domingo, 7 de julio de 2024

Vida de Daniel Zariello (1956-2024)


Daniel Francisco Zariello nació el 28 de abril de 1956 en Mar del Plata. Fue el menor de sus hermanos, Carlos y J. Su padre, Cholo Zariello, era un bicicletero que simpatizaba con el radicalismo, y se había casado con Beba, mujer pequeña, brava y despreocupada.

Se podría decir que la personalidad de Daniel fue la combinación, por momentos exacta, de sus progenitores y hermanos, a quienes idolatró durante toda su vida. Hasta que pudo comprarse un auto y aprendió a manejar, Daniel se movía por las calles con una bicicleta inglesa de color negro, una pasión que había heredado de Cholo. Su gusto por el arte culinario, una apología del condimento, venía del lado de Beba.

Una vez fallecidos, Daniel siguió frecuentando a Cholo, Beba y Carlitos en sueños, en recuerdos y apariciones. Daniel creía en Dios, en ángeles, en fantasmas, en espíritus, le parecía que el realismo era un género muy limitado para contener los misterios de la vida, que él definía sencillamente como “un flash”: demasiado corta para hacer la innumerable cantidad de cosas que deseaba. 

Nos referimos a un muchacho risueño y chinchudo que se crió en el barrio San José, en una casa de la calle Almafuerte. Su infancia y juventud estuvieron llenas de aventuras inolvidables, aunque su carácter también se forjó en la aspereza: por pertenecer a la clase trabajadora argentina y por esa costumbre italiana de vivir a los gritos entre sufrimientos inagotables y placeres supremos.

En sus anécdotas -jocosas, inverosímiles, fellinescas- alguien siempre terminaba herido. Como muchos de su generación, se había criado en la calle, entre locos y recontra-locos, y de ahí tal vez su eterna picardía, su mirada periférica, su semblanteo callejero. Al mismo tiempo, por ser el menor, había sido el más mimado por sus padres y hermanos, y siempre mantendría una cuota de inocencia.

Dejó el colegio Mariano Moreno en tercer año y empezó a trabajar con Tito Moina, maestro de su verdadero oficio, la tapicería, aunque se desarrolló como lonero. Al mismo tiempo Daniel vendió choripanes en el club Kimberley, trabajó en los Panamericanos del 95, y fue carpero. Probablemente haya sido uno de los seres que más amaba nadar en mar abierto. Braceaba hasta donde le daban las fuerzas y un poco más. Le gustaba recorrer distancias infranqueables, estar en contacto con la naturaleza, si era posible de manera más o menos riesgosa.

En su trabajo era perfeccionista y se consideraba un artesano (hasta en su manera de mirar). Cortaba derecho con sus tijeras afiladas y enormes, medía a ojo, cosía velozmente, ensimismado. Cada tanto levantaba la cabeza para indicar de manera informativa y algo cortante que alguien había metido la pata, como si contara con un radar de imperfecciones. Para llegar a su ideal solía repasar de ida y vuelta un diccionario ilustrado de insultos antológicos. “¡La concha de Dios!” exclamaba, cuando algo salía mal, pero nunca era tan grave como para rendirse. Su única filosofía de vida era seguir adelante. Dueño de una voluntad gigantesca, descontaba que en el camino iba a tropezarse o darse la cabeza contra la pared.

Cuando no estaba en el trabajo, era un tapicero de civil, dispuesto a desenfundar sus tizas, sus sogas, sus lápices gastados, sus mini destornilladores y toda una gama de herramientas y elementos improbables que él guardaba en sus bolsillos para solucionar cualquier tipo de inconveniente técnico.

Las sobremesas del domingo, posteriores a sus célebres asados, hallaban a Daniel en una neblina de añoranza. Recordaba nombres, caras, olores, se detenía en detalles que se ramificaban en mil. Sus rodeos para llegar al centro de las historias eran emblemáticos. De hecho solía aburrirse de sus propias mitologías: terminaba el cuento sin haber llegado a contar de qué carajo se trataba.

