Cristina y ahora, en una versión superadora de su carácter, está con Macri. Pero todos esos gobiernos, además de ser argentinos, respondían a movimientos globales que los excedían: del neoliberalismo noventoso a la Patria Grande del siglo XXI. En todo caso, además de adaptarse al oficialismo, Pichetto tiene una debilidad por el rumbo que marca la geopolítica. Pichetto es como esas personas que ni bien sale una serie que todos miran, una banda que todos escuchan o un libro que todos están leyendo, ve la serie, escucha a la banda y lee el libro. Hace los deberes. Puede defenderte la 125, el aborto legal, seguro y gratuito, y el anti populismo sin solución de continuidad y, dada su extensa gimnasia parlamentaria y su calidad oratoria, resultar convincente. A sus monólogos suele adosarle una pátina de contextualización histórica que en el resto de sus colegas suele brillar por su ausencia. Al mismo tiempo, en caso de que gane su fórmula, es esperable que Macri tenga dudas hasta para ir al baño. Su imagen paradigmática lo encuentra indicándoles a Boudou y a Michetti, cual Maestro Ciruela, cómo debía actuar el presidente de un Senado. Él conocía las reglas, ellos no.

El shock de la elección de los candidatos sorpresivos parece más una jugada mediática para que se entretenga el círculo rojo durante un par de días, con sus insufribles devaneos ontológicos sobre qué es el peronismo, que una decisión que determine el voto del “ciudadano de a pie”. Ni Alberto ni Pichetto van a decidir el voto. El electorado indeciso votará finalmente por Cristina o por Macri por una cuestión epidérmica, porque detestan a la “Kretina” o no se bancan más al “boludo ese que está de presidente”. “Voto a X porque el Mercado lo acompaña” nunca nadie dijo. Que para intentar ganar las elecciones el gobierno deba congelar los precios y las tarifas, otorgar subsidios a la compra de autos, arremeter con el Ahora 12 y como frutilla del postre tener como vice a uno de los estandartes discursivos más importantes del kirchnerismo, es una paradoja que ya no vale la pena subrayar, tal es el tamaño del nonsense.  

Que Cambiemos, cuyo núcleo duro del electorado es gorila en serio (con tintes racistas y clasistas que actualizan en la figura del “choriplanero” al “cabecita negra”), deba ubicar de vice a Pichetto es productivo para bajar de un hondazo la teórica superioridad moral que siempre quiso tener el espacio. De pronto los éticos, los decentes, son pragmáticos, enchastran sus zapatos en “el fango” (ver al lingüista argentino Diego Armando Maradona refiriéndose a las diferencias semánticas entre este término y “barro”). Son obligados a tragarse el sapo en un sanguche de mortadela rancia. Otros protestan pero dicen que los votan igual en nombre de la democracia. Como no tienen un solo indicador social a favor, ningún logro para mostrar (a excepción de que Argentina ahora “es parte del mundo”, eufemismo con el que explican que el país perdió su soberanía en manos del FMI y Estados Unidos), se elevan al mesianismo republicano, esa admirable cruzada civil y espiritual que no admite la menor replica y no genera la menor convicción.

Mientras tanto los medios anti kirchneristas, que se perciben como imparciales, hasta ayer pasaban los virales de Alberto contra Cristina escandalizados, y hoy, ante el mismo archivo entre Macri y Pichetto, dicen que bueno, los políticos son así, qué le vamos a hacer. De todos modos se advierte una risita nerviosa, que indica que todo se fue a la mierda. Dicho esto, desde una perspectiva objetiva y fáctica, la digestión del sapo Pichetto es, además de una claudicación, un signo de  esa madurez verticalista que todo oficialismo debe tener para ganar elecciones y que a Cambiemos tanto le repugnaba.  

