jueves, 18 de junio de 2020

Autopsia



En los meses previos a la cuarentena, el Frente de Todos había tanteado la atmósfera económica y social con ciertos titubeos. Es el clásico problema de las coaliciones que, más que por un proyecto político unívoco, se juntan para ganar una elección. Los melones todavía debían acomodarse en el carro: X, decía una cosa, Y afirmaba otra y al final no se terminaba de entender nada. Ya se advertía, por ejemplo, cierta carencia en el plano comunicacional. Si, por la evidente (¿y hábil?) ineptitud de Macri, acentuada luego de perder las PASO, el 10 de diciembre Alberto Fernández asumió desgastado, el hecho de que el discurso del gobierno se centrara mayormente en sus numerosas apariciones públicas, como si fuera su propio Jefe de Gabinete, no hizo más que profundizar esa impresión. 

El inicio de la cuarentena encontró a Fernández en una situación límite que supo resolver con un aplomo que cautivó a propios y extraños, como si cada eslabón de su trayectoria, que lleva más de 30 años y pasó por varios clubes de la liga peronista, hubiese existido sólo para que en marzo del 2020 se hiciera cargo del Estado en el contexto de una pandemia. Ni Macri, incapaz de hilvanar una frase con sujeto y predicado, ni Cristina, con sus estridencias de rockstar, hubiesen podido generar el consenso que en redes sociales y almacenes provocó una catarata de comentarios que comenzaban diciendo “Yo no lo voté, pero…” o se entregaban, dóciles, a un paternalismo que días atrás hubiese provocado escozor: "Alberto me cuida".  

En aquellos primeros viernes de conferencia, tan cercanos y al mismo tiempo remotos por la pérdida de la linealidad temporal que produjo el confinamiento, donde la gravedad de la ocasión proyectó el espejismo de una salida de emergencia de la grieta mediática, se notó un Fernández consubstanciado con el momento histórico e incluso haciendo alarde de aquellas peculiaridades de las que sus adversarios políticos, tendientes a exigir un arsenal de virtudes de las que no carecen sólo en fantasías, se aprovechaban para tomarle el pelo: el estilo algo bonachón; su rol como profesor universitario, al parecer, tan distante al de un “estadista”; sus marcadas ojeras de oficinista añoso.  Fernández hizo de los aparentes defectos su virtud, y escaló en niveles de popularidad en el mundo siempre veleta de las encuestas.    

La oposición, del que el periodismo anti kirchnerista, siempre firme junto al anti-pueblo, es actor principal, primero se mostró algo dubitativa. Un par de semanas más tarde, incómoda ante el albertismo, que prendió en sectores que habitualmente se declaran apolíticos pero al toque desempolvaron las cacerolas y tuitearon "Albertítere" o "Alverso", arremetió con el oportunismo tradicional. No ayudó cierto triunfalismo oficialista que  aseguraba que en el mundo se hablaba del “ejemplo argentino”. El extraordinario método opositor para obturar el gobierno consistió en analizar la actualidad del país soslayando la existencia de la pandemia, reduciéndola a una "gripe fuerte" o negando la incertidumbre unviersal. El hecho de que los países cuyo Estado no bajaron una línea ligada a la antipática idea de la cuarentena obligatoria, además de tener entre 40000 y 100000 muertos, tampoco transcurran sus horas más felices en lo económico, no parece relevante. La sana costumbre de no contextualizar llevó a que debates como el de los testeos, los presos o las aplicaciones en los celulares se trataran como si fueran made in Peronia, es decir, un invento más de la Barbarie para sojuzgar las valientes equirlas de la Civilización, agonizante, una vez más, ante la imagen aterradora de Cristina que, junto a La Cámpora, danzaría alrededor de un círculo de magia negra populista durante las medianoches.     

Da toda la sensación de que si en una ciudad o un país de pronto hay 500 u 800 o 1200 muertos diarios por un virus de contagio exponencial, un sistema sanitario desbordado y fosas comunes, los restaurantes, por miedo o instinto de supervivencia de dueños y/o clientes, van a estar cerrados o vacíos por un tiempo. Esto no invalida el drama de los comerciantes, ni de sus empleados, ni la ambigüedad henryjamesoniana del gobierno para que subsistan, ni la posibilidad de que, tarde o temprano, se desencadene el colapso temido, pero indica que si la ecuación pandemia + cuarentena daña la economía y produce conflictos psicológicos, pandemia - cuarentena no sólo daña la economía sino que produce una masacre sin custodia. Conforme aumentan los contagiados, algunos preguntan de qué sirvió la cuarentena, lo que indica que nunca entendieron para qué se implementó. También están los que se preguntan por qué en España se pueden comer unas tapas en la vereda de un bar y acá no, lo que indica que no vieron las noticias en los últimos cuatro meses.   

Convertida la vida en la estadística de un graph, habría que preguntarse cuál sería el grado de gobernabilidad, cualquiera fuese la procedencia partidaria del presidente, con las cifras de muertos que se ven en otros países. Los ex funcionarios y periodistas afines pasaron la cuarentena juntos en distintos estudios de televisión y deunciaron aspectos preocupantes como el abuso de poder, la represión policial, la situación de los jubilados, el aumento de pobres y la vulnerabilidad de los habitantes de las villas. No explicaron cómo, todos esos temas, agravados por las políticas del gobierno de Macri, podían ser solucionados por un gobierno en seis meses y en medio de una pandemia. Conceptos como “hay que dejarlo gobernar” o “la pesada herencia” de pronto cayeron en desuso.

Se postulan ucronías donde las mismas medidas de Fernández en caso de haber sido tomadas por Macri hubiesen desatado indignación nacional y popular. No se aclara (tal vez no se sepa por esa entrañable psicopatía de enfatizar la edad del peronismo pero no la del antiperonismo) que el lugar de enunciación de un gobierno es distinto al de otro. Se descarta, eso sí, la ucronía apocalíptica del manejo del covid-19 con Macri en el poder, como si su adhesión al eje Trump/Bolsonaro no hubiese existido. A decir verdad, si Macri hubiese sido releecto, su hipotético manejo de la pandemia, cualquiera sea, también habría contado con una resistencia obvia. Nadie puede obedecer el martirio de las indicaciones del enemigo sin hacer memes.   

La expropiación de Vicentín activó el pánico ante un presunto devenir argenzolano y comprobó los devaneos existenciales de un gobierno que, según la reserva moral del país “va por todo”, pero al otro día se junta a negociar con Nardelli. Tampoco se acompañó la medida con un respaldo explícito de sus cuadros principales, exponiendo aún más al presidente, condenado a cobrar el córner, patearlo y saltar para ver si la emboca de cabeza. El negocio de familia, que en el caso de Lázaro Báez indicaba la obvia consolidación de una organización mafiosa, en el de Vicentín, en cambio, según la semiótica de los medios, parece rememorar domingos de ravioles en familia, abuelos trabajadores, patriotismo, apacibles pueblitos del interior e incorruptibilidad a prueba de deudas con el Banco Nación y aportes para la campaña de Juntos por el Cambio.

Uno de los problemas, entonces, es que se juzga al gobierno de Alberto Fernández, no como si hubiese empezado el 10 de diciembre de 2019, sino el 25 de mayo de 2003, o de 1973. Del mismo modo, del otro lado del espejo, se entendía a Macri como la velada continuación de otros gobiernos de corte liberal.