domingo, 28 de agosto de 2016

Ignorancia digital


Hace poco me invitaron a un programa de radio y sentí en carne propia la existencia de un nuevo tipo de ignorancia: la digital. Uno de sus máximos representantes vendría a ser yo. Y no me refiero a no saber usar Word o cómo buscar en Google. Antes de la nota el locutor repasó todas las aplicaciones que utilizaban y me quiso hacer partícipe de la charla pero yo no supe qué decir de ninguna.

Probablemente quedé como esos tipos que en los 90 decían que no veían televisión para mantener a salvo su cabeza pero la verdad es que no es que me niego a usar aplicaciones por una formación ideológica: directamente desconozco la existencia de ellas o conozco el nombre pero no sé para qué sirven y cuando me entero casi siempre me parece que las cosas que ayudan a hacer las aplicaciones se podían hacer desde tiempos inmemoriales sin ningún tipo de ayuda.

La consecuencia de la ignorancia digital es quedar afuera de la sensibilidad de la época. Lo que percibo es que a mi alrededor las personas están entablando vínculos, ya no fetichistas, sino de tipo romántico con sus celulares, sus aplicaciones. Supongo que en el futuro (no olvidemos que somos piezas de museo de principio de siglo) fenómenos como la canonización virtual de Steve Jobs o una película como Her serán entendidos como síntomas de un cambio de época.

Hay una cierta mística en cazar pokémones, en armar listas de temas en spotify o en filmar algo para vine o periscope que a mí se me escapa por completo. Para los ignorantes digitales (repito: me refiero a quienes no cazamos un Pokémon, no a quienes no pueden por cuestiones socio-económicas) resulta un enigma saber de dónde viene el deseo y la necesidad de esa híper-conexión y ese aggiornamento, tan permanente como demandante, por probar todos y cada uno de los chiches tecnológicos. Tener un blog y ser usuario de facebook ya se puede leer en clave paródica.

Me pregunto también si a largo plazo esa ignorancia (que por ahora sólo se relaciona a situaciones de ocio que no comparto) no será un factor que tienda al desplazamiento social . No quiero ser paranoico pero desenfundar un celular del 2011 en público, por lo menos, provoca risas o una curiosidad concreta. ¿Terminaré usando todas las aplicaciones en boga cuando me vea obligado a cambiar de modelo? Probablemente sí.  

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Todo esto se me ocurrió porque vi los primeros cinco capítulos de una serie llamada Mr. Robot, alabada por la crítica y el público.   

La serie trata sobre Elliot, un joven talentoso y depresivo (el Messi de las computadoras), que al mismo tiempo que trabaja para una gran compañía informática se dedica a corroer la Matrix por dentro como miembro de un grupo de hackers que quieren provocar un cimbronazo económico al borrar datos fundamentales en bancos de todo el mundo. La serie le debe tanto a Matrix y Fight Club (todo puede estar sucediendo en la mente del hacker melancólico) como a la oleada de filtraciones de datos privados que conmovieron al Poder en los últimos años (la idea de un proto-anarquismo digital sobrevuela la atmósfera opresiva de Mr. Robot).  

Hay series que necesitan que uno pase un filtro: hasta que distinguimos a los personajes o entendemos el rumbo de la trama tal vez nos aburramos bastante. Después del primer capítulo de Mr. Robot creí que iba a pasar eso pero llegué al quinto y, en vez de conmoverme, lo único que me generaba era risa. Y lo peor de todo es que Mr. Robot es una serie con muy poco humor, poquísimo, que se toma tan en serio como Marcos Aguinis en la solapa de sus libros: escenas con ópera, diálogos informático-metafísicos (con escalofriantes analogías del tipo “soy tu peor malware” o “¿erés un cero o un uno?”), reflexiones sobre la vida cada vuelo de mosca, personajes que usan y abusan de las drogas para combatir el bajón existencial por tener la mala suerte de ser millonarios y exitosos. Los monólogos en off de Elliot me sonaban simplemente emos. Su subrayada fobia social se me hacía inverosímil al corroborar que, como en las series de Suar, todas las chicas están enamoradas de él. El grupo de hackers multirracial con un negro, una árabe, una top model, un gordo y un Christian Slater es casi el prólogo de esos chistes donde tipos de diferentes nacionalidades viajan en un avión y uno debe tirarse al vacío.