Con Massa ya unido a la ¿gloriosa? F/F, no se sabe si como candidato a presidente en una interna o en forma de fichas, el peronismo racional (¿desde cuándo gente que asume como gobierno y baila Gilda en el balcón de la Casa Rosada decide quién es racional y quién no?) se dividirá en la por demás deserotizante fórmula Lavagna/Urtubey o el que supongan el mal menor (ya sea Macri o Cristina). Espert y Gómez Centurión le quitarán votos a Macri pero es probable que en una segunda vuelta, voten por él. (La existencia de estos espacios embellece a Macri, hace creer que hay posibilidades de que accedan al poder opciones más trágicas). Son puntitos, pero que pueden definir una elección. Habrá que ver qué  hacen los que votan en blanco y los de la izquierda. Insultarlos vía redes sociales, hasta ahora, no resultó muy beneficioso.   



domingo, 9 de junio de 2019

Media hora de escritura automática sobre las elecciones


(No sé de quién será esta foto pero quiero decirle a quien la sacó que es genial)

La primera elección que recuerdo es la de 1995, tenía diez años. Poco antes había muerto Carlitos, el hijo de Menem. Mi maestra de quinto grado entró al aula diciendo que todos estábamos muy tristes. ¿En todos los países las muertes accidentales y los suicidios serán vistos como asesinatos encubiertos? Habría que vivir en otro país para saberlo.

Me acuerdo de la cara de Bordón. También de Massaccesi, el candidato radical que sacó un dígito, lo que en ese momento era shockeante. Hoy si googleás Massaccesi primero aparece el periodista, Mario. Dice que nunca se enamoró, que no sabe qué es el amor. 

Para mí la política en los profundos noventa es la cabina de las garrafas que había en el patio de mi casa. Y los ladridos de mi perra Gaucha en la noche invernal. Y Xuxa y Jazzy Mel y The Sacados.

De las elecciones legislativas del 97 no tengo recuerdos, probablemente ni supiera para qué servían. Vagas imágenes de Fernández Meijide. En el 99 había cierta algarabía por la victoria de De la Rúa y Chacho Álvarez, la sensación de que no habría más corrupción, que se terminaba una época fellinesca. Posta. A veces me parece que muchos anti menemistas lo eran por cuestiones estéticas. 

De la Rúa golpeó la mesa en el programa de Mariano Grondona para demostrar que era un presidente fuerte. El otro día Macri golpeó el pavimento de una calle para demostrar que lo suyo era real y lo otro es relato. Supongo que la gente que golpea cosas para dar a entender que es fuerte o real no es fuerte ni real. 

Leía la columna política, un poco chimentera, de Roberto Di Sandro en Crónica. Creo que guardé el diario del 21 de diciembre del 2001. Debe estar en el ropero de mi pieza en la casa de mis viejos. Había tipos en cuero, con la cara tapada con remeras, tirando molotovs contra los aparatos ideológicos del estado.

En el 2003 debería haber votado por primera vez pero se equivocaron en el segundo nombre de mi dni y tardaron un año en devolvérmelo. En los padrones sigo con el nombre equivocado: Francisco, como su Santidad. Iba a bailar con la fotocopia de una constancia en un bolsillo y cinco pesos para pagar la entrada y comprar un Séptimo Regimiento. Igual yo no bailaba.

¿En el 2005 habré votado a Cristina? Me parece que no, sino lo recordaría. Debo haber votado a lo que denominaba "la izquierda". Los fans de Chiche Duhalde le tiraron huevazos a Cristina. 

En el 2007 voté a Pino Solanas. Yo era un gorila de izquierda sin militancia y votaba a Pino Solanas, que entrevistaba a Perón en Puerta de Hierro. 

En el 2009 ayudé a que ganaran De Narvaez y Felipe Solá (en alianza con Macri): voté a Sabbatella. El boludo sueño de un kirchnerismo sin Kirchner. Me quedé esperando frente a la tele a que Néstor saliera a reconocer la derrota. Decían que en el bunker se cagó a piñas con Massa, que por eso salió tarde. Las mitologías anti peronistas dan cuenta de su morbo, con cierta tendencia voyeur, tal vez matizada con accesos onanistas: el peronismo se explicaría a través de sus secretos. Ahora te pasan las conversaciones telefónicas de Cristina en Prime Time, como quien no quiere la cosa. Ya en ese momento las encuestas hacían campaña por el otro candidato pero votaban por usted: daban ganador a Kirchner para que los indecisos no K pero tampoco tan anti K, terminaran votando por la opción Anti K. 