Pero más allá de las bromas, básicamente se trataba de recordar a los que se habían ido. Para él, dar la espalda a la narración genealógica era algo similar a un sacrilegio. No le cabían ni un milímetro la falta de memoria y la ingratitud.

Se puede estar a favor o en contra de esta postura, lo cierto es que Daniel era así y a pesar de su tendencia nostálgica, a su vida, poblada de recuerdos, nunca le faltaron presente ni futuro.  

¿Y qué recordaba Daniel? Recordaba ver a Vox Dei en el Auditorium, a Pappo's Blues en Villa Gesell, a Sui Generis en el Teatro Diagonal, a Los Gatos en el Estadio Bristol, a Queen y Almendra en el Mundialista. Recordaba a su hermano J subido a un árbol meándole la pelada a un cura. Recordaba que por su pelo rubio y sus ojos verdes lo confundían con Robledo Puch. Recordaba a su abuela María, a quien consideraba una santa. Recordaba haber ido, junto a su cuñado Q, a un partido de Argentinos Juniors porque había un pibe de rulitos que la rompía. Recordaba la marea humana de los festejos del Mundial 78. Recordaba observar la ciudad por la ventana, con R, su hija mayor, a upa, durante las noches de la guerra de Malvinas. Recordaba a Beba devorando novelas de Corín Tellado en la playa. Recordaba un anciano del barrio que contaba un cuento donde el personaje principal repetía “Yo me llamo sin nombre”. Recordaba un círculo blanco y sobrenatural que persiguió a un amigo cuando fueron a cazar a un bosque (aclaraba: “no habíamos fumado nada”). Recordaba haber llorado mientras escuchaba por radio la final de Libertadores entre River y Peñarol del 66. Recordaba que él y su pandilla no eran bienvenidos en algunas discotecas de la época. Recordaba haber cambiado sus vinilos por “una moto de mierda”. Recordaba el rugido de la masa peronista cuando visitó Buenos Aires en 1973. Recordaba su felicidad cuando se salvó de la colimba por número bajo.

A Daniel todo el mundo le contaba sus problemas. Establecía vínculos profundos con las personas, le gustaba conocerlas para descifrarlas, para ayudarlas, para aconsejarlas. Le daban ese espacio. Era recurrente que los chiflados del mundo se le acercaran a hablar. Él les contestaba porque también manejaba ese idioma, un don, entre tantos otros, que también compartía con R. La conexión entre Daniel y su hija era conmovedora al punto de haber creado un micromundo en el que sólo vivían ellos dos. Probablemente la muerte sea una nimiedad entre estos dos espíritus cósmicos. En 1976 había conocido a la extraordinaria y discreta E, su gran amor: le propuso casamiento a las dos semanas de conocerla. A simple vista eran las personas más distintas de la historia de la Humanidad. Discutían constantemente por el paradero de repasadores y bandejas, pero se las arreglaron para estar juntos durante 48 años.  

Su relación con F, su hijo menor, era por demás singular. Daniel intuitivo, su hijo cerebral. Daniel salvaje, su hijo intelectualoide. Daniel sociable, su hijo refractario. Daniel un hombre de acción, su hijo un hombre de ficción. Era realmente gracioso notar la manera en que no se entendían, pero el grado de lealtad que había entre estos dos tipos por momentos malhumorados y fatalistas era capaz de destruir cualquier tipo de diferencia. Después de todo, las cosas que los unían eran nada menos que la neurosis riverplatense, el rock argentino, la discusión política a los gritos, un humor algo malicioso y el largo del pelo. Daniel dejó que le creciera cuando hacerlo era pasible de ir en cana. Esta restricción le molestó tanto que decidió dejarse el pelo largo toda la vida y, aunque suene exagerado, el pelo de Daniel, rubio o canoso, era la representación máxima de su personalidad. Cualquiera que lo haya conocido podría corroborarlo. Daniel, en cierto punto, era como su pelo: ondulado, hermoso, desordenado, genuino. En los últimos días se había rapado las sienes y lo mostraba orgulloso a quien se le acercara: "Je, je", decía, "je, je", mientras exhibía su corte moderno.

