lunes, 26 de agosto de 2013

Apología de Henry Miller

Quienes antes leíamos y después nos dedicamos a comprar libros por una cuestión menos relacionada con la lectura y más al fetichismo, la falta de perseverancia en el ahorro y un criterio estético intelectualoide-pequeño burgués para decorar nuestros uno o dos ambientes alquilados, tenemos alrededor de cinco libros de William Golding de los que sólo leímos El Señor de las Moscas. ¿Alguien acaso leyó La construcción de la Torre, La Pirámide o La oscuridad invisible? También es normal acumular libros de Faulkner sin haber podido superar la página 7 de ninguno de ellos. Algunos se llaman Gambito de Caballo o El Villorrio y ni siquiera sabíamos que existían. Incluso una vez acomodados en la biblioteca automáticamente olvidamos que existen. Otro autor del que tenemos muchos libros es Henry Miller, número puesto en librerías de usados. En ese caso, la operación es simple: nos maravillamos con Trópico de Cáncer y al mismo tiempo sufrimos la condena de buscar en los demás títulos del autor, el mismo toque de genialidad, obra maestra y espontaneidad literaria. Esa es la dinámica que algunos lectores tienen con los escritores que más leyeron: un libro que les voló la peluca y una larga serie de otros libros que no son malos, pero que decepcionan porque nunca producen aquel primer entusiasmo.

-Hay quienes dicen- me interrumpe un hombre desconocido que acaba de ingresar a mi departamento con su propia llave- que incluso la vida es una recreación constante de la primera vez. Es decir, no sólo sucede cuando leemos a Henry Miller, sino que la vida, en su totalidad, es una recreación del primer beso, el primer polvo, el primer asado, el primer kirchnerismo, la primera canción que escuchamos de Spinetta, la primera vez que votamos, el primer día de clases, el primer viaje a Chapadmalal, el primer sueño. De allí ese sabor a déjà vu, a rito devenido en rutina, a costumbre, a convención, a farsa, a puesta en escena, a cliché, a guiso recalentado que toman casi todos los acontecimientos en la vida cotidiana si uno lee la letra chica del contrato.  

Algunos dicen que el guiso recalentado es más rico. En fin. El caso de Henry Miller es raro porque no soy el único que se considera fan de su exquisito manejo del lenguaje, pero que, exceptuando Trópico de Cáncer, no terminó casi ninguno de sus libros: todos son más o menos iguales. ¿Se puede conocer a un escritor sin haber terminado varios de sus libros? Yo creo que sí, aunque tampoco estoy tan seguro y verdaderamente me interesa muy poco. Durante mucho tiempo pensé que dejar una novela por la mitad era un delito moral. Ahora creo que hay cosas más graves.  Es que Miller se parece a los jugadores líricos que trafican potrero en los grandes Estadios. Tanta gambeta, caño, sombrero y taco al principio crean una adicción incontrolable y a las 100 páginas empalagan. Lo bueno de eso es que uno puede leer dos o tres libros suyos al mismo tiempo y no sentir la menor dificultad. Además es muy simple retomar sus novelas, haga una semana o dos años que la dejaste en la página 125. ¿Qué importa en la obra de Miller si la "historia" transcurre en París, Grecia o Estados Unidos, si los personajes se llaman Hymie o Filmore? El tipo siempre habla de lo mismo, de una forma categórica y te hace creer que es necesario.

El monólogo interior, los personajes indefinidos, la ruptura con la linealidad comienzo-nudo-desenlace. La vanguardia es así. Joyce y Virginia Woolf escriben cuando la novela clásica agotó todos sus recursos y la única opción posible es su destrucción. Con aquellos experimentos tan cercanos en el tiempo, que casi acaban con el stock de creación literaria, a Miller no le queda otra que la aventura del hombre. De la misma forma que declamaba Whitman, quien lee Trópico de Cáncer no toca un libro sino a un hombre. La diferencia es que las de Miller son Hojas de Mierda. La unión cósmica de Whitman se convierte en el aislamiento cósmico. Sí, somos seres humanos iguales, inseparables, enlazados, vinculados, comunicados, en Groenlandia y en Tierra del Fuego, pero porque todos estamos absolutamente solos. A diferencia de Arlt u Onetti, otros pesimistas lapidarios, la lectura de Miller produce un goce absoluto. El tipo tenía sexo con las palabras. Es una máquina de crear imágenes perfectas, analogías, estribillos, carcajadas, llantos, frases que en dos o tres líneas parecen sintetizar todo el devenir mundial. Uno disfruta leyendo a Miller aunque lo que esté diciendo sea terrible:

"Durante siete años anduve día y noche con una solo obsesión: ella. Si hubiera un cristiano tan fiel para con Dios como yo fui para con ella, hoy todos seríamos Jesucristos".  

