lunes, 14 de julio de 2008

Queremos tanto a Whitman

¿Y quién si no yo podría ser el poeta de los camaradas?- Walt Whitman

Todas las líneas escritas sobre la vida de Walt Whitman (los textos que Borges publicó en Discusión, las biografías más elementales de las enciclopedias o manuales de literatura) coinciden en un hecho significativo: a partir de 1855, el poeta norteamericano (1819-1892) se dispuso a escribir, eternamente, el mismo libro: Hojas de hierba. Inicialmente tuvo 12 poemas y luego, a medida que avanzaron los años, fue agregando múltiples piezas (“El transbordador de Brooklyn”, “Cálamus”, “Ecos de la vejez”) que conforman una obra en continua oscilación y, al mismo tiempo, un conjunto poéticamente magistral que, incluso, supera la disciplina poética para ocupar un lugar significativo en la historia del Arte. Este hecho demuestra una ética artística inconmensurable: ajeno a la idea de “originalidad” propia del romanticismo, Walt decide rescribir siempre la misma obra. Whitman se erige así como un poeta orfebre que trabaja sus versos a través de los años constituyendo una poesía coherente, de gran empatía con el lector y revulsiva para la sociedad de su tiempo. Su amor no se circunscribe a nada en especial, sino a la suma de todas las cosas que inundan el globo: la mujer, el hombre (lo que le valió, claro está, no pocas críticas: tuvo que acarrear los costos de edición de su obra acusado de obsceno), el anciano, los niños. Se define a sí mismo como “el hombre crédulo de cualidades, tiempos y razas”, quien escribe poemas para los “hombres comunes”, los desconocidos que ve en medio de la multitud de las ciudades modernas. En Whitman no existe la discriminación, ni las divisiones, ni los antagonismos; cada individuo (con sus creencias, su origen geográfico, su trabajo) es parte de algo mucho más grande que una identidad:

Éstos son en verdad los pensamientos de todos los
hombres en todos los lugares y épocas; no son originales míos.
Si son menos tuyos que míos, son nada o casi nada.
Si no son el enigma y la solución del enigma, son nada.
Si no están cerca y lejos, son nada.

Este es el pasto que crece donde hay tierra y hay agua,
éste es el aire común que baña el planeta.

Su estilo, tendiente al verso libre de largo aliento, concibe un júbilo inaudito por aquello que exalta la existencia humana: el sexo, la amistad, el trabajo, la libertad. A diferencia de la mayoría de los optimistas (que terminan por parecernos idiotas), Whitman logra que el receptor aprehenda el significado profundo de sus versos y halla así un lazo esencial que une a todos los seres del mundo. En su conocido poema “¡Salud au monde!”, canta:

Veo a todos los peones de la tierra labrándola,
veo a todos los prisioneros en las prisiones,
veo los cuerpos humanos deformes de la tierra,
al ciego, al sordomudo, a los idiotas, los jorobados, los locos,
los piratas, ladrones, traidores, asesinos, esclavistas de la tierra,
los niños inermes y los desesperanzados ancianos y ancianas.
(…)
veo jerarquías, banderas, barbarismos, civilizaciones, me incorporo
a todo ello, me mezlo indiscriminadamente,
y saludo a todos los habitantes de la tierra.


La visión de su “yo” se desdobla en varias. Por momentos, parece un Dios todopoderoso (no sería extraño que lo fuera), dictando, con una perspectiva panorámica, música religiosa desde los confines de la galaxia (y no es difícil imaginarlo con su barba blanca observar el infinito):

Miro girar el globo,
los continentes progenitores agrupados allá lejos,
los continentes presentes y futuros del norte y del sur, con istmos
entre ellos.


O:

Por mucho y mucho tiempo la hierba ha estado creciendo.
Por mucho y mucho tiempo la lluvia ha estado cayendo,
por mucho y mucho tiempo el globo ha estado girando.


En otras ocasiones (y esto es lo que fascinó a Borges y tantos otros de sus fans ilustres), entabla una conversación futura con sus lectores, en la que los aconseja o redime de su potencial soledad:

Lleno de vida, hoy, compacto, visible,
yo, de cuarenta años de edad el año ochenta y tres de los Estados,
a ti, dentro de un siglo o de muchos siglos,
a ti, que no has nacido, te busco.
estás leyéndome. Ahora el invisible soy yo,
ahora eres tú, compacto, visible, el que intuye los versos y el que me busca,
pensando lo feliz que sería si yo pudiera ser tu compañero.
sé feliz como si yo estuviera contigo.
(No tengas demasiada seguridad de que no estoy contigo.)


O:

¿Qué haces, muchacho?
¿Te entregas con fervor a la literatura, la ciencia, el arte o los amores?
¿A estas realidades aparentes? ¿A la política? ¿A las puntualizaciones?
¿A tu ambición, a tus negocios, fueran cuales fueran?


También su voz se pregunta “¿Qué oyes, Walt Whitman?” o “¿Qué ves, Walt Whitman?” para largarse entonces con eternas alocuciones a favor de la religión, de Dios, de la diversidad y, por sobre todo, de la Democracia. Por otro lado, sus versos están repletos de enseñanzas, guías escritas en el Siglo XIX para lectores del porvenir (Juro que veo algo que es mejor que contar lo mejor/ Consiste en dejar siempre lo mejor sin decir) y lemas universales que parecen prefigurar a los grandes pacifistas del Siglo XX. La lectura de Hojas de hierba provoca una sensación conciliadora: parece que, a pesar de las constantes diferencias que tiñen de sangre cada uno de los rincones del Planeta Tierra, hay un rasgo fundamental que relaciona a todos los individuos, por más espacial o temporalmente alejados que puedan estar:

El tiempo y la distancia carecen de importancia –la distancia carece de
importancia-,
estoy con ustedes, hombres y mujeres de una generación o de muchas
generaciones futuras,
lo que sienten al mirar el río y el cielo, lo he sentido igualmente yo,
tal como ustedes se refrescan en la alegría del río y en el fluir brillante,
me he refrescado yo


Hoy, Whitman significa un oasis en la vida del hombre posmoderno, ese tipo apurado, paranoico, corrido por los horarios y manipulado por las noticias siempre espectaculares de este mundo deprimente habitado por “hombres huecos” (“Nos apoyamos unos en otros/ por las cabezas llenas de paja/ y nuestras voces ásperas/ cuando cuchicheamos/ no tienen timbre ni sentido”, decía T. S Eliot) . Whitman, profeta que habla desde el pasado, nos quiere decir que el Planeta Tierra es más grande que cada una de las miserables disputas que allí se suceden. Que, entre la agresión infinita y la sinrazón, es posible otro lente para ver lo maravilloso de la condición humana: el amor, la bondad, las hojas de hierba. O mejor que lo diga Borges, que algo de esto sabía: “Así se desdobló en el Whitman eterno, en ese amigo que es un viejo poeta americano de mil ochocientos y tantos y también su leyen­da y también cada uno de nosotros y también la felicidad. Vasta y casi inhumana fue la tarea, pero no fue menor la victoria”. Sayonara.