Si el shock poético surge de la sensación de inestabilidad emocional o la sugestión que causa un texto que reverbera en un nuestro pensamiento más allá del límite de la lectura, James Ballard es un gran poeta y su relato “El gigante ahogado”, un poema considerable.
A menudo, Ballard es denominado un autor de ciencia ficción. Como los mejores de ese género (Kurt Vonnegut, Olaf Stapledon) lo excede largamente. Sus ficciones (en cualquier de sus dos vertientes: la novela y el cuento) poseen la particularidad de observar la realidad con una perspectiva inédita que halla una revelación cercana al extrañamiento a través de una sucesión de personajes inasequibles (proclives al desvarío, la alucinación y los mecanismos de la paranoia) ubicados en un paisaje desolado (piscinas vacías, playas desiertas, autopistas grises, hoteles abandonados) que traza un imaginario moderno, tan melancólico como crítico hacia la sociedad que refleja. Este contexto, en el que hábilmente se une la arquitectura alienada de las grandes urbes con la versión más temible de la naturaleza, mantiene un híbrido con la psiquis de los personajes: usualmente, el arquetipo ballardiano accede a estados de cognición extrema en los que se postulan analogías entre el exterior y la mente. No son pocos los espacios de la monumental obra de Ballard que nos sugieren que la verdadera ciencia ficción está en nuestros cerebros. En El hombre imposible (por tomar un relato al azar del volumen en el que aparece “El gigante ahogado”), se encuentra el relato “La Gioconda del mediodía crepuscular”. Allí, el personaje principal, Richard Maitland, producto de una fugaz ceguera y con los sentidos estimulados al máximo, inicia un viaje a través de los túneles de su mente, un lugar repleto de cavernas espejadas que terminará fundiéndose con la realidad en forma atroz. No es casual, entonces que, en esta imprecisión entre la realidad y lo onírico, la crítica Judith Merril, desde la vieja contratapa de El hombre imposible (Minotauro, Colección Otros Mundos, 1973), trace una comparación tan próxima con respecto a James Ballard: “Lo que importa (en la ficción especulativa) es que al menos un escritor plenamente calificado ha alcanzado un nivel para el que carecemos aún de un adecuado lenguaje crítico, una posición literaria más cercana a las solitarias prominencias del argentino Borges (…) que a la de sus vecinos más próximos de la lengua inglesa”.
Particularmente, en “El gigante ahogado”, suceden muchas hazañas narrativas. En primer lugar, Ballard tiene la deferencia de reseñar un hecho extraordinario a través de un narrador en primera persona que conserva la frialdad de los escritores de obituarios. Como dice Rodrigo Fresán: “era como si Ballard anestesiara toda noción de lo maravilloso para presentarlo, simplemente, como un apéndice más de lo cotidiano”:
En la mañana después de la tormenta las aguas arrojaron a la playa, a ocho kilómetros al noroeste de la ciudad, el cuerpo de un gigante ahogado.
Con esa información (exenta de cualquier hipótesis argumentativa sobre el origen de tal extraño ejemplar) se nos cuenta el itinerario de un cuerpo humano de dimensiones gigantescas que yace al borde de las orillas de una playa. Y eso, nada más y nada menos, es todo lo que ocurre en el relato. Varias de las imágenes que nos describe el narrador, son instantes de poesía. Lo mismo que sucede en “El fin”, el cuento de Borges, cuando se lee:
Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música…
Incluso podemos cortar arbitrariamente los párrafos del cuento de Ballard y confeccionar poesía de contrabando:
Había marea baja,
y casi todo el cuerpo del gigante
estaba al descubierto,
pero no parecía ser mayor
que un tiburón anclado al sol.