En el 2011 voté a Binner. Lo que en mi historia íntima denomino "el voto pecho frío". Lo defendía en sobremesas, pero en lo más íntimo de mi ser el kirchnerismo me había hartado. Y el segundo mandato de Cristina, hoy rechazado por ella misma (¿de qué otra manera se puede entender que haya puesto a su principal crítico como candidato a presidente?), me encontró bastante saturado de esa construcción del mito en tiempo real. La voz de Cris me seguía y no cesaba. Y lo más extraño y contradictorio es que en el 2013 voté a Insaurralde, es decir, voté por primera vez al kirchnerismo y por uno de los candidatos menos atractivos que recuerde. Supongo que a partir de ese momento empecé a entender que votar era complejo en serio, que la búsqueda de identificación total es un quimera y que los del otro lado siempre te van a ver como una lacra. Pero no pasa naranja: a veces hasta hablamos de fútbol y del clima. La verdad es que la guerrita civil virtual se volvió algo improductiva.   

En el 2015 vino el voto con angustia por Scioli, un sapo difícil de tragar pero en frente estaba Macri. O sea: mejor tragarse un sapo. En el 2017 voté por Cristina y fui presidente de mesa. Fue como poner una silla de wing izquierdo. No tenía nada que ver con les muchaches. Hasta ahí yo creía que mi formación política consistía en escuchar a Spinetta, ver películas de Cronenberg y leer a Bolaño. Ser un boludo es como ser una cebolla: uno nunca termina de sacarse las capas. Ahora me resigno al presente, añoro un pasado que no existió y no tengo esperanzas en el futuro. A las personas como yo, nos deberían prohibir el voto.

La referencia a Alberto Fernández hace pensar en un kirchnerismo que venía a joder pero no lo bastante como para tener a Clarín en contra. Reformismo sin veleidades revolucionarias, que no te promete que te va a cambiar la vida, pero de repente te la cambia. Alberto se va en julio del 2008, desgastado después del conflicto con el campo. Era el vocero amable del kirchnerismo componedor pre grieta. En Telenoche despidieron al guerrero adversario con un informe emotivo. Su ida es el fin de una era.

Se sintió la ausencia de Alberto en quienes salimos de tercer año del Polimodal con ese kirchnerismo nestorista. De buena oratoria, con una amabilidad gauchesca y culta, la gestualidad de Alberto obedece al canon que compartieron Rafael Bielsa, Ginés García, Daniel Filmus. Pienso en esa época y se me viene a la cabeza una era cultural. ¿Es posible traerla de vuelta, cuando ya en su última aparición se respaldaba en los setenta?

Desde el gobierno se lee el gesto como debilidad. ¿Qué van a decir? Al mismo tiempo aseguran que el poder lo va a seguir teniendo Cris. No se ponen de acuerdo. Festejar antes de tiempo nunca ayudó a ganar superclásicos. Cambiemos pierde en todos lados pero extrapolar las elecciones provinciales al plano nacional sería un error grave. Lo cierto es que Cristina elige un símbolo del primer kirchnerismo para encabezar lo que se intuye como un hipotético gobierno de transición. Alberto es la consecuencia de la imposibilidad de generar un heredero que acapare votos propios. Por detrás asoma la iniciativa de un pacto anti grieta bajo el paraguas conceptual del "contrato social de ciudadanía responsable". Se especula tanto con un acercamiento a Clarín (Alberto paseó a su perro con Malnatti) como con una Reforma Constitucional que acabaría con el orden republicano para siempre, suponiendo que existe algún orden republicano. Conclusión: podemos mandar frutas predictivas casi sin riesgos porque en realidad nadie sabe qué carajo va a pasar.