A la hora de abordar a Borges hay dos posturas equidistantes que juzgo improductivas: la de José Pablo Feinmann, que por poco le reprocha no haberse afiliado a la JP durante los 70’ y la de Alejandro Vaccaro, que suele ofrecer entrevistas sentado junto a un busto dorado (o plateado) del ciego. Estas posiciones extremas, cegadas por los avatares de la política o el encandilamiento estético, tienen su valor, pero corren el riesgo de parecerse al comentario de un fanático que siempre cree que el árbitro y la asociación de fútbol están en contra de su equipo. También existen los que se enojan cuando alguien pronuncia “Borges” y, exasperados, gritan a los cuatro vientos que ya demasiado se ha hablado del viejo y que mejor sería empezar con otro. En primer lugar, a todas luces, Borges se ha convertido en un clásico, por lo tanto, es probable que dentro de 50 años todavía se hable de él. Por otro lado, innumerables veces se ha hablado y se habla de otros (Walsh, Puig, Osvaldo Lamborghini, Aira); en la mayoría de los casos, para explicar de qué modo éstos se han desviado del paradigma Borges. La conclusión evoca el título de una vieja película: Atrapado sin salida. O el inquietante corolario con que Bolaño termina su divertido panorama (ése es el calificativo que más le cuadra, uno puede llorar de la risa leyéndolo) de la literatura argentina contemporánea, “Derivas de la pesada”: “Hay que releer a Borges otra vez”.
Se me ocurre trazar un muy breve acercamiento a uno de mis libros favoritos: Otras inquisiciones, es decir, uno de esos libros a los que uno, irremediablemente, vuelve. Buena parte de los ensayos publicados en ese volumen fueron escritos entre las décadas de 1940 y 1950. No es mi propósito hacer un resumen de todos, simplemente divisaré algunas características que convierten al libro en una preciosa máquina de interpelación, de activar pensamientos en el lector. La mayoría de los temas que preocupaban o fascinaban a Borges mantienen su vigencia por su carácter imperecedero (la lingüística, los paralelismos literarios, las coincidencias temporales, el nacionalismo), estarán allí donde esté la Humanidad. Lo extraño es que, más allá de la utilización de algunos términos recurrentes (“baladí”), la composición estructural de su escritura (sintáctica y semánticamente) aún marque las pautas de lo que en la actualidad se considera moderno. Esta sintaxis clara e incisiva se contrapone a la del primitivo El idioma de los argentinos y se inicia en Discusión, su otro notable libro de ensayos. Por aquel tiempo, los integrantes de la revista Contorno (David Viñas, Sebreli, Noé Jitrik) preferían discutir con el insufrible Eduardo Mallea: ¿a quién se le ocurriría leerlo hoy más no sea como curiosidad histórica? Anécdotas de este tipo permiten esperanzarnos: secretamente, a espaldas de las grandes editoriales y el ruido sordo del Mercado, tal vez en estos mismos instantes, un autor genial esté escribiendo los textos que el día de mañana harán historia. La gloria literaria es un plato que se sirve frío.
Borges repite en cada uno de sus libros (aun los más residuales: El libro de arena, El informe de Brodie) las temáticas que lo perturban, tal vez sea Otras inquisiciones uno de los que sintetiza con mayor fidelidad el compendio fundamental del itinerario borgeano: desde las observaciones filosóficas que inundan sus cuentos hasta las elucubraciones literarias que marcarán tendencia. De estas últimas hay dos casos significativos. En “Los precursores de Kafka”, plantea el influjo literario como un lazo simultáneo de agentes simétricos: el escritor (Kafka, en ese caso) es gracias a los precursores (Aristóteles, Han Yu, Kierkegaard, Léon Bloy); los precursores son gracias al rescate del escritor. La misma operación realiza con su obra a través de la evocación de otros: el mismo Kafka, Chesterton, Cervantes, Bernardo Shaw. A cada uno de ellos dedica un texto revelador. En “La flor de Coleridge”, partiendo de una frase perdida de Paul Valéry (“La historia de la literatura no debería ser la historia de los autores y de los accidentes de su carrera o de la carrera de sus obras sino la Historia del Espíritu como productor o consumidor de literatura. Esa historia podría llevarse a término sin mencionar un solo escritor”), desestima la noción de autor para rastrear la evolución de una idea (un argumento) a través de los años. Las dos estrategias consideradas tienen una tesitura vanguardista: a través de la inversión de una concepción establecida (la de precursor y la de autor) suponen la trasgresión de una norma.