"Oh, bueno, éstos son pensamientos nocturnos provocados por un paseo bajo la lluvia después de dos mil años de cristianismo".        

Una escena que me parece memorable de Trópico de Cáncer es cuando Henry consigue trabajo como corrector de pruebas en una editorial (o un diario o una revista, verdaderamente no lo recuerdo). La cuestión es que uno de los tipos que trabaja ahí, Peckover, se cae por el agujero del ascensor. Y totalmente nocaut, con los huesos quebrados y a punto de morir, lo único que hace es llorar ¡porque se le rompieron los dientes de unos postizos que le pusieron algunos días atrás! La imagen del tipo moribundo, en cuatro patas, buscando en la oscuridad sus dientes nuevos y perdidos es de un patetismo conmovedor. Para rematarla, el narrador dice:

"¡La dentadura postiza! Dijéramos lo que dijésemos del pobre diablo, y también dijimos cosas buenas de él, siempre acabábamos hablando de la dentadura postiza. Hay personas en este mundo cuya figura es tan grotesca, que hasta la muerte las vuelve ridículas. Y cuanto más horrible es su muerte, más ridículas parecen".  

En Trópico de Capricornio los móviles que provocan el divague clásico de Miller, hecho de filosofía trash y pensamiento alternativo, no son verosímiles. Se nota que Miller quería hablar sobre los engranajes privados de las instituciones, ubicando a la Compañía de Telégrafos como paradigma del funcionamiento del mundo (del mismo modo podría haber elegido un Banco). Kafka ya lo había hecho pero escribe cuando el mundo se está por derrumbar. Miller escribe cuando pasó la Primera Guerra Mundial, cayeron todos los relatos y el nazismo está a la vuelta de la esquina. Efectivamente, el mundo se derrumbó y está en crisis. De ahí a que se hable todo el tiempo de la guita: cuánto tiene, cuánto le prestaron, cuánto debe. Lo ominoso ya no está en el misterio de la existencia y la farsa burocrática sino en el asco de la modernidad capitalista. No repara (porque no le importa) en cómo llegar hasta allí. Va directo al grano. Simplemente el personaje Henry busca trabajo en la Compañía. Lo descartan sin miramientos. Vuelve, habla con el vicepresidente y al instante le dan un puesto altísimo. En Trópico de Cáncer tampoco era que los cambios de hogar, de mujeres, de subjetividad, estaban cabalmente justificados, pero el aliento poético y el enorme avasallamiento narrativo que propone esa novela no permiten vislumbrar los hilos que la mueven. En este caso es como si el testimonio de una época fuera más importante que la literatura. En Trópico de Cáncer, en cambio, fondo y forma están a la misma altura. Después, Henry Miller, prohibido, censurado, se debería estar arreglando frente al espejo de la historia. En su primera novela no se veía ni en la esquina.    

-En La verdad de las mentiras -me interrumpe nuevamente el mismo hombre, ya sentado en una silla y tomando un café instantáneo que él mismo se preparó-, Vargas Llosa dice algo muy interesante: a otros grandes escritores desencantados de la época, el nihilismo radical los llevó directo al fascismo (Celine, Ezra Pound). Miller, en cambio, se resguarda del mito totalitario a través de su permanente apología del Individuo. Una especie de Borges sin la sombra de Leonor Acevedo, que defiende la libertad de elección del hombre caiga quien caiga. Miller eleva la amistad frente a cualquier clase de corporativismo (político, familiar), combate la religión con sexo duro y reivindica la bohemia mientras se caga en la cultura del trabajo. Leerlo es darse cuenta que estamos haciendo todo al revés y no hay chances de poner las cosas en su lugar. Sus tópicos son los que van a conformar el imaginario de las canciones pop en las siguientes décadas: la lluvia, la ciudad, la espera en las estaciones de trenes, el amor efímero, los días grises.       

