martes, 26 de agosto de 2008

Paranoid Park, la nueva película de Gus van Sant

A favor. Una vez más, como sucedió en la escalofriante Elephant, Gus van Sant se introduce en la apacible vida de un grupo de adolescentes deprimidos norteamericanos para arrojar pistas sobre el fatal estado de las cosas y regalarnos un trip amargo sobre el Planeta Tierra. Con una brevedad que eleva sus virtudes (lo bueno y breve dos veces bueno), Paranoid Park cuenta una historia basada en una novela de Blake Nelson que debe sus aciertos al gran manejo de la omisión (no por nada van Sant se declara admirador de Cheever): Alex es un estudiante indescifrable que practica skate. Tiene una novia y unos padres que se están divorciando. Un sábado, junto a su amigo Jared, visita Park Paranoid, un espacio ilegal construido por los skaters de la ciudad repleto de rampas y viajes iniciáticos. Esa noche, en medio de uno de éstos, vivirá una situación extrema, imposible de comunicar. A partir de allí, la película volverá una y otra vez hacia las mismas imágenes hasta echar luz sobre lo ocurrido. En el medio, un cúmulo de elementos significativos otorgan sustancia al resto del film: retratos invernales musicalizadas con gran juicio (desde punk rock pasando por música clásica, hip hop y folk moderno), sorprendentes alusiones a la guerra de Irak, una escena sexual adolescente creíble, la ambigüedad en la relación entre Alex y Jared, una aproximación al desmembramiento de las familias norteamericanas. Contar más sería adelantar demasiado y no coincidiría con la herramienta más utilizada y más sabia de van Sant, ese gran cineasta: la omisión.

En contra. La mayor virtud de los films de Gus van Sant es dar a entender que se toma trabajo para hacer sus películas. Pero, en realidad, es fácil hacer cine en base a una fórmula probadísima, es fácil ser un cineasta cool. Sólo hace falta elegir la banda de sonido adecuada para que la crítica snob se sienta importante (Elliot Smiht, Nino Rota). Sólo hacen faltan unos cuantos tics de cine de Autor para diferenciarse del resto: planos largos sin sentido, un guión escueto que enmascara las limitaciones pertinentes, silencio, unas cuantas escenas que al principio son enigmáticas y que se entienden al final de la película para hablar de la “ruptura de la linealidad”, más silencio. Sólo hace falta un casting de chicos lindos que envidiaría Cris Morena. En este caso, la cámara de Van Sant se introduce en el mundo skater de Portland, para narrar una historia mínima sobre un adolescente taciturno (interpretado por un -¡por supuesto!- inexpresivo niño de cara angelical) que vive una experiencia extrema alrededor de Park Paranoid (el espacio en el cual se juntan los “skaters, guitarristas punks y chicos problema” de la ciudad: ¡qué miedo!) y no se anima a comunicarla. En el medio, hay algunas alusiones desafortunadas a la guerra de Irak, una escena sexual timorata y un acercamiento breve al redundante tópico del padre ausente. Las imágenes pseudo experimentales con skaters practicando piruetas exaltarán al espectador medio, pero más bien parecen propagandas de zapatillas Vans o viejos separadores de MTV. Pero advertir todo eso no importa, Gus van Sant es muy cool y lo que hace es extraordinario a pesar de que aburra y las actuaciones estén al borde de la fosilización. El que no lo entienda, correrá el riesgo de ser calificado como un ignorante.