A riesgo de caer en valoraciones éticas que se esfuman al segundo de ser formuladas, conclusiones sensibleras o análisis judiciales impertinentes para alguien que poco sabe del tema, quiero comentar brevemente cuál es, a mi entender, la huella de la tragedia de Cromañón en el devenir del rock argentino.
Como todos sabemos, el 30 de diciembre de 2004, Callejeros se presentó en República Cromañón, un boliche ubicado en Capital Federal. Una serie inabarcable de desajustes logísticos (que implican gravemente al dueño del local, la banda, el público, la policía, los bomberos, el personal de salud y los funcionarios del gobierno porteño) produjo 194 víctimas. Más allá del dolor (si es que se puede ir más allá del dolor) y los potenciales significados sociales que arroja tal desastre, el génesis de la tragedia se relaciona con una práctica imbuida en cierto segmento de la cultura rock a partir de la década de los 90’: el uso de pirotecnia como forma de celebración, tanto en estadios a cielo abierto como en lugares cerrados. Sonará duro y un tanto reduccionista, pero más allá de las irregularidades edilicias, las fallas en el sistema de seguridad y la eterna red de corrupción, si alguien no habría encendido una bengala o una candela la tragedia no hubiese sucedido de ese modo. Con tales anomalías es probable, incluso, que se produjera un accidente de iguales proporciones, pero totalmente ajeno al movimiento rock. Como la actividad que desencadena las muertes, entonces, forma parte del “ritual” inmanente al concierto de rock, es justamente la cultura rock la que se daña.
A partir de la tragedia de Cromañón se afirma un lugar común: la peligrosidad de que el efecto de un (supuesto) hecho artístico dependa exclusivamente de la presencia de un público. Naturalmente, la experiencia artística innata de ver tocar a una banda no debería fluctuar de acuerdo al marco. Pero si la banda le entrega al público un papel preponderante (corear religiosamente cada tema, saltar, gritar, encender fuegos de artificio, desplegar banderas, hacer “el aguante”) la experiencia artística excede los límites del escenario y sucede eso que ocurre en las tribunas de fútbol cuando los integrantes de la barra brava, en vez de mirar el juego, se dedican a arengar, no al equipo, sino a los que alientan. El desplazamiento del ámbito futbolístico al público de rock, sin dudas, ha ido en desmedro del resultado artístico. Actualmente, la mayoría de los grupos que llenan estadios posee sólo público, algo prescindible a la hora de hacer canciones o fomentar un ánimo subversivo.
Finalmente, la tragedia de Cromañón ha suprimido (en la Argentina) un factor esencial de la cultura rock: el riesgo. Hasta no hace mucho tiempo, oír que el rock pidiera la presencia del Estado, hubiese sonado irrisorio. Históricamente, la cultura rock ha desdeñado de la idea de un Estado protector por considerarla fascista. O burguesa. O conformista. O capitalista. O todas esas cosas juntas. Desde que el rock argentino hizo sus primeras armas en plena dictadura de Onganía, la protección del Estado estuvo asociada a la intromisión y la represión sistemática: redadas, escarmiento, discriminación, arrestos. Cromañón desarticula el truco del rock y lo deja al descubierto, con sus falsas rebeliones, sus ingeniosos juegos de palabras que quieren pasar por Poesía, sus ridículas autodenominaciones. Asistir a un concierto luego de Cromañón, por mucho que nos esforcemos en saltar, se asemeja demasiado a dos cosas, una peligrosa y la otra patética: bailar sobre los muertos y hacer ejercicios aeróbicos. ¿Qué sentido tiene corear un tema en contra del orden imperante o de un gobierno o de un estilo de vida rodeados de rigurosas infraestructuras o policías a los que les rogamos que nos protejan? ¿Dónde reside el factor perturbador cuando en medio de un tema observamos las letras fosforescentes de la salida de emergencia? El rock no ha sido hecho para ser tocado en un refugio nuclear, con plena seguridad de que apretujados en medio de gente que fuma marihuana y repite consignas contra el sistema, no nos va a pasar nada. El rock es (o era) todo lo contrario: epifanía, subversión, suciedad, elegancia, seducción, frescura, conmoción, imprevisión. Estas características no deben estar impuestas a través de una receta probada de letras demagógicas, fuegos artificiales y banderas, sino insinuadas por consecuencia de un destello implícito que el espectador tiene que reconocer. Debe haber cierta distancia, lugar para la imaginación, un halo elíptico que haga del rock un acto ajeno al didactismo y la convención de un ritual o una misa. Cromañón ha disuelto el velo y puesto en primer plano el artificio. En el 2006, el documental Que sea rock fue elocuente: al pasar a la pantalla grande, las declaraciones “excéntricas” y los gestos “revulsivos” de las estrellas (Dárgelos travestido, Cordera contando sus anécdotas, las letras de Ataque 77, el tono bravucón de Iorio, García en su estudio) produjeron un efecto parecido al patetismo: detrás de la puesta en escena de los personajes, no había (o parecía no haber) nada. Corolario: todavía no escapamos de Cromañón. Si el desvanecimiento del “duende del rock” sirviera para comprender la magnitud de la tragedia, aunque sea, algo perduraría a través del tiempo. Pero, ¿de qué sirvió Cromañón? La respuesta está soplando en el viento.