Con discreción matemática, el narrador cuenta los avatares que debe sufrir el gigante ahogado, algunos de ellos ciertamente terribles: la amputación de sus partes, el uso de su cuerpo como peatonal, la escritura de leyendas o tatuajes. El hallazgo de Ballard es referir tales situaciones si un mínimo grado de exuberancia. De igual modo, algo parece decirnos el modo en que se estructura el relato. La insólita aparición, la conducta bestial de los visitantes y la serenidad del narrador se transforman en claves de múltiples significados. Se podrían desarrollar diversas interpretaciones, pero ingresar en ese terreno evocaría aquellas sentencias sobre la literatura de Kafka, relacionada con los trámites burocráticos o el sufrimiento del hombre hasta por aquellos que no la leyeron. Por otra parte, si aceptamos que el efecto de lectura del relato es poético, también debemos tener en cuenta que gran parte de la mejor poesía del Siglo XX (por atenernos a una época determinada) reside en la categoría de lo inasible. La tierra baldía, de Eliot (quien casualmente es leído en voz alta por la pareja del ciego Maitland, en el otro cuento mencionado) es un buen ejemplo. Lo que se lee no guarda correspondencia alguna con ningún tipo de lógica y aunque podamos advertir algunas apariencias, el significado esencial (si es que existe) nunca es totalmente asimilado:
Ella se vuelve y se mira en el espejo
sin preocuparse de su amante recién marchado;
su cerebro consigue formular un pensamiento borroso;
“Bueno, asunto concluido, me alegro que haya terminado”.
Cuando una mujer hermosa comete tales locuras y
vuelve a pasearse por su cuarto, sola,
se alisa los cabellos con mano automática
y pone un disco en el gramófono.
Así es, entonces, que la gente despedaza al gigante para hacer fertilizante con sus restos. Los huesos que no se pueden triturar y las partes del cuerpo que no sirven, son grotescamente colocados en la puerta de negocios o en la entrada de un astillero. De pronto, el relato adquiere una perspectiva histórica. Han pasado años y ya nadie recuerda qué pasó. El “pene inmenso, fue a parar al museo de curiosidades de un circo que recorre el noroeste”. Se cree que era de una enorme bestia marina. El último párrafo dice así:
El resto del esqueleto, desprovisto de toda carne, descansa aún a orillas del mar: las costillas torcidas y blanqueadas como el maderaje de un buque abandonado. Han sacado la cabaña del contratista, la grúa y el andamiaje, y la arena impulsada hacia la bahía a lo largo de la costa ha enterrado la pelvis y la columna vertebral. En el inverno los altos huesos curvos están abandonados, golpeados por las olas, pero en el verano son una percha excelente para las gaviotas fatigadas.
Como observamos, Ballard es un campeón de la perspectiva literaria. Según dicen, la G. de James G. Ballard corresponde a su segundo nombre, Graham. A medida que pasa el tiempo (un tiempo desolado) se me ocurre que significa otra cosa: Gigante.
A menudo, Ballard es denominado un autor de ciencia ficción. Como los mejores de ese género (Kurt Vonnegut, Olaf Stapledon) lo excede largamente. Sus ficciones (en cualquier de sus dos vertientes: la novela y el cuento) poseen la particularidad de observar la realidad con una perspectiva inédita que halla una revelación cercana al extrañamiento a través de una sucesión de personajes inasequibles (proclives al desvarío, la alucinación y los mecanismos de la paranoia) ubicados en un paisaje desolado (piscinas vacías, playas desiertas, autopistas grises, hoteles abandonados) que traza un imaginario moderno, tan melancólico como crítico hacia la sociedad que refleja. Este contexto, en el que hábilmente se une la arquitectura alienada de las grandes urbes con la versión más temible de la naturaleza, mantiene un híbrido con la psiquis de los personajes: usualmente, el arquetipo ballardiano accede a estados de cognición extrema en los que se postulan analogías entre el exterior y la mente. No son pocos los espacios de la monumental obra de Ballard que nos sugieren que la verdadera ciencia ficción está en nuestros cerebros. En El hombre imposible (por tomar un relato al azar del volumen en el que aparece “El gigante ahogado”), se encuentra el relato “La Gioconda del mediodía crepuscular”. Allí, el personaje principal, Richard Maitland, producto de una fugaz ceguera y con los sentidos estimulados al máximo, inicia un viaje a través de los túneles de su mente, un lugar repleto de cavernas espejadas que terminará fundiéndose con la realidad en forma atroz. No es casual, entonces que, en esta imprecisión entre la realidad y lo onírico, la crítica Judith Merril, desde la vieja contratapa de El hombre imposible (Minotauro, Colección Otros Mundos, 1973), trace una comparación tan próxima con respecto a James Ballard: “Lo que importa (en la ficción especulativa) es que al menos un escritor plenamente calificado ha alcanzado un nivel para el que carecemos aún de un adecuado lenguaje crítico, una posición literaria más cercana a las solitarias prominencias del argentino Borges (…) que a la de sus vecinos más próximos de la lengua inglesa”.
