lunes, 17 de noviembre de 2025

Apuntes arbitrarios sobre la banda roja

 


Es falso que Gallardo no es la misma persona de antes. De hecho Gallardo es la misma persona pero ahora pierde. La incongruencia se da porque el Muñeco añade al fracaso deportivo un discurso que no lo asimila. 

Siempre el problema es el lugar de enunciación.

Se sabe que el hincha pretende que la única identidad de sus héroes sea la de la victoria, le cuesta aceptar que la derrota (y en especial la actitud ante la derrota), es lo que determina la grandeza, si es que algo tan abstracto así pueda medirse. En su insultante autoindulgencia -el hincha suele reconocerse a sí mismo como un imbécil, y se jacta de ello- no se habla de la derrota ni frente al espejo. 

Dicen que lo reprimido, lo barrido bajo la alfombra, retorna en forma de fichas. Durante la primera etapa de Gallardo como DT de River -una era que cambió la historia del fútbol contemporáneo argentino: además de ganar títulos y jugar muy bien, supo resolver traumas- hubo un cuidadoso ejercicio por parte del periodismo para que nada de lo que hiciera recordara a su padre futbolístico, quien lo hizo debutar junto a otros cracks en los albores de la década del noventa: Daniel Alberto Passarella. Los años demostraron que el enamorado de Gallardo era uno de los colaboradores del Kaiser, nada menos que Alejandro Sabella, quien aseguraba que para saber qué es el fútbol había que abrirle la cabeza al Muñeco. Hoy algunos hinchas histéricos y desagradecidos se la abrirían pero de un piedrazo, como aquel que le pegó a Roberto Bonano en noviembre de 1996 frente a Huracán de Corrientes. 

Pocos se atrevieron a señalar que la presión alta se parecía al pressing y que en el fútbol, como en la política, una hegemonía está ahí sólo para ser destruida. La obcecación de Gallardo para quedarse y renovar por un año antes del superclásico -por lo menos de palabra- parece una actitud passarelliana de ésas que lo dejaron resistiendo, con las botas puestas, pero roto y mal parado.  

Desde que volvió después del interregno Demichelis -casi tan misterioso como el interregno Pellegrini, no tanto como el interregno Babington- Gallardo nunca pudo encontrar un equipo, ni una forma de juego. Apenas le ganó dos veces a Boca, para perder en su tercer cruce de manera indigna (es decir, de la manera en que Boca perdió tantas veces en los últimos años). Además fue eliminado de todas las copas, incluyendo las dos últimas Libertadores. En el Mundial de Clubes quedó afuera en Primera Ronda. Pero el año no terminó y todavía puede ser eliminado de los play offs del torneo, porque clasificó entre los primeros ocho en el puesto número 6. En el último partido contra Vélez, agónico, Gallardo puso en cancha un mix de históricos cercanos al retiro -Enzo, Casco, Armani- con refuerzos voluntariosos -Portillo, Salas- y pibes sin mucho rodaje como Lencina, Subiabre u Obregón. Con respecto al equipo de Madrid del 2018, River ya parece esas bandas que se juntan y el único miembro original es el baterista.

Tal vez Gallardo debió esperar más tiempo para volver. Tal vez Gallardo no debió volver. Lo cierto es que en su momento pocos levantaron la voz para manifestarse en contra. Tampoco existe reemplazo alguno que garantice algo. En su Lost Weekend lejos de River, Gallardo se tomó un año sabático y después incursionó en Arabia. La experiencia -exótica, redituable, olvidable- no pareció otorgarle mayores conocimientos. El fin de su vínculo con Al Ittihad -básicamente el club lo despidió- coincidió con la debacle de la era Demichelis, que para algunos hoy cobra una nueva dimensión, producto de los magros resultados de la vuelta del Muñeco: la famosa redención ante el fracaso venidero.

Al costado del campo de juego, donde antes se lo veía como un intelectual obsesivo del fútbol en la senda de Guardiola, ahora Gallardo se la pasa rascándose la barbilla. De pronto el estratega memorable apodado “Napoleón” pide jugadores que no rinden, hace mal los cambios, convierte en guerrilla mental sus declaraciones post partido. Sin dudas atraviesa esa crisis siniestra que vive todo director técnico alguna vez exitoso: una mala racha que lo puede despojar para siempre de sus poderes. Porque así es el fútbol, e incluso así tal vez sea la vida, le pasó incluso a Menotti y Bilardo: hay un momento en el que no ganás más. O por lo menos da esa sensación, lo que es exactamente lo mismo.

Los rumores indican que ni siquiera asiste a todas las prácticas, que se peleó con Enzo Pérez, que ya no se dedica full time al fútbol. Su segundo ciclo en el Club parece haber terminado sin que él se diera cuenta. Enfrenta también Gallardo la era de los memes y de la inteligencia artificial, nuevos métodos para acceder a la cima de la crueldad humana. La misma generación joven que lo ungió como un ídolo hiperbólico hoy ha decidido pasarlo a la guillotina virtual. Criados en los pasillos y baños nauseabundos de Internet, para los fanáticos del fanatismo no hay lealtades que vayan más allá de las estadísticas. 

Pedernera decía que antes de salir hacia el túnel del Monumental, no era aconsejable mirarse al espejo: la banda roja puede volverse algo pesada. Los jugadores del plantel actual de River deben mirarse todo el tiempo al espejo. Es más, tal vez ése sea el principal problema, no de River, sino del fútbol mundial: los jugadores se miran mucho al espejo. (En redes sociales parecen liderar una especie de oligarquía del exhibicionismo capitalista. En señal de pleitesía los varones del mundo mimetizan su aspecto con ellos: mismo corte de pelo, mismo tatuaje, mismos cuerpos, mismas subjetividades).

A los contratiempos del Muñeco se suma entonces la desoladora actuación de los jugadores. Incluso los denominados "campeones del mundo", Pezzella, Montiel y Acuña, han tenido intervenciones erráticas. Este último demostró su jerarquía pero parece convencido de que debe pelearse con todos los rivales que se le cruzan en el camino. De los refuerzos, que costaron millones de dólares -siempre más de los que todo futbolero, a ojo de buen cubero, intuye que debe valer un jugador-, no rindió ninguno. El contexto recuerda a esos River post julio 2005, una marea de nombres que iban y venían como hojas marchitas en los atardeceres de otoño.

Hasta ahora la idea de que Jorge Brito, dueño del Banco Macro, y presidente de River hasta hace pocos días, tenga algo que ver con todo esto no parece ser tenida en cuenta. Brito mejoró las instalaciones del Monumental; para hacerlo, recibió una inversión millonaria y le cambió el nombre al Estadio. En esa herejía socialmente aceptada, pasada por alto, tal vez esté el germen del declive.