Al incesante comentarista de motivos literarios (Borges es capaz de enaltecer a un autor olvidado o narrar las peripecias de un cuento –“Wakefield”, de Nathaniel Hawthorne- y, en el ínterin, adueñárselo) se le suman dos facetas memorables: el humorista y el ensayista político. Más allá de la innumerable batería de anécdotas, no es secreto que los mejores textos de Borges pueden provocar un estallido de carcajadas. Así lo prueban “Pierre Menard, autor del Quijote”, múltiples fragmentos de sus relatos más conocidos, los textos en colaboración con Bioy Casares (especialmente Seis problemas para Don Isidro Parodi, no así el denso Un modelo para la muerte) y las encendidas represalias contra aquellos que le provocan aversión. “Las alarmas del Doctor Américo Castro” es ejemplo de esta última modalidad. En este pasaje, Borges comenta con inacabable maldad La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico, un libro que repasa el aparente “desbarajuste lingüístico” que la lengua castellana sufría en esta parte del mundo alrededor de 1941 (año en que se edita el libro). A quemarropa, Borges articula un decálogo de ironías y estrategias defensivas para neutralizar la falsa erudición de Castro. A continuación transcribo un segmento recordado:
He viajado por Cataluña, por Alicante, por Andalucía, por Castilla (…) tengo gratísimos recuerdos de esos lugares; no he observado jamás que los españoles hablaran mejor que nosotros. (Hablan en voz más alta, eso sí, con el aplomo de quienes ignoran la duda.) El doctor Castro nos imputa arcaísmo. Su método es curioso: descubre que las personas más cultas de San Lamed de Puga, en Orense, han olvidado tal o cual acepción de tal o cual palabra; inmediatamente resuelve que los argentinos deben olvidarla también… El hecho es que el idioma español adolece de varias imperfecciones (monótono predominio de las vocales, excesivo relieve de las palabras, ineptitud para formas palabras compuestas) pero no de la imperfección que sus torpes vindicadores le achacan: su dificultad. El español es facilísimo. Sólo los españoles lo juzgan arduo (…) tal vez por cierta rudeza verbal (confunden acusativo y dativo, dicen le mató por lo mató, piensan que un libro puede sobrellevar este cacofónico título: La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico).
El debate que propone Borges abarca más aristas que las del pobre Américo Castro: entabla un enfrentamiento entre la cultura argentina y la tradición española (que, bajo diferentes formas, sigue hasta hoy) y posee cierta ética literaria. En el último párrafo, Borges refiere que el autor que critica lo ha mencionado como uno de los escritores “cuyo estilo es correcto”, para agregar líneas después “a pesar de la inclusión de mi nombre en ese catálogo, no me creo del todo incapacitado para hablar del castellano”. A eso llamo una declaración de principios: a pesar de ser elogiado, Borges no duda en disparar munición gruesa. La misma que recibe el nacionalismo en “Nuestro pobre individualismo”, texto de 1946 que tiene la peculiaridad de discutir con el Borges de las décadas posteriores.
Se me ocurre trazar un muy breve acercamiento a uno de mis libros favoritos: Otras inquisiciones, es decir, uno de esos libros a los que uno, irremediablemente, vuelve. Buena parte de los ensayos publicados en ese volumen fueron escritos entre las décadas de 1940 y 1950. No es mi propósito hacer un resumen de todos, simplemente divisaré algunas características que convierten al libro en una preciosa máquina de interpelación, de activar pensamientos en el lector. La mayoría de los temas que preocupaban o fascinaban a Borges mantienen su vigencia por su carácter imperecedero (la lingüística, los paralelismos literarios, las coincidencias temporales, el nacionalismo), estarán allí donde esté la Humanidad. Lo extraño es que, más allá de la utilización de algunos términos recurrentes (“baladí”), la composición estructural de su escritura (sintáctica y semánticamente) aún marque las pautas de lo que en la actualidad se considera moderno. Esta sintaxis clara e incisiva se contrapone a la del primitivo El idioma de los argentinos y se inicia en Discusión, su otro notable libro de ensayos. Por aquel tiempo, los integrantes de la revista Contorno (David Viñas, Sebreli, Noé Jitrik) preferían discutir con el insufrible Eduardo Mallea: ¿a quién se le ocurriría leerlo hoy más no sea como curiosidad histórica? Anécdotas de este tipo permiten esperanzarnos: secretamente, a espaldas de las grandes editoriales y el ruido sordo del Mercado, tal vez en estos mismos instantes, un autor genial esté escribiendo los textos que el día de mañana harán historia. La gloria literaria es un plato que se sirve frío.
Borges repite en cada uno de sus libros (aun los más residuales: El libro de arena, El informe de Brodie) las temáticas que lo perturban, tal vez sea Otras inquisiciones uno de los que sintetiza con mayor fidelidad el compendio fundamental del itinerario borgeano: desde las observaciones filosóficas que inundan sus cuentos hasta las elucubraciones literarias que marcarán tendencia. De estas últimas hay dos casos significativos. En “Los precursores de Kafka”, plantea el influjo literario como un lazo simultáneo de agentes simétricos: el escritor (Kafka, en ese caso) es gracias a los precursores (Aristóteles, Han Yu, Kierkegaard, Léon Bloy); los precursores son gracias al rescate del escritor. La misma operación realiza con su obra a través de la evocación de otros: el mismo Kafka, Chesterton, Cervantes, Bernardo Shaw. A cada uno de ellos dedica un texto revelador. En “La flor de Coleridge”, partiendo de una frase perdida de Paul Valéry (“La historia de la literatura no debería ser la historia de los autores y de los accidentes de su carrera o de la carrera de sus obras sino la Historia del Espíritu como productor o consumidor de literatura. Esa historia podría llevarse a término sin mencionar un solo escritor”), desestima la noción de autor para rastrear la evolución de una idea (un argumento) a través de los años. Las dos estrategias consideradas tienen una tesitura vanguardista: a través de la inversión de una concepción establecida (la de precursor y la de autor) suponen la trasgresión de una norma.