Y lo que más me llamó la atención y resaltó mi ignorancia: la utilización de un vocabulario técnico (“archivo dat”, “IP”, etc.) que a los entendidos les debe resultar fascinante y a mí no me dice absolutamente nada. Si me hubiese visto en el espejo mientras miraba los capítulos estoy seguro de que tendría la mirada de esos tipos que quedan atrapados en una conversación sobre las distintas formaciones de Pink Floyd y no saben nada de rock o tal vez gusten de algún tema de Pink Floyd pero no pueden entender por qué existe gente a la que le interesa en qué disco Richard Wright no era parte de la banda pero tocó como sesionista.

De la misma manera que existe la cultura rock, también existe la cultura geek. No es casual, entonces, que el imaginario de Elliot gire en torno al del maldito/romántico, los mismos parámetros que en otra época representaban los rockeros: adicciones, sufrimiento, soledad, genio. Tampoco que la Central de los hackers sea un local de videojuegos abandonado frente a un parque de diversiones: toda cultura necesita de una tradición que la sostenga.   

¿Puedo decir que la serie es mala? No, simplemente no tengo las herramientas para entenderla. O carezco por completo de esa sensibilidad. O del lenguaje. O todavía me acuerdo de la letra de la canción de Emmanuel Horvilleur para Hacker.

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Un amigo me contó que su hija de dos años conoce los rudimentos básicos para manejar un celular de pantalla táctil. El corolario es una imagen tan poética como distópica: a veces, mientras miran la tele, ella se acerca a la pantalla y quiere mover a los panelistas de Intratables con el dedo.

jueves, 11 de agosto de 2016

El rock nació mal


En cierto punto, es paradojal que el éxito de la Bersuit (especialmente a fines de los 90 y principios de los 2000) se vincule al éxito de uno de sus grandes enemigos simbólicos, Carlos Menem. De la misma forma que en retrospectiva nadie parece haber votado al riojano, en la actualidad (incluso antes de las declaraciones de Cordera), nadie parece haber escuchado a la Bersuit. 

Desde su origen La Bersuit fue un grupo cuyo imaginario giró en torno a la mística rockera asociada al folclore del reviente, donde la opresión de un sistema desigual parecía ser la justificación para transgredir las normas de una sociedad hipócrita. Y punto (1992), el primer disco de la banda, probablemente sea la cumbre de su discografía y hoy puede ser escuchado como un testimonio de un clima político-cultural decadente del que la banda era, al mismo tiempo, denunciante y paradigma. "Diez mil", "Como nada puedo hacer (puteo)" y el cover (diez años después devenido hit) "El tiempo no para" son canciones que, más allá del valor subjetivo que cada uno le pueda otorgar, tienen la virtud de recrear el clima de época. 

Cordera siempre coqueteó con la idea del artista sociópata que pone en escena la basura que barremos bajo la alfombra de las buenas costumbres y el protocolo moral. El límite entre la provocación, la estupidez y el delito es un arma de doble filo que existe desde el comienzo del rock (por limitarnos a este modo de expresión). Cordera nunca dejó de utilizar ese recurso, hasta falsearlo. Aunque la estetización trash de la vulgaridad estaba en el adn de la banda, el boom comercial de discos como Libertinaje (1998) e Hijos del culo (2000) intensificaron la faceta más pobre de su repertorio. Un disco pretencioso y fallido como La argentinidad al palo (2004), significó tanto el momento de mayor auge de la banda como la pérdida total de sus mejores virtudes (hacer, cada tanto, buenas canciones como "Vuelos" o "Desconexión sideral").

Mientras tanto un rito iniciático de sus fans era mostrar las tetas cuando la banda tocaba "Hociquito de ratón" o bajarse los pantalones en el caso de "La petisita culona". Estas costumbres eran famosas y hasta celebradas por buena parte del ambiente del rock. Por lo menos no se las solía condenar (aunque a causa de ello, en un gesto de ribetes hoy premonitorios, la Bersuit era probablemente el grupo que solía generar más rechazo en las mujeres). 

"O vas a misa o vas a mi salamín" es un título bastante elocuente que ejemplifica, acaso de manera demasiado literal, el derrumbe artístico de una banda que poco después de un River tardío se partió en dos partes: por un lado Gustavo Cordera, que siguió su carrera solista, y por otro sus ex compañeros que, enemistados con el líder carismático, siguieron sacando discos bajo el nombre histórico de la banda.

Entre el raye místico y ciertas escenas típicas de su personalidad (su desnudo total en un show causó una mini polémica) la carrera solista de Cordera avanzó, en un principio, sin pena ni gloria, hasta llegar a renovar el stock de su público con hits como "La bomba loca" o "Soy mi soberano".