Como todos sabemos, el 30 de diciembre de 2004, Callejeros se presentó en República Cromañón, un boliche ubicado en Capital Federal. Una serie inabarcable de desajustes logísticos (que implican gravemente al dueño del local, la banda, el público, la policía, los bomberos, el personal de salud y los funcionarios del gobierno porteño) produjo 194 víctimas. Más allá del dolor (si es que se puede ir más allá del dolor) y los potenciales significados sociales que arroja tal desastre, el génesis de la tragedia se relaciona con una práctica imbuida en cierto segmento de la cultura rock a partir de la década de los 90’: el uso de pirotecnia como forma de celebración, tanto en estadios a cielo abierto como en lugares cerrados. Sonará duro y un tanto reduccionista, pero más allá de las irregularidades edilicias, las fallas en el sistema de seguridad y la eterna red de corrupción, si alguien no habría encendido una bengala o una candela la tragedia no hubiese sucedido de ese modo. Con tales anomalías es probable, incluso, que se produjera un accidente de iguales proporciones, pero totalmente ajeno al movimiento rock. Como la actividad que desencadena las muertes, entonces, forma parte del “ritual” inmanente al concierto de rock, es justamente la cultura rock la que se daña.
A partir de la tragedia de Cromañón se afirma un lugar común: la peligrosidad de que el efecto de un (supuesto) hecho artístico dependa exclusivamente de la presencia de un público. Naturalmente, la experiencia artística innata de ver tocar a una banda no debería fluctuar de acuerdo al marco. Pero si la banda le entrega al público un papel preponderante (corear religiosamente cada tema, saltar, gritar, encender fuegos de artificio, desplegar banderas, hacer “el aguante”) la experiencia artística excede los límites del escenario y sucede eso que ocurre en las tribunas de fútbol cuando los integrantes de la barra brava, en vez de mirar el juego, se dedican a arengar, no al equipo, sino a los que alientan. El desplazamiento del ámbito futbolístico al público de rock, sin dudas, ha ido en desmedro del resultado artístico. Actualmente, la mayoría de los grupos que llenan estadios posee sólo público, algo prescindible a la hora de hacer canciones o fomentar un ánimo subversivo.