Particularmente, en “El gigante ahogado”, suceden muchas hazañas narrativas. En primer lugar, Ballard tiene la deferencia de reseñar un hecho extraordinario a través de un narrador en primera persona que conserva la frialdad de los escritores de obituarios. Como dice Rodrigo Fresán: “era como si Ballard anestesiara toda noción de lo maravilloso para presentarlo, simplemente, como un apéndice más de lo cotidiano”:
En la mañana después de la tormenta las aguas arrojaron a la playa, a ocho kilómetros al noroeste de la ciudad, el cuerpo de un gigante ahogado.
Con esa información (exenta de cualquier hipótesis argumentativa sobre el origen de tal extraño ejemplar) se nos cuenta el itinerario de un cuerpo humano de dimensiones gigantescas que yace al borde de las orillas de una playa. Y eso, nada más y nada menos, es todo lo que ocurre en el relato. Varias de las imágenes que nos describe el narrador, son instantes de poesía. Lo mismo que sucede en “El fin”, el cuento de Borges, cuando se lee:
Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música…
Incluso podemos cortar arbitrariamente los párrafos del cuento de Ballard y confeccionar poesía de contrabando:
Había marea baja,
y casi todo el cuerpo del gigante
estaba al descubierto,
pero no parecía ser mayor
que un tiburón anclado al sol.
Con discreción matemática, el narrador cuenta los avatares que debe sufrir el gigante ahogado, algunos de ellos ciertamente terribles: la amputación de sus partes, el uso de su cuerpo como peatonal, la escritura de leyendas o tatuajes. El hallazgo de Ballard es referir tales situaciones si un mínimo grado de exuberancia. De igual modo, algo parece decirnos el modo en que se estructura el relato. La insólita aparición, la conducta bestial de los visitantes y la serenidad del narrador se transforman en claves de múltiples significados. Se podrían desarrollar diversas interpretaciones, pero ingresar en ese terreno evocaría aquellas sentencias sobre la literatura de Kafka, relacionada con los trámites burocráticos o el sufrimiento del hombre hasta por aquellos que no la leyeron. Por otra parte, si aceptamos que el efecto de lectura del relato es poético, también debemos tener en cuenta que gran parte de la mejor poesía del Siglo XX (por atenernos a una época determinada) reside en la categoría de lo inasible. La tierra baldía, de Eliot (quien casualmente es leído en voz alta por la pareja del ciego Maitland, en el otro cuento mencionado) es un buen ejemplo. Lo que se lee no guarda correspondencia alguna con ningún tipo de lógica y aunque podamos advertir algunas apariencias, el significado esencial (si es que existe) nunca es totalmente asimilado:
Ella se vuelve y se mira en el espejo
sin preocuparse de su amante recién marchado;
su cerebro consigue formular un pensamiento borroso;
“Bueno, asunto concluido, me alegro que haya terminado”.
Cuando una mujer hermosa comete tales locuras y
vuelve a pasearse por su cuarto, sola,
se alisa los cabellos con mano automática
y pone un disco en el gramófono.