Escribir sobre y leer a Miller es algo anacrónico si se tiene en cuenta, por ejemplo, que en sus novelas las mujeres son poco más que conchas, artefactos que dan placer, objetos que decoran el curso de la Humanidad sin mayor injerencia que la de contagiar enfermedades sexuales. Quiero decir que uno además de un lector, supuestamente es un sujeto contemporáneo y en determinado momento se cansa de que cada cinco páginas le agarren la pija al narrador sin mayores explicaciones. Tal vez éstos sean los restos del ex estudiante de Letras que escuchó a un compañero copado con hacer un TP sobre el rol de la mujer en la Gauchesca o en La Divina Comedia. O la culpa del usuario de redes sociales. Twitter y Facebook te invitan, casi te obligan suavemente a ser un comentarista deportivo de la agenda mediática. La dinámica general te hace sentir culpable cuando no tenés nada para decir sobre Ángeles Rawson o la última del Gobierno contra Magnetto. Somos moscas alrededor del gran farol mediático. Obviamente nadie puede aspirar a ser un farol, lo que sí se puede intentar es no ser tan moscas. ¿De verdad creen que leer a Aliverti es mejor que leer a Henry Miller? ¿Y de verdad quieren que les crea que hacen las dos cosas al mismo tiempo?    

-¿A quién le estás preguntando? - me interrumpe el hombre, mientras se recorta las uñas de la mano frente a la ventana que da a la calle.- El estilo interpelativo es algo que pasó de moda hace años.  

Otra impresión que deja Miller es que fue un escritor de inspiración. Es decir, que no es de aquellos escritores de trabajo, que dicen ponerse metas, por ejemplo escribir de 8:00 a 14:00 hs. un mínimo de 6 páginas aunque no se les ocurra nada. Miller depende de su inspiración. Y se nota en los comienzos fabulosos de sus novelas, repletos de fuerza y agresividad y en la forma en que lentamente el nivel decae o se detiene en una meseta (Sexus). Esto es una virtud y una maldición. Por un lado el escritor inspirado, por su alto grado de recepción simbólica, es el que más cerca está de escribir genialidades. Por otro, si no cuenta con esa inspiración, puede escribir muy bien pero cualquiera que lo lee se da cuenta que se le mojó la pólvora. Es decir, el escritor de trabajo, por su profesionalismo, es más regular y el entendimiento básico de sus obras se alcanza en su asimilación integral. El escritor inspirado, debido a su amateurismo inducido, es menos regular, pero más brillante, su punto fuerte está en la fragmentación. Y en garchar y/o dormir más que los escritores de trabajo, claro.


-Es verdad y probablemente de 8:00 a 14:00, sin embargo los escritores de trabajo -me interrumpe una vez más el hombre desconocido, abriendo la puerta de salida- garchan y/o duermen mejor. Y ése no es un dato menor. Por otro lado me gustaría realizar un último comentario antes de marcharme para siempre: al igual que Bukowski con respecto a los escritores Beat, Miller quedó afuera del Dream Team de la Generación Perdida. Pero es tan bueno como cualquiera de ellos. Evidentemente, este post llegó a su fin, incluso me permito señalar que le sobran un par de párrafos y algunas consideraciones, exceptuando las mías, por supuesto, son demasiado arbitrarias para que alguien se las tome en serio. Como usted mismo decía hace un tiempo: sayonara.  

domingo, 18 de agosto de 2013

El hombre emancipado

No soy de hacer trencito en los casamientos. Ni de llamar por teléfono para que "nos juntemos". Ni de comprar cañitas voladoras para verlas ascender por el cielo negro de Nochebuena con un vaso de sidra caliente en la mano. Soy, señoras y señores, el unánime amargo, que mezcla en dosis exactas misantropía y timidez, incapacitado para sostener los mínimos lazos sociales y cultor de un individualismo atroz, que no admite que le tomen del mismo vaso. En caso de que el mundo dependiera de alguien como yo, todo se iría irremediablemente a la mierda. Pero ayer, cuando Javier Martínez le pidió al público del Teatro Melany que hiciera palmas, yo agaché la cabeza, me metí el individualismo en el lugar favorito de Osvaldo Lamborghini e hice palmas, muchas palmas, extraordinarias palmas, ¡impregné mis manos en la condición del hombre que va a un recital y hace palmas! Construí palmas, edifiqué palmas, inventé palmas, multipliqué palmas. Lo que pensé en ese momento fue muy simple: "Si no hago palmas, soy boleta".