Finalmente, la tragedia de Cromañón ha suprimido (en la Argentina) un factor esencial de la cultura rock: el riesgo. Hasta no hace mucho tiempo, oír que el rock pidiera la presencia del Estado, hubiese sonado irrisorio. Históricamente, la cultura rock ha desdeñado de la idea de un Estado protector por considerarla fascista. O burguesa. O conformista. O capitalista. O todas esas cosas juntas. Desde que el rock argentino hizo sus primeras armas en plena dictadura de Onganía, la protección del Estado estuvo asociada a la intromisión y la represión sistemática: redadas, escarmiento, discriminación, arrestos. Cromañón desarticula el truco del rock y lo deja al descubierto, con sus falsas rebeliones, sus ingeniosos juegos de palabras que quieren pasar por Poesía, sus ridículas autodenominaciones. Asistir a un concierto luego de Cromañón, por mucho que nos esforcemos en saltar, se asemeja demasiado a dos cosas, una peligrosa y la otra patética: bailar sobre los muertos y hacer ejercicios aeróbicos. ¿Qué sentido tiene corear un tema en contra del orden imperante o de un gobierno o de un estilo de vida rodeados de rigurosas infraestructuras o policías a los que les rogamos que nos protejan? ¿Dónde reside el factor perturbador cuando en medio de un tema observamos las letras fosforescentes de la salida de emergencia? El rock no ha sido hecho para ser tocado en un refugio nuclear, con plena seguridad de que apretujados en medio de gente que fuma marihuana y repite consignas contra el sistema, no nos va a pasar nada. El rock es (o era) todo lo contrario: epifanía, subversión, suciedad, elegancia, seducción, frescura, conmoción, imprevisión. Estas características no deben estar impuestas a través de una receta probada de letras demagógicas, fuegos artificiales y banderas, sino insinuadas por consecuencia de un destello implícito que el espectador tiene que reconocer. Debe haber cierta distancia, lugar para la imaginación, un halo elíptico que haga del rock un acto ajeno al didactismo y la convención de un ritual o una misa. Cromañón ha disuelto el velo y puesto en primer plano el artificio. En el 2006, el documental Que sea rock fue elocuente: al pasar a la pantalla grande, las declaraciones “excéntricas” y los gestos “revulsivos” de las estrellas (Dárgelos travestido, Cordera contando sus anécdotas, las letras de Ataque 77, el tono bravucón de Iorio, García en su estudio) produjeron un efecto parecido al patetismo: detrás de la puesta en escena de los personajes, no había (o parecía no haber) nada. Corolario: todavía no escapamos de Cromañón. Si el desvanecimiento del “duende del rock” sirviera para comprender la magnitud de la tragedia, aunque sea, algo perduraría a través del tiempo. Pero, ¿de qué sirvió Cromañón? La respuesta está soplando en el viento.
7 comentarios:
"¿a alguien le dan ganas de gritar goles de la Selección (sea la de Batista o la de Basile) cuando el rival NO es Brasil?"
Y, SEÑOR? GRITÓ ALGUNO HOY?
Uy...tantas cosas. Hago todo por resumir:
1) Esta línea no es transparente, o diría, más bien, que es parcial:
"A partir de la tragedia de Cromañón se afirma un lugar común: la peligrosidad de que el efecto de un (supuesto) hecho artístico dependa exclusivamente de la presencia de un público."
No estoy de acuerdo con que eso sea un lugar común y menos aún que Cromagnon lo haya reafirmado. En definitiva, creo que la frase es un poco rebuscada y contiene algo que la complica más ese "(supuesto) hecho artístico" Es demasiado para tres palabras juntas que no cierran su significado tan fácil. Creo.
Ahora, lo de que Cromagnon cambió lo que se conocía como "cultura rock" o que el rock y "ingeniosos juegos de palabras que quieren pasar por Poesía", bueno, no puedo estar más en desacuerdo.
En principio, lo de "rebeldía" del rock va acompañado de la edad de los asistentes a un concierto. Estamos hablando de una franja etárea que va de los 12 a los 18, que se pelean con sus padres, que hablan de "cambiar el mundo", que recién prueban un porro o una línea o se emborrachan y luchan pro "igualdades". Todo desde una sensiblería adolescente. Por lo tanto, nunca el rock fue realmente contestario en el punto político o sociológico "real". Por lo tanto, que los cuide el estado, no me parece incoherente con ningún discurso, porque simplemente no hay ningún discurso. No creo que atomice a ningún ideario tradicional. Resumiendo: Nadie va a un recital de rock a morirse. Y si alguien va a morirse es un paciente psiquiátrico, no rockero. En Cromagnon pasó lo que puede pasar en cualquier lado, y estoy 100% de acuerdo con vos en esa falta de atención al que prendió la bengala. Parecería que el dolor también sirve como velo de las propias responsabilidades. Siguiendo tu pensamiento, los padres no pueden decir que es el Estado el que tiene que cuidarte. Si vos no vas a ver el lugar donde va tu hijo, algo de responsabilidad tenés. Esto lo digo cuando ha cierto discurso que quiera siquiera asemejar lo que sucedió ahí con lo del genocidio de los 70`s.
Ahora, que Cromagnon desarticule en el rock lo de "ingeniosos juegos de palabras que quieren pasar por Poesía", bueno, está claro que sí es poesía, y hay de la buena y de la mala, como sucede con la “poesía literaria”, donde hay un Neruda y un Frost.
