viernes, 31 de julio de 2009

Autoreferencia

Esto es un robo a un viejo post del emo peronista, a quien rindo homenaje ilustrando el presente pseudo-texto con la obra que él edifico en mi honor. También se lo dedico a mi amiga Oveja, con la que hace unos días repasamos el Full Counters. Una de las gracias que tiene mantener un blog es fijarse los resultados de las estadísticas de los contadores de usuarios. A continuación repasaré algunas de las búsquedas más interesantes a través de las cuales han llegado a este blog y responderé algunas preguntas:

En 43 oportunidades alguien quiso averiguar quién es el “autor de la obra facundo”: Sarmiento, amigo, no busques más, tu tiempo es hoy.

En 13 oportunidades alguien quiso averiguar “quien dijo sin litto nebbia no hubiera existido javier martinez ni spinetta ni yo”: Charly García, de nada.

Alguien que llegó al blog decenas de veces a través de la sucesión de términos “critica y autocrítica de la literatura infantil”, probablemente luego cayó en una profunda incertidumbre metafísica y buscó: “que es autocritica de la literatura infantil”: Autocrítica de literatura infantil es cuando autores de literatura infantil critican el género o a ellos mismos.

Seguramente un desorientado estudiante secundario inquirió un “¿Porque podemos decir que rosaura a la diez es una novela policial?”: Hay un asesinato y hasta último momento no se sabe exactamente el móvil y (si no recuerdo mal) el autor de tal hecho, características propias de una novela policial.

No contento con la respuesta anterior, el irresponsable estudiante insiste y pregunta “Como describe david reguel a camilo canegato”: Bueno, tampoco te voy a hacer el trabajo yo, pero sí recuerdo que en su monólogo lo compara con la maqueta de un hombre, esa frase me quedó grabada.

Tal vez inducido por la muerte reciente, un navegante quiere saber cuáles son “los mejores libros de james ballard”: A mi entender, casi todos, pero si me tengo que quedar con uno, La isla de Cemento. Aunque usted preguntaba en plural, agregaría entonces Zona de catástrofe, una excelente recopilación de relatos.

Un evidente novato en rock argentino implora el “significado letras de canciones pedro aznar catalina bahia”: En primer lugar, el tema no es del bajista de Serú Girán sino de Miguel Cantilo, el cantante de Pedro y Pablo; el significado de la letra es bastante obvio, creo que es una de las mejores baladas eróticas de estas tierras y habla, en resumidas cuentas, de ponerla. Le recomendaría también que escuche la versión de Andrés Calamaro en Alta Suciedad, pero eso corre por su cuenta, no quiero entrometerme en su vida (que ya bastante difícil debe ser).

Un spinetteano desesperado inquiere un “sicocisne q significa”: Bueno, habría que preguntarle a Spinetta que inventó tal término para una de sus canciones más raras en el hermoso disco en vivo Exactas. Aunque temo que él tampoco lo sepa.

Hay dos tipos de idiota, el que presta un libro y el que lo devuelve”: Sólo quería decir que estoy de acuerdo.

Capitulo de los simpson cuando bart se mete en los niños exploradores”: He aquí un alma gemela, se trata de mi episodio favorito, es el que Milhouse le roba el alma y luego la cambia por fichas de Alf (“¿Te acuerdas de Alf? Volvió, en forma de fichas” es una de las líneas de diálogo más estupendas que escuché en mi vida).

“¿Como se llama la lesbiana de tratame bien?: Ni idea.

Pero quiero ser escritor saer felisberto”: Creo que yo también (¿?).

El spinetteano no se contenta y vuelve a la carga: “credulidad spinetta significado de la letra”: No lo sé, pero ¿qué importa?, es un gran tema dentro de un grandísimo disco (Pescado 2): “Las uvas viejas de un amor en el placard/Son esas cosas que te están amortajando”. ¡Creo que ya atendí de qué habla! Habla de esos instantes en que uno..., se me fue.

Putitas en aprieto”: ¿Y?

Quien hacia la mimica de luciano castro cuando cantaba en jugate conmigo”: ¿Cómo? ¿No cantaba él? Qué desilusión. ¡¿Cómo podría saberlo?!

Se me esta manchando las piernas de la parte baja eso por que sucede”: Yo le recomendaría un chequeo médico cada tanto.

“¿Que significa la frase yendo de la cama hacia el living?”: Intuyo que debe ser una metáfora para reflejar un estado de encierro y cierta paranoia. Y es uno de mis temas favoritos.

Dialogo entre bart y milhouse sobre la pecera”: Otra vez mi alma gemela o amigo ideal vuelve a la carga. El diálogo al cual se refiere está en el capítulo en que Bart consigue una tarjeta de crédito y se compra un perro (Prócer) que desplaza a Ayudante de Santa. Milhouse termina preguntándose: “¿Y por qué tenía la pecera, eh, por qué tenía la pecera?” ya que Ayudante le había morfado sus peces y le habían hecho creer que estos no habían existido.

“¿Como se llama el tema de andres calamaro que dice y dicen que aqui no podemos hacerlo?: La respuesta a su pregunta está en la formulación de la misma. Sólo le diré que está en el disco Palabras más, palabras menos de Los Rodríguez y habla “del faso”. Ahora lo invito a usted a encontrar su objetivo y vivir una vida plena.

