Enfrascados
en la polarización kirchnerismo/macrismo, que a su vez cuenta con arquetipos
reconocibles, antagónicos y desopilantes, ni siquiera los programas políticos,
que se dedicaron a analizar a los votantes de una manera casi neurótica (“si
alguien toma café con leche a la mañana en las encuestas dice que vota a Espert
pero en el cuarto oscuro vota a Lavagna, con un cinco por ciento de
posibilidades de que vote en blanco o haya muerto antes de los comicios”),
tuvieron en cuenta qué iba a hacer ese veinte por ciento que en la primera
vuelta del 2015 votó a Massa. Probablemente porque nadie en la Argentina conoce
a un massista, aunque que los hay los hay. Y esta indefinición del sujeto
massista tal vez se relaciona con la del propio Massa porque ¿quién es Sergio
Massa?, ¿qué piensa?, ¿qué sueña?, ¿existe realmente? El tipo puede ser jefe de
gabinete de Cristina en el 2009, su verdugo en el 2013, el candidato de la
ancha avenida del medio en el 2015, el Smithers de Macri en Davos en el 2016 y
el aliado de la gloriosa FF en el 2019. Massa es algo así como la cosa de Carpenter,
ese organismo extraterrestre enterrado en la Antártida que asimila la
estructura celular de sus víctimas y adopta su fisonomía. O sea: tenerlo como aliado es tan atractivo
como peligroso. Después de las PASO es obvio que un buen porcentaje de esos
votantes massistas del 2015 eligieron a Alberto pero el sábado nadie sabía ni estaba
muy interesado en averiguar qué lugar de la grieta decidirían ocupar.
Por otro
lado, hasta que no se vio ese cuarenta y siete por ciento estampado en los
zócalos (nunca el porcentaje de una elección hizo tragar tanta saliva en vivo y en directo), nadie
podía afirmar que el peronismo estaba totalmente unificado. La Cámpora y Rodríguez
Saá, Alberto y Cristina: había que verlo para creerlo. Una cosa es ponerse de
acuerdo para jugar al papi y otra que vayan todos y lleguen en horario.
El gobierno
hablaba de un cambio cultural por el cual una familia de clase baja o media
baja estándar estaría más interesada en la salvación de la República (versión Elisa
Carrió) que en desayunar, almorzar, merendar y cenar. Las legislativas del
2017, en su momento, parecieron ir en este curso estilo ciencia ficción. Ese voto-autoboicot,
porque iba en contra de la propia supervivencia de quienes lo ejercían, también
ayudó a la indeterminación.
Otro aspecto
cultural indicaba que a doce años de kirchnerismo, por una sencilla cuestión de
causa y efecto, corresponderían por lo menos dos mandatos de una fuerza
contraria, fogueada no sólo por el macrismo sino por otras expresiones
políticas, parecidas pero no del todo iguales, que irrumpieron en estos años e
iban en contra de los valores identificados con el kirchnerismo: los libertarios,
los anti aborto, los anti feminismo, los pro dictadura. Muy bien, estos sectores de derecha, que en
algunos casos parecían decir en voz alta lo que el macrismo prefirió callar, no
llegaron al caudal de votos que se esperaba. Subestimarlos, más cuando encontraron
en los adolescentes un receptor hasta hace poco insospechado (niños de quince
años que, por poco, piden razzias de empleados públicos), sería un error.
También el
resultado debería servirnos de lección a aquellos que miramos programas
políticos con la idea de que hacemos zarpada semiosis. Tal vez de tanto
mirarlos nos encariñamos con esos simpáticos gorilas de La Nación +. Porque ni
quienes sentimos el ajuste en carne propia y además salimos a la calle y vemos
los negocios cerrados, la gente durmiendo en las veredas, la multiplicación de
vendedores ambulantes y pibes Glovo, podíamos afirmar que Alberto le ganaba a
Macri por goleada. Todo iba en ese sentido, no tanto por Alberto sino más bien
por el desastre económico de Cambiemos, pero nadie, a excepción del llamado
núcleo duro del kirchnerismo (que en otras elecciones confundió la realidad con
la expresión de deseo) podía afirmar que pasaría algo así. Evidentemente esas
encuestas truchas que hablaban de
paridad lograron infiltrarse en nuestras mentes y colonizarnos lo poco de subjetividad
propia que nos quedaba. “A la estructura material de un país dependiente
corresponde una superestructura cultural destinada a impedir el conocimiento de
esa dependencia” dice Jauretche en Los
profetas del odio, refiriéndose a lo que comúnmente se conoce como “colonización
pedagógica”, y generando en este mismo instante el momento más peronista (¿y/o
forjista?) de mi existencia, que se esfuma al ser explicitado.
Las PASO fueron
un golpe de nocaut para el gobierno, que ya estaba noqueado pero se sostenía en
base a la autoayuda de los medios de comunicación afines. El problema del
gobierno fue que no explicó desde el principio la pesada herencia, dijeron, cuando tal vez de lo único que habló
el gobierno fue de la pesada herencia.
El problema fue que hicieron gradualismo en vez de terapia de shock, dijeron,
cuando el shock y el gradualismo en la vida real argentina sólo pueden ser
distinguidos por un estudiante de Economía en un trabajo práctico. El problema
es que comunican mal, dijeron, cuando no hay forma de comunicar bien que mentiste
descaradamente a quienes te votaron. El problema es la influencia de Marcos
Peña en Macri, dijeron, cuando Marcos Peña trabaja con Macri desde el 2005 (la
nueva “teoría del cerco”). El problema es que el Mercado tiene miedo de que
vuelva el kirchnerismo, dijeron, cuando todo lo que hizo el gobierno fue que
quienes miraban la novela turca empezaran a extrañar las cadenas oficiales. La
idea de que en realidad los votantes querían darle un susto a Macri pero se les
fue la mano, que de sólo ser enunciada parece un chiste malo, es el nuevo respaldo
en el que se apoya Cambiemos para ir por la hazaña épica que ya nadie les pide.
En el medio los muchachos del Banco Central dejaron que el dólar haga su vida,
Macri culpó al electorado por no darse cuenta de que él es un genio, se
arrepintió porque estaba mal dormido y triste y después disparó una serie de
medidas “populistas” que el día de mañana serán la mejor justificación para que
el próximo gobierno hable de una bomba económica que estaba ahí cuando llegaron
a Olivos. Su acercamiento con Alberto Fernández se asemeja al del jugador
expulsado que, antes de irse, se quiere llevar a uno del equipo contrario.
Mientras tanto
se instaló en las calles, en los colectivos, en las oficinas y en las fábricas,
esa sensación tan adrenalínica e inoportuna de que otra vez “se fue todo a la mierda”,
que el solo hecho de ser argentinos nos
convierte en presas de una historia cíclica escrita por un autor repetitivo pero
inexplicablemente exitoso. La fiesta de tintes serratianos del domingo por la
noche no duró casi nada: aquí y allá expertos en crisis, generalmente calvos y
de traje gris, analizan las similitudes y diferencias con 1989 y 2001 en vivo y
en directo.