Al incesante comentarista de motivos literarios (Borges es capaz de enaltecer a un autor olvidado o narrar las peripecias de un cuento –“Wakefield”, de Nathaniel Hawthorne- y, en el ínterin, adueñárselo) se le suman dos facetas memorables: el humorista y el ensayista político. Más allá de la innumerable batería de anécdotas, no es secreto que los mejores textos de Borges pueden provocar un estallido de carcajadas. Así lo prueban “Pierre Menard, autor del Quijote”, múltiples fragmentos de sus relatos más conocidos, los textos en colaboración con Bioy Casares (especialmente Seis problemas para Don Isidro Parodi, no así el denso Un modelo para la muerte) y las encendidas represalias contra aquellos que le provocan aversión. “Las alarmas del Doctor Américo Castro” es ejemplo de esta última modalidad. En este pasaje, Borges comenta con inacabable maldad La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico, un libro que repasa el aparente “desbarajuste lingüístico” que la lengua castellana sufría en esta parte del mundo alrededor de 1941 (año en que se edita el libro). A quemarropa, Borges articula un decálogo de ironías y estrategias defensivas para neutralizar la falsa erudición de Castro. A continuación transcribo un segmento recordado:
He viajado por Cataluña, por Alicante, por Andalucía, por Castilla (…) tengo gratísimos recuerdos de esos lugares; no he observado jamás que los españoles hablaran mejor que nosotros. (Hablan en voz más alta, eso sí, con el aplomo de quienes ignoran la duda.) El doctor Castro nos imputa arcaísmo. Su método es curioso: descubre que las personas más cultas de San Lamed de Puga, en Orense, han olvidado tal o cual acepción de tal o cual palabra; inmediatamente resuelve que los argentinos deben olvidarla también… El hecho es que el idioma español adolece de varias imperfecciones (monótono predominio de las vocales, excesivo relieve de las palabras, ineptitud para formas palabras compuestas) pero no de la imperfección que sus torpes vindicadores le achacan: su dificultad. El español es facilísimo. Sólo los españoles lo juzgan arduo (…) tal vez por cierta rudeza verbal (confunden acusativo y dativo, dicen le mató por lo mató, piensan que un libro puede sobrellevar este cacofónico título: La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico).
El debate que propone Borges abarca más aristas que las del pobre Américo Castro: entabla un enfrentamiento entre la cultura argentina y la tradición española (que, bajo diferentes formas, sigue hasta hoy) y posee cierta ética literaria. En el último párrafo, Borges refiere que el autor que critica lo ha mencionado como uno de los escritores “cuyo estilo es correcto”, para agregar líneas después “a pesar de la inclusión de mi nombre en ese catálogo, no me creo del todo incapacitado para hablar del castellano”. A eso llamo una declaración de principios: a pesar de ser elogiado, Borges no duda en disparar munición gruesa. La misma que recibe el nacionalismo en “Nuestro pobre individualismo”, texto de 1946 que tiene la peculiaridad de discutir con el Borges de las décadas posteriores.
En Borges como problema, Juan José Saer intenta demostrar que la crítica (condescendiente) no suele apuntar que buena parte de la obra de Borges no es literatura de primer orden: “Es como si el solo hecho de ser textos de Borges los transformase mágicamente en literatura”. Para argumentar tal aseveración (indudablemente cierta si tomamos en cuenta los primeros libros de ensayos y los inciertos poemarios de sus últimos días), declama que “el interés principal de la obra borgiana” se encuentra “entre finales de los años veinte y finales de los años cincuenta (…) dos libros clave (…) la abren y la cierran, Evaristo Carriego y El hacedor”. A pesar de estar enmarcada en un contexto negativo para el autor de El aleph (ya que suprime, con salvedades, todo la anterior a 1930, todo lo posterior a 1960), la delimitación se convierte en el mayor elogio de la historia de la literatura argentina: nunca antes un autor consagrado (Saer, en este caso) manifestó que otro del mismo nivel (Borges) mantuvo durante ¡treinta años! una obra superlativa. De contrasentidos como ése, están hechas las críticas a Borges. “Muchachos, maten a Borges”, cuenta la leyenda que dijo Grombowicz a quienes los fueron a despedir en su viaje de regreso a Europa. Los estertores de esta frase nos siguen mortificando: no aclaró el cómo. Sayonara.