lunes, 4 de febrero de 2008

APOLOGÍA DE SUGAR RUSH

Desde hace unos años, Warner o Sony o Fox, no recuerdo bien, emite una serie que trata la temática lesbiana del modo más estúpido: en primer lugar, anunciar –como suelen anunciar los canales- que un programa televisivo se basa estrictamente en el lesbianismo ya es discriminatorio: el hotel para homosexuales que hace poco se inauguró en Buenos Aires no es un ejemplo de tolerancia, es un ejemplo de capitalismo. Por último, lo obvio: todas las protagonistas son hermosas, están calientes y, por sobre todo, hacen lo que el macho bobo espera que haga alguien lesbiana, muy lesbiana. El director es tan estrecho de cerebro que, al no encontrar una forma de insertar el lesbianismo en el mundo, decide, para ahorrarse problemas, hacer una serie donde todas las mujeres desean a otras mujeres. La óptica no se aleja un ápice de las películas que, constantemente, reúnen a dos o tres mujeres con pechos de silicona ante la mirada de un tipo musculoso con el corte de pelo de Sergio Goycochea. Este último cumple las fantasías ingenuas de millones de heterosexuales: 1-las lesbianas aman hacer favores sexuales, 2-las lesbianas aman que las miren mientras tienen relaciones sexuales y 3-las lesbianas, llegado determinado punto, se olvidan de su condición y acceden a tener sexo con un hombre. Ése es el estereotipo que debemos soportar una y otra vez: la mujer es simplemente un conglomerado de tetas y culo que, incluso siendo lesbiana, ¡termina sirviendo de objeto sexual al hombre! Hubo una serie donde todos eran homosexuales, yo no la vi pero mi hermana me aseguró que era buena así que no voy a hablar de lo que no sé. Volviendo a las lesbianas, debo decir algo: Sugar Rush, serie inglesa que emite I-Sat los viernes a las 10 de la noche, ha llegado para acabar de una vez por todas con la generalización banal a la que estamos acostumbrados cuando se dice: lesbiana.
El director de Sugar Rush seguramente sabe que el Corán no necesitó estar repleto de camellos para ser considerado árabe (1). Haciendo una analogía, Sugar Rush no necesita estar repleta de estereotipos lesbianos para ser una serie que trata, seria y magistralmente –es decir, con certeza, poesía y humor-, la temática lesbiana: por ejemplo, los problemas que tiene una adolescente lesbiana para conseguir pareja o los problemas que tiene una adolescente lesbiana para darse cuenta que lo es. La serie se hace verdaderamente interesante, claro, cuando las peripecias de la protagonista, Kim, dejan de ser sectarias, cuando su cosmovisión del mundo no está sólo supeditada a los problemas que uno espera que le ocurran a una lesbiana sino a los que le ocurren a todo el World. Borges decía que la grandeza del Martín Fierro no estaba en su toque regional sino en su universalidad. Lo mismo opino de Sugar Rush y reconózcanme, aunque sea, que es difícil defender una serie de lesbianas a través de “El escritor argentino y la tradición” ¡y yo lo estoy haciendo! (no sé con que resultados). Es así que Sugar Rush se convierte en un drama o una comedia, según el capítulo, que trata cuestiones inherentes a todos: la amistad, el amor, las relaciones de pareja, la mentira, la certeza de que nuestros padres o hijos son tan extraños como los desconocidos que nos cruzamos por la calle, etc.
Las acciones de la serie están centradas en Kim, pelirroja entrañable que se enamora de una muchacha insoportable, de ésas que suelen aparecer en la vida: Sugar. Ésas que, como diría Lennon, nos hacen sentir como si hubiésemos nacido ayer. Hagan el intento de ver Sugar Rush y no odiar a Sugar. Hagan el intento de ver Sugar Rush y no querer aconsejarle a Kim que largue a Sugar. Hagan el intento de ver Sugar Rush y no querer taparse los ojos cuando aparecen los padres de Kim en pantalla, una pareja nocaut que hace cualquier cosa por seguir viviendo una gran mentira: el matrimonio. Es claro: Sugar Rush provoca empatía, interpela al espectador a preguntarse cuáles son los lazos que hacen que una pareja o una relación de amistad siga a pesar de todo. Que una serie de televisión nos estimule a interrogarnos algo –que no sea apagar la tv- ya debería ser razón suficiente para verla…
Los capítulos son narrados por la voz en off de Kim, quien reflexiona en forma lacónica sobre los sucesos que se reflejan en la pantalla, a la manera de un diario o un blog en primera persona. En la mayoría de los casos, los diálogos son impecables, parecen ser escritos por algún escritor norteamericano al estilo Richard Ford o Raymond Carver o, por qué no, Charles Bukowski. Como en las comedias heterodoxas y algo rupturistas de los últimos años, La elección, Napoleón Dynamite, Good Girl o Doonie Darko, Sugar Rush tiende a detenerse en imágenes estimulantes, que hallan, por fin, un poco de belleza estética en el panorama harto redundante de la televisión. Justamente en La elección, era una chica lesbiana la que se quedaba mirando una central hidroeléctrica, provocando una fotografía hermosa, que no necesitaba palabras para describirla. Lo mismo sucede con la playa eternamente invernal de la ciudad en que está ambientada Sugar Rush. Algunas de las manifestaciones de este encendido texto pueden hacer creer que la serie es algo puritana: todo lo contrario, debe ser la que mejor elabora escenas sexuales, la única que no teme pasar del morbo fetichista de una lesbiana sadomasoquista a la ternura naif de un primer beso. Y es que Sugar Rush conjuga cierto realismo sucio con la mirada ingenua o desencantada de su protagonista y allí, en ese híbrido, podemos hallar el éxito artístico de la serie. Dicho todo esto, lo único que deben hacer es prender la tele en el horario indicado. Después me cuentan y me agradecen.

(1): Esta afirmación es de Borges aunque en Internet se dice que en el Corán hay 19 camellos.