
Ya en los años 40’, Borges aborrece el principio de su obra y, por consecuencia, esa visión particular sobre el amor. A partir de allí se puede comprender el tenor grotesco con que construye al “Borges” que narra “El Aleph”, uno de sus instantes de mayor lucidez literaria. Enamorado de la fallecida Beatriz Viterbo, prima del inefable Carlos Argentino Daneri (paradigma del “escritor nacional” que se propone “versificar toda la redondez del planeta”), dice, a solas, a un retrato de su amada:
“-Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges”.
Claramente, Borges se ríe a las carcajadas mientras elabora estas desopilantes líneas de diálogo más propias de Ernesto Sabato (que en El Túnel llega a escribir: “Sentí que una caverna negra se iba agrandando dentro de mi cuerpo”; y en Sobre héroes y tumbas la apoteótica frase “Como un bote a la deriva en un gran lago aparentemente tranquilo pero agitado por corrientes profundas”) que de su pluma. A medida que la obra de Borges se va desarrollando, el amor (encarnado en un ser como objeto de un deseo sentimental y/o sexual) se pierde. El nivel más bajo se puede hallar en el cuento “Ulrica”, de El libro de arena. Aún hoy son muchos los que se preguntan qué quiso hacer Borges al escribirlo. Tal vez ser Bioy Casares. Está claro que no lo consiguió, más bien terminó demostrando que seguía siendo el mismo chambón inexperto de otrora. En este relato (indigno de la obra de Borges, casi enternecedor en su vulgaridad) un profesor colombiano de paso por Inglaterra conoce a la noruega que da nombre a la pieza. Lo peor del cuento es que las conversaciones que los dos personajes intercambian son tan sensacionales como inverosímiles, produciéndose un efecto de lectura cercano a la ridiculez. Y es muy extraño adivinar en Borges (que puede promover la indignación, el elogio y hasta la emoción) el signo de lo ridículo, como si fuera un escritor cualquiera:
“Soy feminista- dijo. No quiero remedar a los hombres. Me desagradan su tabaco y su alcohol”.
“Me preguntó de un modo pensativo:
-¿Qué es ser colombiano?
-No sé –le respondí-. Es un acto de fe.
-Como ser noruega –asintió.”
El cuento avanza, los amantes realizan un altisonante contrapunto literario sin mayor resolución hasta que entran en una posada. Allí se entreve la posibilidad de que Ulrica sea una aparición, aunque lo único que reverbera en las últimas líneas es esa anemia sexual tan característica del narrador borgeano, incapaz de referir el más mínimo roce de dos cuerpos sin ponerse colorado, lo que lo obliga a finalizar abruptamente:
“Secular en la sombra fluyó el amor y poseí por primera y última vez la imagen de Ulrica”.
Antes del fin (como diría el vecino de Santos Lugares) debo mencionar “El amenazado”, un poema en prosa aparecido en el recomendable volumen El oro de los tigres (1975). Su contenido incomoda, ya que fácilmente podemos vislumbrar en él ese tipo de poema “desgarrador” y “tierno” que los insoportables enamorados mandan a sus novias, entre algunos de los más odiosos versos de Benedetti, Neruda y Eduardo Galeano. De todos modos, en algunas líneas (especialmente en esa lograda observación que no sólo justifica el poema, sino todos los intentos borgeanos con respecto a la temática abordada: “Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles”) se puede apreciar un rasgo distintivo:
"Es el amor. Tendré que ocultarme o que huir.
Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz. La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única. ¿De qué me servirán mis talismanes: el ejercicio de las letras, la vaga erudición, el aprendizaje de las palabras que usó el áspero Norte para cantar sus mares y sus espadas, la serena amistad, las galerías de la Biblioteca, las cosas comunes, los hábitos, el joven amor de mi madre, la sombra militar de mis muertos, la noche intemporal, el sabor del sueño?
Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo.
Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente, ya el hombre se levanta a la voz del ave, ya se han oscurecido los que miran por las ventanas, pero la sombra no ha traído la paz.
Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo.
Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles.
Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar.
Ya los ejércitos me cercan, las hordas.
(Esta habitación es irreal; ella no la ha visto).
El nombre de una mujer me delata.
Me duele una mujer en todo el cuerpo".
Sayonara.