Nunca me había preguntado cuál era la diferencia entre una persona y una personalidad. Javier Martínez es lo primero pero más que nada lo segundo. Una especie de Ser Ontológico y Cabrón del que salen dos manos cansadas, las cuales se transforman en sofisticados tentáculos capaces de hacer cualquiera cosa con una batería. El respeto cercano al cagazo que le tenían los dos excelentes músicos que lo acompañaban era proverbial. Y no era para menos. En uno de los temas, el bajista no acompañó con el canto y a todos se nos llenó el culo de preguntas por el destino de ese pobre muchacho. ¿Por qué no cantás?, le preguntó Martínez. De pronto tuve esa sensación perdida, tan reconocible por todos, que remite al lado B de la infancia: ir a la casa de un amiguito y que sus padres empiecen a discutir. El ánimo del público se había enrarecido inexplicablemente: el recital se anunciaba para las 21:00 y empezó una hora y media después. Los clásicos pelados del rock nacional (el promedio de edad era 57 años) ensayaron su "Oh oh oh". Varios recordaron el "Rompan todo" de Billy Bond. Y otros directamente se fueron a los gritos, reclamando el precio de la entrada. La violencia, ya extraviada del rock argentino desde el primer lustro de los 2000, era recuperada en forma simbólica por padres de familia enfurecidos porque les cerraba Montecatini y todavía no habían escuchado "Jugo de tomate frío".

La lista de temas no gambeteó los viejos hits ("Una casa con diez pinos", "Avellaneda blues", "Avenida Rivadavia"), canciones sin fecha de vencimiento, que con los años, al igual que el vozarrón de Martínez, no perdieron ni un poco de brillo. En esa permanente y entrañable búsqueda del punto exacto en el que lo urbano se confunde con la metafísica y el tango se cruza con el blues, se halla el origen de toda una vertiente lírica de la música argentina. Hubo un tema dedicado a Pappo, más conmovedor que bueno. Hubo temas de sus pocos discos solistas (faltó el categórico "Basta de boludos"). Casi todo el mundo cree que Manal tiene dos discos de estudio y otro en vivo que registra su regreso en 1980. Sin embargo también existe Reunión, el disco de canciones nuevas que grabaron en aquella oportunidad. A diferencia de El valle interior o Serú 92, que parecen discos de bandas distintas a Almendra y Serú Girán, Manal adaptó el sonido clásico del grupo a los tiempos modernos. Por esa época reinaba la fusión, así que añadieron un poco de funk y aires latinos (ahora Gabis y Medina también componían), pero mantuvieron la esencia. Reunión es un gran disco que nunca tuvo su edición en CD y fue arrastrado por los glaciares del olvido. "Te daré mi mano", un tema, al decir de Martínez, de "hondo contenido humano", fue uno de los mejores momentos de la noche. Como Henry Miller en Trópico de Capricornio, la poética de Javier Martínez es la de un hombre que extiende los brazos para aferrarse a algo, no encuentra nada pero finalmente se descubre a sí mismo. Muchas de las letras del primer rock argentino (Moris, Tanguito) hablan de eso. Son los interrogantes básicos de la filosofía, pasados de moda, pero tan necesarios.

Es imposible no ver a Javier Martínez y pensar que Manal debe ser una de las pocas bandas históricas del rock argentino que tiene a todos sus integrantes vivos y en buena forma. Y no se pueden juntar porque están peleados. La industria del arte es injusta. Permite la muestra gigante de Yayoi Kusama en el Malba, que parece el ejemplo perfecto de la farsa posmoderna que arruina la vida. Pero no permite que se junte Manal y que la gente se de el gusto de ver, por ejemplo en el Gran Rex, a estos tres tipos tocando nuevamente juntos. ¿No hay nadie que los quiera convencer?