Así es, entonces, que la gente despedaza al gigante para hacer fertilizante con sus restos. Los huesos que no se pueden triturar y las partes del cuerpo que no sirven, son grotescamente colocados en la puerta de negocios o en la entrada de un astillero. De pronto, el relato adquiere una perspectiva histórica. Han pasado años y ya nadie recuerda qué pasó. El “pene inmenso, fue a parar al museo de curiosidades de un circo que recorre el noroeste”. Se cree que era de una enorme bestia marina. El último párrafo dice así:
El resto del esqueleto, desprovisto de toda carne, descansa aún a orillas del mar: las costillas torcidas y blanqueadas como el maderaje de un buque abandonado. Han sacado la cabaña del contratista, la grúa y el andamiaje, y la arena impulsada hacia la bahía a lo largo de la costa ha enterrado la pelvis y la columna vertebral. En el inverno los altos huesos curvos están abandonados, golpeados por las olas, pero en el verano son una percha excelente para las gaviotas fatigadas.
Como observamos, Ballard es un campeón de la perspectiva literaria. Según dicen, la G. de James G. Ballard corresponde a su segundo nombre, Graham. A medida que pasa el tiempo (un tiempo desolado) se me ocurre que significa otra cosa: Gigante.
10 comentarios:
A mí me dieron ganas de leerlo cuando leí por ahí que tenía cáncer y era irremediable. Me compré Noches de cocaína, pero todavía no lo empecé. Chorrea de grasa lo mío. No sientan asco de mí.
muy buen texto! no queda otra, después de leerlo, que comenzar con ballard: el único que tengo es Furia feroz, ¿qué tal es como para comenzar? slds!
Ballard se ha tornado inconseguible en mdp. Los dos comentaristas anteriores tienen en sus manos dos versiones de una misma faceta: la perversidad detrás de la perfección propuesta por la ideal vida moderna burguesa de los countries, y cuán necesario e inevitable es lo condenado por la ley y la moral para que ¿el hombre? (o algo) subsista en ese medio.
No encontré el poema reseñado ni ninguna de LAS obras suyas, pues parece que se las ha devorado la masa. Me alegra, pero ufa, hace rato quiero inundarme de esto.
Adios.
Pobre gigante, hasta Corvino sacó un pedazo.
No leí toda la obra de Ballard, pero creo que el mejor libro para empezar es el que leí en la facultad, a través del cual conocí al autor: La isla de cemento. Furia feroz es una novela que inicia el último tramo ballardiano, que se inmiscuye en las miserables vidas aparentemente perfectas de la alta sociedad. El poema de Eliot no sé exactamente cuál es, abrí La tierra baldía y lo copié al azar. Saludos, gracias por leer!
Al que quiera explotar con Ballard, le recomiendo que empiece por La Exhibición de Atrocidades, con inviolables tales como "Tú, coma, Marylin Monroe" o el panfleto que se repartió en la convención republicana "Why I want to fuck Ronald Reagan".
Mi colección de Ballard empezo rastreando las ediciones de Minotauro en librerías de libros usados, luego que un amigo me regalara Las Voces del Tiempo. Durante años fue lo único que se conseguía. Sin embargo, para el que se anime, recomiendo ferviertemente que lo lea en su idioma original, con todos sus "derelict" y "like some...". Justamente, en Amazon, se consigue (ahora solo usado) un tomito de la editorial V Search llamado Re/search #8/9 con una muestra de algunos cuentos, muchas entrevistas, y extractos de algunas novelas, que es brillante.
ygcbfdxbd
Corvino, tenes un libro de Ballard de ensayos muy bueno en libreria Horacio de Alberti y la Rioja, tapa dura, de una editorial española, por ahí ya lo tenes, muy bueno el articulo, saludos
Perdón: Alberti y Catamarca
Chiesa: no se lo digas a nadie, mañana voy!
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