domingo, 24 de mayo de 2020

Viernes 22 de mayo de 2020, Mar del Plata





Son las siete y media pero el cielo ya está oscuro. En toda la cuarentena nunca había caminado de noche. Cuando llego a Independencia y Moreno pienso en tomarme un taxi en la parada, pero no hay ningún auto.

En la plazoleta de la Diagonal Pueyrredón, "la avenida de los tilos", se juntan los pibes de los deliverys. Fuman, con los barbijos en el cuello, abrigados con camperas infladas, y miran las pantallas de sus celulares esperando nuevos pedidos. 

La ausencia de transeúntes resalta a los que viven en la calle. Algunos hablan solos, otros ya se acomodaron y me observan desde sus colchones. Pienso en un tipo que debe tener mi edad. Me lo crucé muchas veces en los últimos años. Se trata de un beduino, o por lo menos así se viste: turbante, una sábana entrelazada en el cuerpo. Recorre, desde hace años, las calles de la ciudad. Lo deben haber visto todos los marplatenses. Su mirada es muy tranquila, casi zen, como si estuviera viajando en el tiempo mientras la gente saca plata del cajero, y por eso mismo aterroriza. ¿Dónde estará ese tipo?   

En las veredas hay bolsas de basura apiladas en las esquinas y hojas de otoño húmedas. En algunos casos forman un colchón en el que se mezclan todo tipo de desperdicios. Las hojas de otoño ya no son poesía, son basura.

En un café al lado de la galería Essenza dos pibes, divertidos, juegan al ping pong. Ya cerraron pero supongo que todos los días, o por lo menos los viernes, se deben quedar un rato más compartiendo ese partido, algo así como un ritual pandémico. En un hotelito, dos adultos mayores también juegan, en este caso al ajedrez. Un tercero los mira, expectante. A mí me enseñó a jugar al ajedrez un tío, en Villa Gessel, a mediados de los noventa.

Hay un promedio de tres personas cada dos cuadras. Están los que aprovechan para dar el último paseo al perro y algunas parejas, de la mano. Paso por el café Los Olivos, en Moreno y San Luis. La luz de la cocina ilumina las sillas dadas vuelta, arriba de las mesas. A la vuelta, en realidad en Bolívar y Santa Fe, está el Hotel Estocolmo, donde trabajé en el verano del 2006.  Fue la única vez en mi vida que usé camisa, pantalón de vestir y zapatos. Uno de los conserjes, me aconsejó: “Si le vas a meter los cuernos a tu novia, no le cuentes a nadie, ni a tu mejor amigo”. Yo ni siquiera le había preguntado. Según él, ya con que lo supiera uno, estabas condenado a que se enteraran todos.

***

En la ida, creo que por la calle Gascón, una señora había caído al piso. Estaba sentada y le sangraba la nariz. Auxiliaban dos chicas que me informaron que había caído de frente. Ellas no estaban juntas, sino que se habían encontrado con la señora en el piso mientras caminaban en dirección contraria. Me sumé un rato, con la certidumbre de que no sabría cómo ayudar. Salió un tipo de su casa y preguntó que pasaba. Estaba despeinado, como si hubiera aprovechado la cuarentena para dormir una siesta eterna. Pregunté si querían que llamara una ambulancia pero nadie me entendió y lentamente me fui alejando, sin mirar atrás.  

Yo, igual, ya había auxiliado a una señora que se cayó al piso. Fue el 31 de diciembre del año pasado y juro que ver a esa señora caerse me pareció un mal augurio. Había salido rumbo a la casa de mis padres a eso de las nueve de la noche porque me gustaba caminar por la ciudad desierta. Tuve que detenerme abajo del techo de un edificio porque lloviznaba. El piso estaba mojado y llegando a Mitre, por Colón, pude ver a unos veinte metros, el momento exacto en que una señora con tacos altos, arreglada para recibir el 2020 y con una bolsa que llevaba a modo de bandeja, pisaba con el tobillo y se derrumbaba, no sin antes elevar su brazo en el aire, ¿y adónde mierda lo iba a elevar?, para intentar salvar la bandeja de la bolsa de nylon blanco. La bolsa para mí era de un negocio de ropa de esos que quedan por Luro cerca de la costa, las bolsas de estos negocios siempre son blancas y las señoras marplatenses las coleccionan en el ropero para  guardar comidas frías de fin de año. Fui el primero en acercarme. Después se sumó una pareja. La señora me dio el celular para que llamara a su hijo, que vivía a la vuelta. Le expliqué lo que había pasado. La pareja, de manera un poco irresponsable, quiso levantar a la señora, que emitió un grito agudo: no podía moverse. El hijo vino a los pocos minutos con su padre, es decir el esposo de la señora, un hombre canoso que le acariciaba el pelo mientras ella lloraba, no por el golpe, que había sido muy fuerte sino, según dijo, mientras me miraba a los ojos, porque se le había estropeado el arrollado que llevaba adentro de la bolsa.