Antes de comenzar quiero aclarar que soy un reverendo prejuicioso. Me muevo en el terreno de la música (y probablemente también en la vida) en base a fundamentalismos indecibles y preconceptos sin argumento. Hasta determinado momento (que no sé precisar) le tendí mi mano al pop argentino en su totalidad. Leo García, Miranda, Babasónicos, Emmanuel Horvilleur me parecían agentes necesarios para descomprimir el Imperio monotemático (birra, porro, cerveza, sexo, fútbol, barrio) y demagógico (en tanto ofrecen lo que el público pide ajustándose a los límites de una fórmula musical probada: por un lado, rock de raíces stones; por el otro, una supuesta “libertad creativa” abocada a la pululación automática de cumbias, reggaes y candombes) de un rock masivo simbolizado en la imagen de un chico con flequillo maniobrand una V por debajo de su mentón. Los Piojos, la Bersuit Vergarabat 00’, Callejeros, La Vela Puerca y ahora Las pastillas del abuelo, bajo sus distintas orientaciones artísticas (y no tanto) son formas del mismo vacío compositivo. Pero ese pop salvador, finalmente, nunca estuvo a la altura de sus pretensiones: se pasó de una propuesta musical teóricamente más sofisticada a correr incansablemente detrás del Éxito. Por esta causa los discos de los exponentes mencionados son sucesiones de jingles publicitarios que basan toda su “subversión” en adherir a una estética que atrasa exactamente 25 años. Es decir que frente al rock encorsetado de “los del palo” se concibe la respuesta más obvia: una frivolidad premeditada que, en vez de molestar (como Virus en los 80’), espanta por el bajo nivel de imaginación. Esto sucede cuando las premisas relativistas que se desprenden de textos pertenecientes a autores denominados “posmodernos” invaden otros campos (en este caso, la música) sin contexto ni adaptación alguna. Lo único que queda entonces es que si no hay bien ni mal, ni derecha ni izquierda, ni autor ni sujeto, todo da lo mismo. Recuerdo escuchar a Bobby Flores pasando una canción conformada por una sucesión de eructos sobre una base electrónica… Pero ese es otro tema. La cuestión es que toda la estantería fascistoide (lo acepto) se me cayó al piso cuando escuche los estremecedores acordes de guitarra del riff vintage (más el coro tarareado) de “Date y dame”, el primer (y quizás único) corte de Pon en práctica tu ley, el nuevo disco de Lucas Martí, hermano de Emmanuel Horvilleur, recurrente colaborador de Migue García, dueño del rostro que fue objetivo de una legendaria piña de Norberto Pappo Nappolitano, ex líder de ese proyecto de pop barroco, incomprensible y deconstructor llamado A-Tirador Láser. En realidad el pegadizo y bailable placer culpable de “Date y dame” (¿cuánto hace que no aparecía un tema de ese tipo en el rock argentino?) es el principal eje de resonancias de un disco heterodoxo, con altibajos y que, por momentos, parece ser una reversión de Privé (1986, Spinetta) interpretada por un avatar de Federico Moura. El disco permanece en el territorio en que se entrecruzan estas dos conocidas (y distantes) variantes del pop argento inteligente. Tal vez ésa fue la impresión en el receptor deseada por Martí, quien, según las reseñas, sólo utilizó instrumentos fabricados en la primera mitad de los años 80’. Ya establecido un patrón musical general, lo significativo de muchas canciones es el texto: en la melodía naif de “Inglés” se refleja el itinerario de una boluda posmoderna (“Paso por francés/ La busco a ella y sus palabras/ Cree que un idioma la puede hacer pertenecer (…) Siempre sos extra en su pantalla”); en la notable “Propagandas” se atribuye el fin de una pareja a la irrupción de la televisión en la vida cotidiana (“Nos ganó lo material/ Lo palpable, lo insustancial/ La ilusión sobre la acción (…) Pude ver ESPN/ Pude hacerlo y no intenté/ Nos ganó la dirección/ Y el no correr el riesgo de estar junto a vos”); en “No dejes de cantarle al amor” (que comienza en forma extraordinaria y se bifurca en un estribillo errático más propio de un tema de Cris Morena) se agrega al swing ochentoso un toque “abrasilerado” en el fraseo de la voz (otro rasgo de aquella época). Otro momento logrado es “Bocón”, una balada romántica con añejas máquinas de ritmo y sonidos de teclados que remiten directamente a las manos de un tecladista maquillado de 1985 (y a ese disco totalmente olvidado de 1988: Don Lucero). Tal vez porque la apuesta por un sonido originario es explícita, el resultado final del disco (dejando de lado algunos tracks desechables), más que un ejercicio “retro a la moda”, es toda una declaración de principios y una metáfora de estos tiempos. ¿Metáfora de qué? Bueno, cada tanto, como ahora, viene bien hacerse el posmoderno y dejar las interpretaciones taxativas en plena incertidumbre. Sayonara.