domingo, 21 de diciembre de 2008

APUNTES SOBRE LA REEDICIÓN DE ODA, DE FABIÁN CASAS

El factor central que activa los poemas de Oda parece ser el Desencanto, así, en mayúsculas. El desencanto melancólico que nace luego de advertir que el problema del futuro es que ya no es lo que era y que el tipo de material en que está sustentada esa construcción absurda que es la vida no es de fiar: la muerte, la pérdida de un amor, las decepciones políticas, la estupidez humana que inunda el Globo, los hits radiales. Ya lo dijo Dylan: cuesta mucho reírse, sólo hace falta un tren para llorar. Pero el horror, sabe Casas, a cierto grado de ebullición se transforma en risa. ¿No es un personaje de “El bosque pulenta” el que dice que un adulto es “alguien que comprende que la vida es un infierno y que no hay ninguna posibilidad de buen final”?. Ésa, entonces, es la certeza que destilan los textos de Kaspar Houses, ya sean ensayos, notas periodísticas, poemas o cuentos (a cada género logra imprimirle sus modos de operar). Y es ante esa cognición profunda sobre la inestabilidad total de las cosas que reacciona, enfocando su lente en la descripción de todo aquello que dejamos de lado para seguir adelante, lo que el cauce del mundo volvió transitorio para no incomodar demasiado en medio del ritual convencional de los días:

No debería perturbarte
el ruido que hace tu viejo con la boca
cuando come. Ni la ordalía de bolsillo
en las horas picos; o tu scrum privado
contra los malos pensamientos.
(“Doxa”)

Hay en estos poemas una conciencia pesimista formidable que, en ese hurgar continuo sobre el lado B de los acontecimientos cotidianos, termina constituyendo una forma de reflexión e incertidumbre cercana a la filosofía. En el poema que da título al libro, se lee:

El hombre de campo mira pasar el río.
El hombre de ciudad mira pasar el tren.
Ambos reflexionan sobre el pequeño mecanismo
de los acontecimientos.


En el ya clásico “Ezeiza” (fabulosa pieza para aproximarse a la mirada ambigua del poeta sobre el peronismo luego de una frase reciente que perturbó a unos cuantos: “Las Madres de Plaza de Mayo fueron infiltradas dos veces: una por Astiz, otra por Kirchner”):

A la gente le gusta pensar
que la vida cambia. Y muchos viven pendientes
de cosas que le van a suceder nunca.


Cómo hace “el Larkin de Boedo” (Pablo Schanton dixit en la estupenda contratapa) para inmiscuir en medio de una serie de versos libres, bifurcaciones ontológicas de ese tipo es una pregunta sin respuesta posible. La secuencia de imágenes que genera Casas (visiones desoladoras sobre los espacios urbanos, fotografías minimalistas que retratan las ceremonias secretas de los individuos perdidos) son postales, sí, pero alteradas, como cuando una persona sonríe (Pinky, por ejemplo) y detrás de ese gesto puede advertirse lo siniestro o la locura de las costumbres aceptadas:

Pensá en los que se sacan fotos
con el agua hasta las rodillas,
alzando entre sus brazos
un pescado plateado e inmenso.
(“Costumbres”)

Fulge mi cigarrillo,
en la oscuridad del departamento.
Las ventanas están abiertas hacia la noche calurosa
donde los colectivos espacean el recorrido
y las máquinas de aire acondicionado
drenan agua hacia las veredas
. (“Deseos”)

A este itinerario (que puede hallarse en otros libros del autor) se le suma, entre líneas, un eje temático sobre las relaciones de pareja. El esfuerzo de Casas para no abundar en lugares comunes sobre la cuestión le borra su costado cursi o melodramático, llega a buen puerto y engendra fragmentos de gran lucidez:

Ahora sabemos
que no se contaron chistes de realistas
ni fumaron opio
frente al mapa de la Confederación.
Hablaron –comiendo charqui, lustrándose las
Botas-
de lo difícil que es sostener una pareja,
de guerra en guerra,
a tanta distancia.
(“Reunión en Guayaquil”)

Si mi mujer no estuviera tan lejos,
le diría que no tenemos la culpa
de que algunas cosas funcionen
con un combustible caro y difícil de conseguir.
(“Deseos”)

Como sucede en todo lo que escribe Casas, Oda es un compendio de referencias e influencias metabolizadas que obligan a la extensión de nuestro panorama intelectual: Frank Zappa, Thomas Dylan, Gurdjieff, El Horla (legendario personaje de un cuento del chiflado genial de Guy de Maupassant que el poeta asimila para personificar ciertos fantasmas). Por otro lado, en las representaciones lacónicas y opacas de la ciudad, como en ningún otro texto de Casas, se puede advertir la sombra (llamativa, por cierto) del primer Borges (Fervor de Buenos Aires, etc.)

Oda fue publicado originalmente en el año 2003 y se volvió a reeditar en estos días a través de la editorial Mansalva. Está dedicado a José Luis Mangeri, recientemente fallecido, alguien a quien Casas, en una entrevista del año pasado, definió como su “editor, padre, amigo y pastor”. Como bonus tracks se cuentan un breve anti-prólogo del propio autor y el discurso que ofreció al ganar el premio Anna Seghers 2007. El libro parece ubicarse en un cruce esencial en la obra de Casas: entre la plenitud del poeta (consagrado a través del reconocimiento masivo de El Salmón; hasta tipos complicados como Damián Tabarovsky y Sergio Bizzio lo ponderan) y el desarrollo literario de un narrador maduro (reflejado en la recopilación de cuentos de Los lemmings). Bueno, eso es todo.