Resultaría injusto no mencionar que Daniel amaba a los perros, él mismo tenía algo de perro, de ovejero alemán, esa rabia, esa melancolía y esa lealtad. Al igual que con los locos, conocía su idioma. Su último gran amor fue La Negra, una perrita llena de garrapatas que encontró en un baldío en el año 2010. Durante meses la llevó todos los días al veterinario hasta que se fusionó con ella: prácticamente lo seguía a todas partes. Cuando La Negra murió, dio a entender que para él ya nada sería lo mismo. Era proclive a expresar este tipo de declaraciones dramáticas y era conmovedor ver a un hombre de casi 70 años cabizbajo porque ya no tenía a su perrita.

Otro gran amor de su vida fue la música. Daniel conocía la letra entera de muchísimos tangos y los cantaba a capela para que sus hijos se los aprendieran. Le gustaba explicar qué significaban “los morlacos del otario” o a qué aludía aquello de la “yerba de ayer secándose al sol”. Por encima de todos para él estaban Spinetta y Charly: en sus letras, Daniel encontró toda la literatura y la filosofía que no pudo leer por estar trabajando. Desde su adolescencia amaba a Manal, Creedence, Piazzolla, Los Beatles, Pink Floyd, Deep Purple, Los Gatos y Led Zeppelin. Le gustaban las letras de Serrat, de Iorio, de Discépolo, de Larralde y de Sabina. Admiraba a Calamaro, Pedro Aznar y el Pity Álvarez, a Sting, Cerati y Divididos, a Miguel Abuelo, Luca y Federico Moura, a Goyeneche, Amy Winehouse y Mercedes Sosa.  

En medio de una charla cualquiera, movía su dedo índice al ritmo de una música que sonaba en su cabeza y de pronto cantaba, mirando a los ojos al azorado interlocutor (dueños de balnearios, vendedores ambulantes, familiares):

“Nadando en una ciénaga de Macadam,

No quiero estar tranquilo ni quiero paz”

 O:

“Nosotros no somos como los Orozco

Yo los conozco

Son ocho los monos”

Algunos de sus canciones favoritas eran Pepe Lui, Romance de Curro El Palmo, Toro y Pampa, Mañana en el Abasto, Barro tal vez, Una casa con diez pinos, Don’t Let Me Down, Himno de mi corazón, Wish you were here, Pato trabaja en una carnicería, El rey lloró, El colmo, Raros peinados nuevos, Yira Yira, Algún lugar encontraré, Cambalache, Desencuentro, Hombre al agua, Blumana, El firulete, Cosas que pasan.

F lo criticaba por su absoluta falta de autocrítica para analizar fútbol: para Daniel los árbitros siempre estaban en contra de River, los rivales nunca merecían hacer un gol, los jugadores contrarios eran del primero al último unos “culo cagado”. Sus ídolos: Labruna, Ermindo Onega, Artime, Fillol, Passarella, J.J López, Alzamendi, Funes, Francescoli, Aimar y, especialmente, Ortega, Gallardo y el Beto Alonso, otro punto de discusión entre padre e hijo. Para F el Beto hablaba de más, para Daniel todo lo que decía el Beto estaba bien porque “es el Beto”. 

F recordará los partidos de verano que su padre y su tío Carlos (en este caso hermano de E,  uno de los referentes máximos de Daniel) lo llevaban a ver cuando era chico entre los momentos más felices de su vida.

Un verano Daniel y F fueron a ver un Superclásico a la platea cubierta. Alguien les había regalado las entradas, probablemente su hermano J, porque siempre iban a la Popular del tablero, la de River y Alvarado. Esa noche el equipo de Ramón Díaz jugó un partido desastroso y todo sucumbió a una guerra civil en las tribunas. Padre e hijo vieron como daban vuelta un puesto de choripanes con cierta delectación morbosa, como si se tratara de la escena de una película de aventuras, de esas que miraban juntos en las tardes de la infancia. Entre los plateístas estaba Jean Pierre Noher y un pelado le pedía que hiciera algo -“vos que sos conocido”-, a lo que el actor, estupefacto, contestaba “¿y qué se supone que puedo hacer yo?”. A Daniel, esta secuencia absurda, lo haría llorar de la risa durante el resto de su vida. 