Un tipo gritó "Vamos, Javier". Javier contestó: "¿Dónde vamos? Ya estoy acá". Dijo que le gustaba estar en una ciudad tan musical y tenística (aludió a Piazzolla y Vilas). En un momento nos llamó "Los señores del Mar". Y repitió varias veces "Recital Estupor, Recital Estupor". Fue emocionante reconocer en ese loop improvisado en vivo, al mismo tipo que arengaba a Tanguito con eso de que en el baño de La Perla de Once compusiste "La Balsa", en el baño de La Perla de Once compusiste "La Balsa"...

Antes de presentar un tema dijo que estaba inspirado en El varón domado (1971), de Esther Vilar. Según cuenta la leyenda, luego de la edición de ese libro, la autora recibió amenazas de muerte y se tuvo que mudar de país. En base a generalizaciones y un agudo instinto misógino,  Vilar da vuelta la tortilla del feminismo y postula que el verdadero oprimido es el hombre. Compara a las mujeres con animales y las describe simplemente como hombres que no trabajan y a las que solo les interesa la guita. En plena era de los estudios de género, debe ser el libro más anacrónico que escuché recomendar desde que tengo uso de razón. Su lectura puede provocar desde indignación hasta risas. "No soy un hombre domado, soy un hombre emancipado", rugía Javier Martínez en el estribillo del tema. Nadie lo duda. 


martes, 13 de agosto de 2013

Sobre el rock


Aníbal Fernández es quien en los últimos años insertó nuevamente en el discurso de los medios el término "pantomima". Todo acontecimiento público que pusiera al gobierno contra las cuerdas, para Aníbal es una "pantomima". En ese sentido (el del discurso) el kirchnerismo hace cosas geniales. O muy chotas. Según uno coloque la mira en la perspectiva simbólica o la perspectiva real de la cotidianeidad. Por ejemplo para un kirchnerista, un verdadero socialista es Jorge Rivas y un verdadero radical es Leopoldo Moreau. Es decir que para el kirchnerismo los verdaderos socialistas y radicales son kirchneristas. Pero volvamos. Si quieren pueden googlear "pantomima" y observarán la cantidad de veces que Aníbal "pantomimizó" lo que no podía explicar. Tampoco es que van a encontrar miles de referencias, innumerables pantomimas cayendo de los títulos de los diarios hacia las bajadas, copulando en el cuerpo del texto y multiplicadas por foristas escandalizados. No, nada que ver en realidad, pero creo que con que un funcionario reconocido diga dos o tres veces la palabra "pantomima" en cuatro años, se le puede atribuir a él la circulación de tal palabra en el discurso de un país. En fin. Un recital de rock es una pantomima. La simulación de que algo dramático, conmovedor, subversivo, sofisticado, escandaloso, anti convencional está sucediendo. Sin esa caja negra de misticismo que el rock tuvo desde sus inicios, se pierde un 85 por ciento de su encanto. Luego de Cromañón, el rock se estatizó. El rock comenzó a pedirle al Estado que interviniera, que se hiciera cargo, que asomara su gran poronga y pusiera orden. Entonces vino la política y barnizó con una fina capa de seguridad al rock. Y el pogo y el fumar tucas que te queman los dedos y el mear en baños que se caen a pedazos y el estar apretados, sudados y contentos es algo que no resiste las buenas intenciones del Estado. Y se llegó a este plano del espacio-tiempo argentino en el que con la democracia no se cura ni se educa ni se come, pero se rockea. Todos los grandes rockeros argentinos fueron compinches de Néstor. Las bandas y los solistas tocaron en el Senado o en la Casa Rosada o en el festejo de la revolución imaginaria del 7D. El cantante de El Otro Yo, que en la larga noche neoliberal cantaba sobre las bondades de practicar un 69 y sobre una tetona en una bañera con agua caliente, ahora se llama Humberto y es precandidato a Diputado por el Frente para la Victoria. Con Ricardo Forster. ¿Cómo será una charla entre Ricardo Forster y Cristian Aldana? Eso sí que debe ser rockero.