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Elaboro este breve repaso por la carrera de Cordera porque con el diario del lunes parecería que tipos como él, Cristian Aldana o Ciro Pertusi nacieron de un repollo y hasta que fueron denunciados por violación o señalados por la bestialidad de sus declaraciones nadie nunca los había escuchado. La verdad es mucho más dolorosa e incómoda para quienes crecimos escuchando rock: bandas como El otro yo, Ataque 77 o la Bersuit forman parte del soundtrack de los últimos 25 años del rock del país. La concientización sobre la atrocidad que representan ciertas conductas de dominio y abuso que, hasta hace muy poco, estaban naturalizadas en el marco de la cultura (¡y la supuesta contracultura!) deja al descubierto y pone en entredicho cierto lado siniestro del vínculo artista de rock/público que, por acción u omisión, hasta ahora nos habíamos encargado de mantener bajo un tupido velo.

¿Alguien cree que Plant y Page les pedían el documento a las chicas que entraban al camarín antes y después de los shows de Zeppelin? E incluso hilando más fino y abordando el contenido artístico: ¿letras de nuestros más grandes ídolos como "Run for your life" o "Rock and roll Yo" de qué están hablando? ¿Uno de los más brillantes compositores del rock de acá no tiene un tema llamado "Juego de seducción" que dice "O puedo ser tu violador/ La imaginación esta noche todo lo puede"? ¿No fue el mismo Luis Alberto Spinetta quien se horrorizó porque la letra de "Muchacha", entre líneas, contenía la prédica del macho depredador? Esto no se arregla sacando a Cordera de la Rock And Pop sino repensando, en forma individual y honesta, qué hicimos como público para construir un marco de impunidad tan grande como para que esos mismos tipos de los que alguna vez nos compramos discos hoy sean exponentes mediáticos de las peores conductas humanas. 


La dimensión que tomó el fusilamiento mediático de Cordera parece querer borrar inconscientemente el espacio para la autocrítica personal: el rock, alguna vez entendido como símbolo de libertad y desprejuicio, con las excepciones del caso, replica exactamente las jerarquías retrógradas de la cultura machista. Como Macri o Cristina, los artistas también son emergentes de la perversión y la estupidez de la sociedad. Ya lo dijo Moris: no es rock nacional, el rock nació mal.     

domingo, 7 de agosto de 2016

Olarticocheada


Olarticochea representa en sí mismo una idea central que gira en torno a los jugadores que lograron la épica del Mundial 86: la hazaña de ciertos hombres técnicamente limitados que, a fuerza de voluntad y sentimiento, se convirtieron en el respaldo perfecto para el funcionamiento de un genio.

De esa premisa (acaso falsa) tal vez proviene la idea de rodear a Messi con jugadores de Chacarita y Deportivo Riestra que a veces alientan hinchas y periodistas enemistados con la incapacidad del equipo para triunfar en las finales.

(El tinte bélico que rodea la consagración del 86 explica el dramatismo con que se vive el fútbol. La tesis intelectual ejerce un correlato entre soldados y jugadores, con sus implicancias obvias: el malentendido social. Corolario: Maradona habla como un ex combatiente. No puede ser casual que cuando en 1994 el asesinato del soldado Carrasco obligó al gobierno a desactivar la obligatoriedad del Servicio Militar, Passarella hizo de la Selección la continuación de la colimba por otros medios).  

La logística de esta Selección fue a la bartola desde un primer momento: un técnico que renuncia un mes antes de que comience el Torneo, uno que asume y no lo puede creer, una asociación de fútbol en pleno apocalipsis, clubes que niegan a los jugadores, problemas para armar la lista y para entrenar con más de nueve tipos. Esa desprolijidad permite un hecho paradójico: por un lado nadie espera nada de esta Selección (por ejemplo el relato del agudo binomio Closs/Latorre en el partido contra Argelia se regodeó de una manera un tanto morbosa en la aparente excelencia del equipo africano y las olarticoheadas del equipo argentino); por otro, todo lo que haga bien entra en el terreno de la épica, género al que Olarticochea le debe su huella en la historia del fútbol.


Es probable que gracias a su inesperada y bizarra designación como DT de la Selección Sub 23 las nuevas generaciones le hayan puesto cara a un nombre histórico del que no se tenían mayores noticias. Maradona con traje y corbata daba la impresión de ser un jugador de fútbol disfrazado. El prejuicio indica que Olarticochea parece el gasista simpático que te da charla mientras te arregla el piloto del calefactor. En esa distancia entre lo que aparenta y lo que debería ser nace el personaje, tan propenso a las burlas como al cariño. Más allá de una Selección extraña que deberá (o no) entablar un lazo afectivo en pleno Torneo, uno quiere que le vaya bien a Olarticochea. Cortázar diría que es el hombre del territorio, ¡el incurable error de la especie descaminada!