Sábado 9 de noviembre. El Festival comenzó el jueves 6, pero como estoy cursando materias en la facultad se me hizo imposible asistir a las dos primeras jornadas. Lo mismo le pasó a muchos. El comentario (y la deducción) general es que esta nueva edición está pasando desapercibida. Y creo que ése fue el objetivo de quienes cambiaron la fecha del evento: desgastarlo en vías de potenciar aún más el BAFICI y, de paso, cargarse el Festival de Cine Independiente que comenzaba justamente en estos días. A no ser que, acrecentando el absurdo, quieran pasar este último a marzo. Y es que los que lanzan insufribles gritos de horror por el tufillo político de la apertura (probablemente esperaban que Christine anuncie en el Auditorium que abandonaba el gobierno) o se quejan por la ausencia de parafernalia y superestrellas desde un enfoque típicamente tilingo, olvidan que lo importante del Festival es que se puede acceder a una múltiple variedad de películas que habitualmente no están en cartel y a un bajísimo costo. En síntesis: el que disfruta el Arte y no tiene un mango, puede hacerlo aunque sea por una semana. Y creo que eso es lo bastante bueno como para que las cosas se hagan bien y se analicen con clemencia. No creo que Mar del Plata sea una ciudad que, por sí sola, pueda justificar un evento artístico de tal envergadura (un evento, en fin), por eso creo que es necesaria la afluencia de “forasteros”. Presumo que gran parte de los estudiantes (de Cine, de Periodismo, etc.) que venían de Bs. As a pasar algunos días a la Costa (en marzo, el mejor mes del año) y de paso darse una panzada cinéfila, no podrán asistir a excepción de los fines de semana. Más allá de que nos exasperen con sus anteojos negros de carey, sus asentimientos de cabeza ante la mínima cita erudita y sus bolsos cruzados, si un Festival no cuenta con ese tipo de nerds, ¿para quiénes se hace? ¿Para los jubilados que le preguntan al boletero qué película le recomienda con una cola de 3 cuadras, se van a la media hora del 60 por ciento de las funciones y todavía no entendieron que el concepto kitsch de la cultura yace ahora en el Festival de Adolfo? Si a estos desbarajustes logísticos le sumamos la infecta excitación por la inminencia de la Copa Davis (los marplatenses deben ser los únicos en festejar que se realiza en su ciudad un evento al que el 95 por ciento de la población no puede acceder), esta edición 23º, en su aspecto contextual, no pasará a la historia. Rumiando estos pensamientos y con una gripe descomunal, el sábado a la tarde me acerqué al Teatro Colón para buscar la grilla y sacar entradas para el domingo 9 (había invitado a mi novia y mi hermana con antelación). Pero sorprendido por la inexistencia de esas largas colas llenas de neuróticos que tan usualmente pululan en los Festivales, repasé el programa con velocidad y me decidí por Medicine for Melancholy, para ese mismo día a las 17 horas. La película de Barry Jenkins (dentro de la competencia internacional) refleja la historia mínima de una pareja de negros (Micah y Jo) que se conocen en una fiesta. La justificación a la mención del color de piel de los protagonistas no se origina en un prejuicio racial de mi parte (jamás habría dicho lo mismo, por ejemplo, si fueran blancos), sino en el hecho de que tal característica es el factor de tensión que moviliza la mayoría de los diálogos del film (oportuno si se tiene en cuenta la reciente elección estadounidense). Ya que MFM, por un lado, es un relato de amor muy sutil y, por otro, un alegato político honorable que, en algunos casos (cuando se sustrae del humor e adquiere un tono solemne), se pierde en la obviedad y lo innecesariamente explícito (sin cohesión alguna, se cuela una charla entre activistas sobre la dificultad de las clases bajas para buscar viviendas). Sin embargo, lo que predomina es la gracia de los actores, la calidad de la fotografía (en sepia) y la banda de sonido. La esencia poética de las calles de San Francisco provoca en el espectador un efecto ciertamente revelador.
Domingo 9 de noviembre. La tarde calurosa del domingo fue el turno de Blind Loves, que encadena las historias de vida de cuatro ciegos y mezcla el documental con la ficción y algunos flashes surrealistas. Ajena a los golpes bajos (tendiente a detenerse en detalles usuales para la vida de un ciego pero extraordinarios para un vidente) y por momentos decididamente aburrida, la película se estanca en un lugar impreciso, entre un insufrible “canto a la vida” y un realismo minimalista que no arroja mayores conclusiones. A la noche, en el Ambassador 4, sucedió el primer gran bodrio del Festival: Frownlands (El ceño fruncido), extrañísima opera prima de un eslovaco sobre Keith Sontag, un sujeto atormentado existencialmente e imposibilitado de expresar sus opiniones, deseos o pensamientos sin enredarse en dichos inconducentes y episodios irracionales. La génesis de tal crisis, al parecer, tiene su origen en que en su niñez, Keith vio como su madre le arrancaba la peluca al padre (¿?). Al promediar el film, la transcripción de los subtítulos sufrió un desfase, lo que agregó una buena dosis de desconcierto a un film por demás desconcertante. Un diálogo entre dos aspirantes a conseguir empleo sobre la naturaleza perniciosa de los test otorga cierta sustancia al film, pero se queda en la nada absoluta. Lo que algún rezagado podrá denominar “una tragicomedia cáustica sobre la naturaleza alienada del ser posmoderno” es un somnífero perfecto para aquel que, como el protagonista de la película, no puede dormir por las noches: al encenderse las luces de la sala, entre los 10 o 15 temerarios que decidimos seguir hasta el final, no faltaron bostezos y miradas de incertidumbre. Exijo una explicación.