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En contra. La mayor virtud de los films de Gus van Sant es dar a entender que se toma trabajo para hacer sus películas. Pero, en realidad, es fácil hacer cine en base a una fórmula probadísima, es fácil ser un cineasta cool. Sólo hace falta elegir la banda de sonido adecuada para que la crítica snob se sienta importante (Elliot Smiht, Nino Rota). Sólo hacen faltan unos cuantos tics de cine de Autor para diferenciarse del resto: planos largos sin sentido, un guión escueto que enmascara las limitaciones pertinentes, silencio, unas cuantas escenas que al principio son enigmáticas y que se entienden al final de la película para hablar de la “ruptura de la linealidad”, más silencio. Sólo hace falta un casting de chicos lindos que envidiaría Cris Morena. En este caso, la cámara de Van Sant se introduce en el mundo skater de Portland, para narrar una historia mínima sobre un adolescente taciturno (interpretado por un -¡por supuesto!- inexpresivo niño de cara angelical) que vive una experiencia extrema alrededor de Park Paranoid (el espacio en el cual se juntan los “skaters, guitarristas punks y chicos problema” de la ciudad: ¡qué miedo!) y no se anima a comunicarla. En el medio, hay algunas alusiones desafortunadas a la guerra de Irak, una escena sexual timorata y un acercamiento breve al redundante tópico del padre ausente. Las imágenes pseudo experimentales con skaters practicando piruetas exaltarán al espectador medio, pero más bien parecen propagandas de zapatillas Vans o viejos separadores de MTV. Pero advertir todo eso no importa, Gus van Sant es muy cool y lo que hace es extraordinario a pesar de que aburra y las actuaciones estén al borde de la fosilización. El que no lo entienda, correrá el riesgo de ser calificado como un ignorante.