Fuera de River reconocía a los grandes cracks: Bochini, Riquelme, Messi, pero más que nada Maradona, a quien consideraba el mejor y defendía en discusiones acaloradas. Respetaba a Boca por el fanatismo de Cholo, pero a veces se olvidaba y caía en una curiosa concatenación de epítetos irreproducibles. Prefería un Chacarita vs. Almirante Brown que un Real Madrid vs. Bayern Munich. 

Esta insólita fusión de hippie y de obrero –las dos facetas pugnaban en su discurso-, reconvertido en empresario sui generis, había pasado los últimos años enfrascado en una de sus pasiones: construir una casa de manera anárquica, como si fuera un arquitecto desquiciado capaz de hacer primero el techo y después los cimientos. Todo a prueba y error, y con viento en contra. En los ochenta, en plena híper, mientras vivía con su familia de casa en casa, construyó la primera en el barrio Pueyrredón. Le gustaba rememorar las desventuras de aquella épica llena de ladrillos y cemento. Por supuesto, en vez de construir adelante, lo hizo atrás, y en vez de poner la casa de frente, la puso de costado, mirando al sur. Recibió no pocas críticas por esta perspectiva iconoclasta, pero cuando el barrio se inundó y la única casa que se salvó del agua fue la suya, afirmaba, con una sonrisa petulante, haber hecho todo al revés porque él entendía cosas que los demás ignoraban. Era tierno hasta en la jactancia.

Se reía con Pepe Biondi, Fontova, Los Simpsons, Wainraich, Les Luthiers y Capusotto. Su humorista favorito era Olmedo: de chico había sido fanático de Piluso y Coquito. Su libro favorito Desde el jardín. Su estación favorita el verano. Su actriz favorita Jodie Foster. Su actor favorito Anthony Hopkins. Su historieta favorita Mi novia y yo. Sus películas favoritas: El Padrino, El joven Frankenstein, Al filo del peligro, Tiempos violentos. Le gustaban las escenas de helicópteros, la despedida de Balbín a Perón y Susana Romero.  

"El hombre nace, se reproduce y muere". El 26 de junio del 2024, R y F recordaron aquella frase histórica que Daniel utilizaba para cerrar cualquier conversación, impostando la voz con tono de científico. Se le había pegado en una clase de Biología de Secundaria hasta convertirla en un sketch para que sus hijos se rieran a carcajadas. En la mañana de ese día, Daniel se despertó con un gran dolor de espalda y decidió no ir a trabajar.

Estaba al tanto de que vivir la vida con la intensidad que lo caracterizaba era peligroso, pero no sabía -y tal vez ni siquiera admitía- vivir de otra forma. Aseguraba estar cansado, formulaba planes de retiro, lo apuraban los momentos, pero la idea de estar sentado en un sillón y ver la vida pasar nunca le pareció muy atractiva.

Su última cena fue un guiso de lentejas. Él mismo le pidió ese plato a E. Vio el partido entre Argentina y Chile, se mantuvo alerta durante todo el encuentro aunque era Primera Ronda.

Daniel podía ser muchas cosas pero jamás neutral: donde había una emoción él se tiraba de cabeza y hacia ese mar debe haber buceado cuando después de quedarse dormido no volvió a despertar. Que su existencia ahora se resumiera en un papel donde un amable empleado de cochería comunicaba el precio del ataúd, la cremación y un impuesto municipal, lo hubiese hecho sonreír en silencio. Su gesto en el lecho de muerte era el de alguien cuyo cuerpo y alma necesitaban abandonarse a un sueño profundo, uno que por fin aliviara una vida exuberante y algo frenética, ajena a la mesura y las formas protocolares que él desconocía alegremente. 

Respetando su sistema de creencias se podría decir que el mismo exacto día que trece años atrás había descendido River, Daniel ascendió al cielo, ese lugar dónde pensaba reencontrarse con todas esas historias, con todas esas caras, con todas esas personas que nunca se permitió olvidar, para que la gente que lo amó nunca lo olvidara a él.