Cuando escuchás a un padre de Cromagnon es difícil retrucarlo, porque perdió un hijo y ya no hay nada peor. Pero estoy muy en desacuerdo con esa pose combativa de chicos-héroes. De repente hablan de un complot político contra ellos, y la verdad, yo quiero conocer la cara del que recibía los 500 mangos y firmaba diciendo que está todo bien. Esa cara quiero, no la del boludo de Ibarra. Y con esto termino: cuando se te muere un hijo, alguien tiene que pagar, siempre. En este caso, está tan desparramada la responsabilidad, que es obvio que hablar de un Chabán “asesino intencional” es descabellado. Y lo peor que le puede suceder a los padres es que vayan todos presos, porque se quedan sin lucha. Por caso, ya lo adelantaron, ya se la agarraron con Macri y dicen que ahora comienza una nueva lucha (¿?). Supongo que pelear te mantiene vivo. Es tan difícil.
Pd: Más allá de los desacuerdos, me parece muy interesante el post, y eso te lo digo en referencia al post sobre “Casas según Garcés”. Yo creo que en los blogs hay literatura de puta madre y críticas super elaboradas que muchas veces les rompen el culo a las críticas “oficiales” pagas en los medios de prensa. Te lo digo por vos, por ejemplo, donde se ve que te tomaste el tiempo en escribir sobre el tema Cromagnon desde un punto de vista bien fundamentado y muy bien escrito. Un gusto
Saludos!
Simplemnte , decir que lo de cromagnon fue una tragedia!! Por la sociedad en que vivimos. Es igula a la de Lapa y atntas otras que pasan en este pais. NO hay que culpar al rock, ni a los distintos tipos de las bandas. Fue una tragedia por no haberse previsto las cosas por parte de todos los que se encargaban de los shows de rock en ese lugar, desde la banda hasta el dueño.
NO hay que darle mas vueltas. El rock no ha cambiado.. NO coincido con tu post, creo que tenes que ir un poco mas alla de eso y ver la realidad de las cosas como son.
clau
Hay dos comentarios interesantes, que lo son aún más por su contigüidad (que resalta la calidad de uno y la falta de elaboración del otro). El de Hernán me parece muy bueno, elaborado desde el punto de vista crítico, bien fundamentado yque parte de una lectura atenta del post (a lo que se suma que coincido bastante con lo que dice). El otro, el de Clau, recae en el evitable Sentido Común (con su epítome en la frase "no hay que darle más vueltas"), en el que tendríamos que evitar caer todos. Porque justamente, para pensar seriamente una cosa, hay que dar vueltas hasta marearse (como muchas veces hace Ilcorvino). Si no, veamos a María Laura Santillán y le creemos sus resúmenes-en-dos- palabras de la realidad social. La invitación a "ir un poco más allá" y "ver las cosas como son" suena incluso graciosa en un comentario que no deja ni una sola idea. Pareciera ser que ver las cosas como son es pensar lo mínimo posible en el asunto cuando justamente lo que está faltando es pensamiento.
Salud!
Hernán: estoy de acuerdo en casi todo lo que decís (incluso en las críticas), lo que yo quiero decir es que el rock argentino pierde sentido después de cromañón, esa es mi impresión: por eso hablo de letras que quieren pasar por poesía, todo pierde su significado y parece vaciado de contenido al haber muerto 194 personas.
Saludos, gracias por comentar Dr. Fernet, Herán, Anónimos-Suerte.
El comentario de anonimo chorrea una pedanteria y soberbia berreta, en la cual "tendríamos que evitar caer todos". Por consiguiente deja de ser interesante para convertirse en una linda pajereada argumentativa.
Por cierto, al cual tampoco lo veo inundado de ideas.
Pd: No soy clau, sino alguien que paso por aca ocacionalmente y se enfurecio con tanta masturbacion.
A través de las estadísticas de blogger veo que hoy han leído vía twitter este post unas cuantas muchas veces no sé bien por qué. Pero digo algo: no me hago cargo de lo que dije hace 3 años o si me hago cargo aclarando que en esto, como en muchas otras cosas, ya no pienso igual o, mejor dicho, ya no pienso. Ni siquiera sé en qué estaba pensando cuando lo escribí, actualmente de ninguna manera escribiría un post (como este, serio, creo solemne) sobre Cromagnon porque no tengo el conocimiento suficiente para referirme al tema. Gracias.
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