martes, 18 de agosto de 2020

17A



A esta altura habría que aceptar que la idea de que el kirchnerismo es un movimiento con espíritu arrollador, que no respeta a nada ni nadie en pos de sus objetivos políticos, es más una expresión de deseo de su electorado, para sostener la épica, y una demonización del antikirchnerismo, para sostener la indignación epidérmica, que una “realidad”.

Corrección: el kirchnerismo es una de las partes del Frente de Todos. 

A nueve meses de ser elegido en elecciones libres y democráticas Alberto Fernández es un presidente dubitativo, condicionado tanto por la oposición (que se mueve al ritmo de los medios) como por sus bases electorales (que desconfían de sus idas y vueltas). La idea de Cristina, ubicarlo como presidente para generar un consenso en el porcentaje de la población que no era kirchnerista pero ya estaba harta de Macri, se intuyó como una jugada electoral extraordinaria pero encuentra sus limitaciones cuando es gobierno. Alberto parece declarar para que no se enoje ese sector volátil del electorado que dejó de mirar las conferencias de prensa en abril. Al enojo obvio antikirchnerista, agrega entonces el enojo impaciente porque “no lo votaron para esto”: el viejo dilema del que quiere agradar a todos. Con una oposición de este tipo (que extorsiona con cartas al presidente pidiéndole que "tenga a bien retirar" un proyecto que todavía no se trató)  daría la impresión de que la única manera de ser gobierno es “yendo por todo”. Como lo hizo Macri, por otro lado, aunque sus funcionarios y quienes los votaron se autoperciban delicados individuos susceptibles a cualquier desliz institucional.

Desde un imaginario punto de vista neutral se podría decir que la profunda polarización de las dos facciones que se disputan la hegemonía política, social, cultural y económica del país genera que los gobiernos que asumen la presidencia, de uno u otro bando, se vean impedidos de llevar a cabo sus proyectos hasta convertirse en GIFS: siempre vuelven al principio. Macri pedía perdón (no se había dado cuenta, por ejemplo, de que le iba a condonar una deuda a su papá), Alberto se sorprende (no se había dado cuenta de que la sociedad no iba a festejar la expropiación de Vicentín).

La insufrible judicialización de la política ya casi atraviesa su periodo patológico: a una denuncia de un lado, se contesta con una idéntica del otro. La guerra discursiva en las redes sociales, donde los ejércitos imaginarios se disputan una porción de la subjetividad ajena, es una batalla cultural perdida para el gobierno, porque la mayoría de los medios, con excepción de C5N -demasiado didáctico para convencer a quien no forme parte de la tropa-, replican aquellos temas que son acordes a su línea editorial. La comunicación entre los dos espacios agrietados se reduce a la agresividad, a veces atemperada por la solución humorística del meme o la chicana digital. El otro es deshumanizado: ya sea por ser un individuo colonizado por los medios masivos de comunicación, o un militante que vive de subsidios. Esa clase de estereotipos unidimensionales borra caulquier atisbo de matices. 

Si los doce años de kirchnerismo dejaron a un sector de la sociedad "empoderada", el gobierno de Macri también ideologizó a un sector de la sociedad que históricamente se asumía “apolítico”. Lo que se ve en las fechas patrias desde el 20 de junio es, qué duda cabe, una derecha empoderada y entusiasmada, como un niño, con el juguete nuevo de la movilización popular en automóviles de alta gama (tal vez el germen de estas manifestaciones se encuentre en la época del conflicto gobierno/sector agrícola y en el 8N del 2012). 

La situación de pandemia es paradójica en este punto. Una de las formas de sostener a este gobierno consiste en la elección micropolítica de respetar el aislamiento, lo que se traduce en el ámbito público en una desmovilización forzada. De esa forma, el campo popular dejó que las calles sean ganadas por quienes, más allá de estar o no de acuerdo con la cuarentena (porque creer que todos los que votaron a Macri no usan barbijo, toman dióxido de cloro y no creen en el coronavirus es por lo menos sesgado), están por sobre todo en desacuerdo con cualquier decisión del gobierno e, impulsados por un presunto embate anti-democrático, emergen con banderas, consignas y estandartes a defender su “libertad” (término cuya apropiación semántica por parte de la de derecha es una derrota cultural grave y que debería ser reemplazado por "status quo"). 

Las estrategias anti-K para defenestrar al gobierno por momentos rozan la locura. Por ejemplo cada vez que Cristina cierra el micrófono a un senador, práctica en la que han incurrido todos los presidentes de las Cámaras de Senado y Diputados, no por autoritarismo sino por regulaciones protocolares, nos encontramos ante una dura afrenta sobre la democracia y la República. Otra modalidad es quejarse, amargamente, y en prime time, de la suspensión de clases o la imposibilidad de reunirse con amigos a tomarse una cerveza, soslayando que el país atraviesa una pandemia y sin ninguna propuesta superadora, dando a entender que el aislamiento debería terminar, simplemente, porque debe terminar y la gente ya no aguanta más. El alegato desesperado y agónico del ciudadano que paga sus impuestos y sufre el encierro despótico podrá haber sido cierto en los primeros tramos de la cuarentena, pero cualquiera sabe que ya no existe: en los medios, sin embargo, se habla como si todavía fuese así aunque , al mismo tiempo, ya en un nivel alarmante de disociación psíquica, se ataca al gobierno porque las calles están repletas de gente. Los mismos sectores que presionaban para que se cierre todo a principios de marzo, por otro lado, ahora se preguntan si el inicio de la cuarentena no fue algo apresurada y si en realidad sirvió de algo. Si el gobierno acuerda con la Universidad de Oxford para fabricar una vacuna, se lo cuestiona, con sorna, por no haber acordado con Rusia, demostrando que los más temerosos de un devenir “comunista” son, justamente, los que quieren que este gobierno lo sea para poder… ¿darse la razón a sí mismos?

Al mismo tiempo, a no ser por la existencia de Leandro Santoro (de origen radical) el gobierno sigue sin encontrar figuras con desenvoltura mediática que respalden sus medidas, más allá de las 73 entrevistas mensuales de Alberto Fernández, lo que no exime a la oposición de afirmar que el “silencio” del presidente es angustiante y una amenaza para la democracia. Hasta hace unas semanas incluso se hablaba de la vuelta de Aníbal Fernández a un lugar de preponderancia.

Esta ausencia casi total de cuadros es, tal vez, lo que llevó a que Sergio Berni, desde su puesto de Ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires, se convierta en uno de los portavoces del gobierno, algo problemático e incómodo, porque más que respaldar al gobierno, Berni suele repasar anécdotas de cuando era cirujano, contar que están por ascenderlo a coronel o general, y que no está de acuerdo con Sabina Frederic. Mientras tanto, por su cargo, pero también por consecuencia de su discurso militarizado, de “mano dura”, casi en sintonía con el de “Patri o Muerte” (Fabián Casas dixit) es el responsable directo de la desaparición de Facundo Astudillo, de 22 años, del que no se sabe nada desde que fue detenido en un retén policial el 30 de abril pasado. La existencia de Berni representa, en sí misma, la ambigüedad de un espacio político diverso que se juntó y ganó pero todavía no encontró la forma de capitalizar ese triunfo en la praxis política.