Hace poco, Mondadori publicó Relatos Reunidos, una antología de César Aira. Uno de los relatos se llama "Picasso" y casi tiene la estructura narrativa de un chiste. El narrador se encuentra en el museo de Picasso, abre una cajita de leche y se le aparece un genio que le pregunta qué prefiere: ¿ser Picasso o tener un original de Picasso? El tipo pasa un buen rato en la disyuntiva hasta que decide tener un original de Picasso. Y cuando aparece el cuadro, pasa otro buen rato interpretando su contenido. Pero cuando está a punto de irse se hace la gran pregunta: ¿cómo salgo del museo de Picasso con un Picasso en la mano? Lo que quiero decir es que todo no se puede. Ganar seguridad equivale a perder riesgo. Lo que es muy lindo en una casa con frente a la calle pero muy feo para el rock. Y el rock debería preguntarse ahora cómo ser rockero con la puerta de Salida en letras fosforescentes. Cómo ser rockero después del kirchnerismo. Todo esto que escribo parece muy ingenuo, muy naif, muy idiota, muy romántico. Joder, tío, un gilipollas pidiéndole al rock que siga siendo rock. Pero el rock, per se, es ingenuo: el Indio Solari se sacó la camisa de adentro del pantalón recién a fines de los 90. Y sí, todo esto es ingenuo hasta que uno se dirige a un Festival organizado por el Gobierno de la Ciudad en La Usina del Arte.

Y esta no es la crítica Nac And Pop al macrismo. En ese plano, el macrismo sólo sigue los pasos del kirchnerismo. Es más, el reciclado de la Usina del Arte, una vieja compañía de Electricidad convertida en un espacio cultural gigante y hermoso, hubiese sido el orgasmo cultural más grande de la historia del kirchnerismo. El kirchnerismo ideal, no sé cómo, hubiese recuperado la vieja compañía de Electricidad. El verdadero hubiese hecho lo mismo que Macri. Un establecimiento de estilo "neorrenacentista florentino", revestido con madera, que incluye una torre con reloj y un patio donde la gente come mierdas macrobióticas y toma Coca Cola Verde mientras fuma. Con decenas de escaleras y pasadizos y un par de anfiteatros francamente estupendos. ¿Quién puede estar en contra de eso? Nadie. Lo que sucede es que realizar un Festival de Rock en ese ámbito supone inmediatamente la melancolía por la presencia del ausente. El ausente es el rock. El rock municipalizado, el rock estatizado, es la negación misma del rock. Hacer rock ahí es como hacer la Revolución Cubana con fondos de la Cía. Sólo una banda muy buena, la mejor de este país desde hace un par de años, La Perla Irregular, puede desentenderse de ese contexto y tocar con gracia y sentimiento, dando rienda suelta a su relectura Y2K de los 60', signifique esto, claro, lo que a usted le parezca. 

Cerraba la jornada del sábado el maestro del anti Show Daniel Melero. Los organizadores hacían pasar de a tres o de a cuatro personas e indicaban en qué lugar debíamos sentarnos. La jefa de la organización era una muchacha treintañera, con pinta de preceptora, que cagaba a pedos a todo el mundo, incluidos subordinados de su especie, tipos de Seguridad con cara de "¿qué mierda hago haciéndole caso a esta mina?" y gente del público. El momento de la noche llegó cuando al cantante de Viva Elástico (que había tocado un par de minutos atrás en el teatro más chico) se le ocurrió pararse y bailar. Tirarse unos pasos, como dirían los wachiturros, mientras sonaban las estridencias electrónicas melerianas. Automáticamente un tipo de Seguridad le indicó que se detenga: eso no estaba permitido.     


PD: Martín Zariello dice que no sabe exactamente si el bailarín reprimido era el cantante de Viva Elástico pero para que la anécdota tenga más fuerza, es preferible creer que el bailarín reprimido fue el cantante de Viva Elástico. Martín Zariello también dice que aunque la conclusión del texto de a entender, más o menos, que el rock murió y lo están velando en establecimientos institucionales ligados al Estado, eso no quiere decir que el público de rock no deba comprar, regalar y coleccionar libros sobre el rock