“La ausencia del Estado” es una de las razones que suele enarbolar el argentino medio ante las diversas falencias que sufre, lo que podríamos llamar, el orden social del país. La frase, que bien puede ser cierta si observamos, por ejemplo, la situación de indigencia de miles de habitantes, no deja de ser un lugar común algo peligroso. Hay personas que piden la presencia del Estado hasta cuando ordenan un café y se lo traen frío. “El Estado debería estar acá para reprimir al mozo y calentar la infusión”. La idea de que una presencia permanente del Estado (un ente que regulariza e impone orden), de por sí, repara el malestar de una comunidad no sólo es inocente sino que bordea los límites de lo reaccionario: es la intromisión permanente del Estado la que engendró monstruos tales como el fascismo o el nazismo. De todos modos, la gente no suele salir a pedir por los que duermen en la calle, sino por los productores agrarios que siembran soja…La sensación de que el Estado no existe, entre otras cosas, hace que periodistas de Investigación de la TV entren intempestivamente a despachos judiciales o municipalidades para reclamar lo que pide el pueblo, olvidando en el trayecto que el fin no justifica los medios: ¿no suena a “apriete” o “requisa militar” un tipo con una cámara y un micrófono obligando a un legislador o concejal (sea o no un inútil) a tratar un tema en desmedro de otro que se juzga menos importante? Olvidan, estos paladines de la justicia y el rating, que para que existan Leyes Importantes, sin dudas, debe haber otras vulgares. Por otro lado, la supuesta dependencia excesiva hacia un Estado, desliga de responsabilidades a los ciudadanos. Es así que todo error que afecta cierta generalidad pertenece a la órbita del Estado, dejando exento de culpa al enorme segmento de la sociedad que no tiene como obligación regularizar o imponer algo: la tragedia de Cromañón es un buen ejemplo. Más allá de que el Gobierno de la Ciudad debería haber clausurado el local con antelación, la elemental responsabilidad del individuo que encendió un fuego de artificio en un lugar cerrado, por momentos, pareció (parece) brillar por su ausencia. El paso del tiempo suele idealizar el pasado. Más aún en tiempos caóticos, repletos de conflictos. Hoy, mucha gente, además de pedir la presencia del Estado en todo espacio donde quepa una hormiga, dice sentirse “rehén del Gobierno” y no haber vivido nunca una situación como la de estos últimos meses: nuevamente, aseguran, el país se hunde. Lo escucho permanentemente y no dejo de asombrarme por la inaudita falta de memoria y solidaridad (el país se hunde sólo cuando hay movimientos turbios en los bancos). Esperar, continuamente, la mano rectora del Estado nos coloca en un off-side eterno. La misma gente que denigra a las personas que reciben los Planes Sociales, pide la actuación del Estado para que solucione sus problemas. El Estado debe estar, claro, pero ahí. El problema surge cuando es invisible; de esta forma se lo implora, entonces, en forma extremista, tanto ante grandes cuestiones (Salud, Educación, Justicia) como tamañas estupideces. Como buen extremista, lo único que espero del Estado es que no moleste. La culpa de mi escepticismo parte de una vieja novelita de George Orwell y un ensayo titulado “Nuestro pobre individualismo”. Sayonara.