Hace poco me invitaron a un programa de radio y sentí en carne propia la existencia de un nuevo tipo de ignorancia: la digital.
Uno de sus máximos representantes vendría a ser yo. Y no me refiero a no saber usar Word o cómo buscar en Google. Antes de la nota el locutor
repasó todas las aplicaciones que utilizaban y me quiso hacer partícipe de la
charla pero yo no supe qué decir de ninguna.
Probablemente quedé como esos tipos que en los 90
decían que no veían televisión para mantener a salvo su cabeza pero la verdad
es que no es que me niego a usar aplicaciones por una formación ideológica: directamente desconozco la existencia de ellas o conozco el nombre pero no sé para qué sirven y cuando me entero casi siempre me parece que las cosas que ayudan a hacer las aplicaciones se podían hacer desde tiempos inmemoriales sin ningún tipo de ayuda.
La consecuencia de la ignorancia digital es quedar
afuera de la sensibilidad de la época. Lo que percibo es que a mi alrededor las
personas están entablando vínculos, ya no fetichistas, sino de tipo romántico con sus
celulares, sus aplicaciones. Supongo que en el futuro (no olvidemos que somos
piezas de museo de principio de siglo) fenómenos como la canonización virtual de Steve Jobs o
una película como Her serán entendidos como síntomas de un
cambio de época.
Hay una cierta mística en cazar pokémones, en armar
listas de temas en spotify o en filmar algo para vine o periscope que
a mí se me escapa por completo. Para los ignorantes digitales (repito: me refiero a quienes no cazamos un Pokémon, no a quienes no pueden por cuestiones socio-económicas) resulta un enigma
saber de dónde viene el deseo y la necesidad de esa híper-conexión y ese
aggiornamento, tan permanente como demandante, por probar todos y cada uno de
los chiches tecnológicos. Tener un blog y ser usuario de facebook ya se puede leer en clave paródica.
Me pregunto también si a largo plazo esa ignorancia
(que por ahora sólo se relaciona a situaciones de ocio que no comparto) no será
un factor que tienda al desplazamiento social . No quiero ser paranoico pero
desenfundar un celular del 2011 en público, por lo menos, provoca risas o una
curiosidad concreta. ¿Terminaré usando todas las aplicaciones en boga cuando me vea obligado a cambiar de modelo? Probablemente sí.
***
Todo esto se me ocurrió porque vi los primeros
cinco capítulos de una serie llamada Mr. Robot, alabada por la crítica y el público.
La serie trata sobre Elliot, un joven talentoso y
depresivo (el Messi de las computadoras), que al mismo tiempo que trabaja para
una gran compañía informática se dedica a corroer la Matrix por dentro como
miembro de un grupo de hackers que quieren provocar un cimbronazo económico al
borrar datos fundamentales en bancos de todo el mundo. La serie le debe tanto a Matrix y Fight Club (todo puede estar sucediendo en la mente del hacker
melancólico) como a la oleada de filtraciones de datos privados que conmovieron
al Poder en los últimos años (la idea de un proto-anarquismo digital sobrevuela
la atmósfera opresiva de Mr. Robot).
Hay series que necesitan que uno pase un filtro:
hasta que distinguimos a los personajes o entendemos el rumbo de la trama tal
vez nos aburramos bastante. Después del primer capítulo de Mr. Robot creí
que iba a pasar eso pero llegué al quinto y, en vez de conmoverme, lo único que me generaba
era risa. Y lo peor de todo es que Mr. Robot es una serie con
muy poco humor, poquísimo, que se toma tan en serio como Marcos Aguinis en la
solapa de sus libros: escenas con ópera, diálogos informático-metafísicos (con
escalofriantes analogías del tipo “soy tu peor malware” o “¿erés un cero o un
uno?”), reflexiones sobre la vida cada vuelo de mosca, personajes que usan y
abusan de las drogas para combatir el bajón existencial por tener la mala
suerte de ser millonarios y exitosos. Los monólogos en off de Elliot me sonaban
simplemente emos. Su subrayada fobia social se me hacía inverosímil al
corroborar que, como en las series de Suar, todas las chicas están enamoradas
de él. El grupo de hackers multirracial con un negro, una árabe, una top model,
un gordo y un Christian Slater es casi el prólogo de esos chistes donde tipos
de diferentes nacionalidades viajan en un avión y uno debe tirarse al vacío.
Y lo que más me llamó la atención y resaltó mi
ignorancia: la utilización de un vocabulario técnico (“archivo dat”, “IP”,
etc.) que a los entendidos les debe resultar fascinante y a mí no me dice
absolutamente nada. Si me hubiese visto en el espejo mientras miraba los capítulos
estoy seguro de que tendría la mirada de esos tipos que quedan atrapados en una
conversación sobre las distintas formaciones de Pink Floyd y no saben nada de
rock o tal vez gusten de algún tema de Pink Floyd pero no pueden entender por
qué existe gente a la que le interesa en qué disco Richard Wright no era parte
de la banda pero tocó como sesionista.
De la misma manera que existe la cultura rock,
también existe la cultura geek. No es casual, entonces, que el imaginario de
Elliot gire en torno al del maldito/romántico, los mismos parámetros que en
otra época representaban los rockeros: adicciones, sufrimiento, soledad, genio.
Tampoco que la Central de los hackers sea un local de videojuegos abandonado
frente a un parque de diversiones: toda cultura necesita de una tradición que la sostenga.
¿Puedo decir que la serie es mala? No, simplemente
no tengo las herramientas para entenderla. O carezco por completo de esa
sensibilidad. O del lenguaje. O todavía me acuerdo de la letra de la canción de
Emmanuel Horvilleur para Hacker.
***
Un amigo me contó que su hija de dos años conoce
los rudimentos básicos para manejar un celular de pantalla táctil. El corolario
es una imagen tan poética como distópica: a veces, mientras miran la tele, ella
se acerca a la pantalla y quiere mover a los panelistas de Intratables con el dedo.