lunes, 5 de enero de 2009

El amor en Borges

A menudo, Borges fue un autor más abocado a dedicarle poemas al estudio de la gramática anglosajona, una mezquita de Dakar, los pasos de un coyote en las arenas de Arizona o los sofisticados sueños de Alonso Quijano que al despecho o la belleza o la anatomía de una mujer. Es probable que las mejores variantes sobre el amor no se hallen en sus libros, sino en las anécdotas que la leyenda añadió a su vida, como cuando se fue a sacar una muela para aplacar el dolor de un desengaño (y no lo logró) o cuando Estela Canto le comunicó que iba a vender el manuscrito de unos de sus cuentos y contestó que si tuviera valor (o no fuera un cobarde o fuera un hombre, no lo recuerdo) se suicidaría. De todos modos, no son pocos los textos con su firma que tienen como factor central el quehacer amoroso. Tal vez no se les preste mayor atención por ser éste uno de los motivos más oscilantes (con respecto a la calidad acostumbrada) de su obra. En la trilogía de juventud (Fervor de Buenos Aires/ Luna de enfrente/ Cuaderno San Martín) son frecuentes las observaciones lacónicas sobre la ciudad, la reflexión sobre el tiempo y las trampas de la historia, pero también un par de ejercicios poéticos en los que se advierte, más que al reconocido escritor que pasa toda experiencia por el tamiz implacable de su inteligencia cerebral, una especie de chambón inexperto que se deshace en imágenes patéticas (“Tarde cuando vivieron nuestros labios en la desnuda intimidad de los besos”), comparaciones triviales (“Como quien vuelve de un perdido prado yo volví de tu abrazo”) y observaciones insignificantes (“En nuestro amor hay una pena/ que se parece al alma”). Si en gran parte de la obra de Borges lo que parece resplandecer es la certeza de que esos textos no podrían haber sido escritos por otro que no sea él, en sus tímidos acercamientos a la temática amorosa tal idea se desarticula.

Ya en los años 40’, Borges aborrece el principio de su obra y, por consecuencia, esa visión particular sobre el amor. A partir de allí se puede comprender el tenor grotesco con que construye al “Borges” que narra “El Aleph”, uno de sus instantes de mayor lucidez literaria. Enamorado de la fallecida Beatriz Viterbo, prima del inefable Carlos Argentino Daneri (paradigma del “escritor nacional” que se propone “versificar toda la redondez del planeta”), dice, a solas, a un retrato de su amada:

“-Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges”.

Claramente, Borges se ríe a las carcajadas mientras elabora estas desopilantes líneas de diálogo más propias de Ernesto Sabato (que en El Túnel llega a escribir: “Sentí que una caverna negra se iba agrandando dentro de mi cuerpo”; y en Sobre héroes y tumbas la apoteótica frase “Como un bote a la deriva en un gran lago aparentemente tranquilo pero agitado por corrientes profundas”) que de su pluma. A medida que la obra de Borges se va desarrollando, el amor (encarnado en un ser como objeto de un deseo sentimental y/o sexual) se pierde. El nivel más bajo se puede hallar en el cuento “Ulrica”, de El libro de arena. Aún hoy son muchos los que se preguntan qué quiso hacer Borges al escribirlo. Tal vez ser Bioy Casares. Está claro que no lo consiguió, más bien terminó demostrando que seguía siendo el mismo chambón inexperto de otrora. En este relato (indigno de la obra de Borges, casi enternecedor en su vulgaridad) un profesor colombiano de paso por Inglaterra conoce a la noruega que da nombre a la pieza. Lo peor del cuento es que las conversaciones que los dos personajes intercambian son tan sensacionales como inverosímiles, produciéndose un efecto de lectura cercano a la ridiculez. Y es muy extraño adivinar en Borges (que puede promover la indignación, el elogio y hasta la emoción) el signo de lo ridículo, como si fuera un escritor cualquiera:

“Soy feminista- dijo. No quiero remedar a los hombres. Me desagradan su tabaco y su alcohol”.

“Me preguntó de un modo pensativo:
-¿Qué es ser colombiano?
-No sé –le respondí-. Es un acto de fe.
-Como ser noruega –asintió.”

El cuento avanza, los amantes realizan un altisonante contrapunto literario sin mayor resolución hasta que entran en una posada. Allí se entreve la posibilidad de que Ulrica sea una aparición, aunque lo único que reverbera en las últimas líneas es esa anemia sexual tan característica del narrador borgeano, incapaz de referir el más mínimo roce de dos cuerpos sin ponerse colorado, lo que lo obliga a finalizar abruptamente:

“Secular en la sombra fluyó el amor y poseí por primera y última vez la imagen de Ulrica”.

Antes del fin (como diría el vecino de Santos Lugares) debo mencionar “El amenazado”, un poema en prosa aparecido en el recomendable volumen El oro de los tigres (1975). Su contenido incomoda, ya que fácilmente podemos vislumbrar en él ese tipo de poema “desgarrador” y “tierno” que los insoportables enamorados mandan a sus novias, entre algunos de los más odiosos versos de Benedetti, Neruda y Eduardo Galeano. De todos modos, en algunas líneas (especialmente en esa lograda observación que no sólo justifica el poema, sino todos los intentos borgeanos con respecto a la temática abordada: “Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles”) se puede apreciar un rasgo distintivo:

"Es el amor. Tendré que ocultarme o que huir.
Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz. La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única. ¿De qué me servirán mis talismanes: el ejercicio de las letras, la vaga erudición, el aprendizaje de las palabras que usó el áspero Norte para cantar sus mares y sus espadas, la serena amistad, las galerías de la Biblioteca, las cosas comunes, los hábitos, el joven amor de mi madre, la sombra militar de mis muertos, la noche intemporal, el sabor del sueño?
Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo.
Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente, ya el hombre se levanta a la voz del ave, ya se han oscurecido los que miran por las ventanas, pero la sombra no ha traído la paz.
Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo.
Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles.
Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar.
Ya los ejércitos me cercan, las hordas.
(Esta habitación es irreal; ella no la ha visto).
El nombre de una mujer me delata.
Me duele una mujer en todo el cuerpo".

Sayonara.