Son las
siete y media pero el cielo ya está oscuro. En toda la cuarentena nunca había
caminado de noche. Cuando llego a Independencia y Moreno pienso en tomarme un
taxi en la parada, pero no hay ningún auto.
En la
plazoleta de la Diagonal Pueyrredón, "la avenida de los tilos", se juntan los pibes de los
deliverys. Fuman, con los barbijos en el cuello, abrigados con camperas infladas, y miran las pantallas de sus celulares esperando nuevos pedidos.
La ausencia
de transeúntes resalta a los que viven en la calle. Algunos hablan solos, otros
ya se acomodaron y me observan desde sus colchones. Pienso en
un tipo que debe tener mi edad. Me lo crucé muchas veces en los últimos años. Se
trata de un beduino, o por lo menos así se viste: turbante, una sábana entrelazada en el cuerpo. Recorre, desde hace años,
las calles de la ciudad. Lo deben haber visto todos los marplatenses. Su mirada es muy tranquila, casi zen, como si estuviera viajando en el tiempo mientras la gente saca plata del cajero, y por eso mismo aterroriza. ¿Dónde
estará ese tipo?
En las
veredas hay bolsas de basura apiladas en las esquinas y hojas de otoño húmedas. En algunos casos forman un
colchón en el que se mezclan todo tipo de desperdicios. Las hojas de otoño ya
no son poesía, son basura.
En un café
al lado de la galería Essenza dos pibes, divertidos, juegan al ping pong. Ya
cerraron pero supongo que todos los días, o por lo menos los viernes, se
deben quedar un rato más compartiendo ese partido, algo así como un ritual
pandémico. En un hotelito, dos adultos mayores también juegan, en este caso al ajedrez.
Un tercero los mira, expectante. A mí me enseñó a jugar al ajedrez un tío, en
Villa Gessel, a mediados de los noventa.
Hay un promedio de tres personas cada dos cuadras. Están los que aprovechan para dar el último paseo al perro y algunas parejas, de la mano. Paso por el café Los Olivos, en Moreno
y San Luis. La luz de la cocina ilumina las sillas dadas vuelta, arriba de las mesas. A
la vuelta, en realidad en Bolívar y Santa Fe, está el Hotel Estocolmo, donde
trabajé en el verano del 2006. Fue la
única vez en mi vida que usé camisa, pantalón de vestir y zapatos. Uno de los
conserjes, me aconsejó: “Si le vas a meter los cuernos a tu novia, no le
cuentes a nadie, ni a tu mejor amigo”. Yo ni siquiera le había preguntado.
Según él, ya con que lo supiera uno, estabas condenado a que se enteraran
todos.
***
En la ida,
creo que por la calle Gascón, una señora había caído al piso. Estaba sentada y le sangraba la nariz. Auxiliaban dos chicas que me informaron que había
caído de frente. Ellas no estaban juntas, sino que se habían encontrado con la
señora en el piso mientras caminaban en dirección contraria. Me sumé un rato, con
la certidumbre de que no sabría cómo ayudar. Salió un tipo de su casa y
preguntó que pasaba. Estaba despeinado, como si hubiera aprovechado la cuarentena para dormir una siesta eterna. Pregunté si querían que llamara una ambulancia pero nadie me entendió y
lentamente me fui alejando, sin mirar atrás.
Yo, igual,
ya había auxiliado a una señora que se cayó al piso. Fue el 31 de diciembre del
año pasado y juro que ver a esa señora caerse me pareció un mal augurio. Había
salido rumbo a la casa de mis padres a eso de las nueve de la noche porque me
gustaba caminar por la ciudad desierta. Tuve que detenerme abajo del techo de un edificio porque
lloviznaba. El piso estaba mojado y llegando a Mitre, por Colón, pude ver a
unos veinte metros, el momento exacto en que una señora con tacos altos, arreglada para recibir el
2020 y con una bolsa que llevaba a modo de bandeja, pisaba con el tobillo y se
derrumbaba, no sin antes elevar su brazo en el aire, ¿y adónde mierda lo iba a
elevar?, para intentar salvar la bandeja de la bolsa de nylon blanco. La bolsa para mí era de un negocio de ropa de esos que quedan por Luro cerca de la costa, las bolsas de estos negocios siempre son blancas y las señoras marplatenses las coleccionan en el
ropero para guardar comidas frías de fin
de año. Fui el primero en acercarme. Después se sumó una pareja. La señora me
dio el celular para que llamara a su hijo, que vivía a la vuelta. Le expliqué
lo que había pasado. La pareja, de manera un poco irresponsable, quiso levantar
a la señora, que emitió un grito agudo: no podía moverse. El hijo vino a los
pocos minutos con su padre, es decir el esposo de la señora, un hombre canoso
que le acariciaba el pelo mientras ella lloraba, no por el golpe, que había
sido muy fuerte sino, según dijo, mientras me miraba a los ojos, porque se le
había estropeado el arrollado que llevaba adentro de la bolsa.