Arem de putitas”: En primer lugar le aviso que si usted quiere llegar a encontrar un harem de putitas por Internet deberá enterarse de que dicha palabra va con una “h” inicial. Le deseo mucha suerte en la búsqueda y si finalmente lo encuentra, no dude en llamarme.

miércoles, 22 de julio de 2009

¿De qué hablamos cuando hablamos de rock?

Por norma cultural del género (o imposición “consuetudinaria”), las bandas de rock suelen comenzar su carrera erigiendo un discurso que confronta con cualquiera de las formas del “poder”. En caso contrario, se entiende, se trataría de un producto superficial manufacturado por productores o empresas. Nadie puso el grito en el cielo cuando Palito Ortega, paradigma del cantante hueco y apto para toda la familia, se acercó a Menem; el concierto de Charly García, emblema proveniente del rock, en la Quinta de Olivos en el año 1999, en cambio, le deparó un desprecio definitivo por buena parte de su público. El caso de los músicos que durante la era kirchnerista tocaron en el Salón de la Casa Rosada (entre ellos el mismo Say No More) también provocó cuestionamiento: ¿el rock ahora pertenecía al Poder? Es que al igual que la política, el rock pone en juego las resbaladizas coordenadas de la legitimidad, algo impensado en un cantante de boleros; nadie le pedirá a María Martha Serra Lima que se declare en contra del golpe de Honduras. En un músico de rock no sería descabellado.

De esta forma, se construye algo cercano a una estética ideológica: superficial y compuesta en base a clichés en la mayoría de los casos, admirable en otros; pero casi siempre ambigua, transitando los espacios de la parodia y la contradicción: por ejemplo, cómo sostener la dialéctica de un grupo que se opone férreamente al capitalismo y cobra costosos sumas por tocar (he aquí la teoría de que el único cambio posible se puede realizar desde el interior del establishment, pero ésa es otra historia y excede estas líneas). Allí tenemos a Fito Páez enojado con Manu Chao: “¿quién se cree ese con todas sus tarjetas de crédito?”. Y a Fidel Nadal en los lejanos 90’ tildando al nacido en el 63’ de “careta” por asistir a la mesa de Mirtha Legrand (lo mismo, pero con 15 años de diferencia, le había ocurrido a García para la presentación de un disco extraordinario que cumple 30 años: La grasa de las capitales). Hoy el ex Todos tus Muertos estremece los oídos sensibles con sus elementales hits y le pone el cuerpo a una marca de zapatillas... Si hay algo que nos demuestra la Historia de la Polémica del Rock (que en la mayoría de los casos no suele ser más que una serie continua de chicanas entre sujetos con delirios de grandeza) es que es innecesario escupir hacia arriba porque la postura que se criticaba ayer, pasado mañana puede ser la tuya. Y así en la vida, pero estamos hablando de rock, ¿no?

Pero volvamos, es en esa apelación a un Otro distinto que se elige como interpelado (la Iglesia, las Fuerzas Armadas, el pequeño burgués, el Estado, los medios de comunicación, cualquier entidad de lo Convencional y Establecido que posea elementos aleccionadores) que la banda diseña a su público, quien elige desde su lugar en qué espacio se siente más identificado. (Aquí pareciera estar dejándose de lado la cuestión musical: no es así, sólo que difícilmente un anti-nazi se identifique con una banda que ensalce las bondades del Tercer Reich.) Esto trae aparejada otra contradicción representada eficazmente en el lema lennoniano “No sigan ídolos”, que se desarticula una vez enunciado. No seguir ídolos, entonces, sería seguir a Lennon… un ídolo. Consecuencia de esta compleja dinámica discursiva, el éxito siempre es un factor de alerta en el mundillo del rock. Supone tanto el triunfo y el bienestar económico de un grupo de personas, como la posibilidad de ser acusado de “transar” o “venderse” a la entelequia que en un principio se había despreciado: el Sistema, especie de cúmulo de estructuras (políticas, económicas y sociales) malignas e inabordables que tienden a alienar al individuo que, se supone, debería desear la Revolución. También el éxito masivo descubre el equívoco más atroz: perdurar en un discurso que se opone directamente al de su público (ahora atomizado y pertenecientes a diferentes capas sociales gracias a un gran hit o un disco vendedor). Este es un problema que los grupos pop desconocen (caso Soda Stereo), pero que ha llevado a serios malentendidos a quienes iniciaron su camino desde lo que con exageración y bastante ánimo anacrónico llamaremos el costado “contracultural”. O ni siquiera (los fans de Los Piojos pueden atestiguarlo). Un ejemplo claro es el de Bersuit Vergarabat, un grupo que fomentaba la supresión de los valores aceptados por la sociedad con una mueca irónica (“es prócer el que mata/ marica el que llora/ discreto el que no se ríe/ decente el que no baila”), que denostaba abiertamente a un otro opresor (“nos tildan de ladrones, maricas, faloperos/ y ellos sumergieron a un país entero/ pues así se roban más dinero”), que se burlaba de la tiranía rockera componiendo cumbias y terminó titulando un disco La argentinidad al palo. En el tema homónimo de aquella “obra”, se enumeraban en forma crítica (y algo tosca, a decir verdad) objetos “culturales” vinculados al decálogo inconsciente de la identidad nacional: la calle más larga, las minas más lindas del mundo, el dulce de leche, el gran colectivo... El efecto deseado era que tal inventario de vulgaridades pusiera en evidencia la condición real del supuesto “ser nacional”. El público (ahora sostén y habitual consumidor de estos postulados) no interpretó la “sutiliza” y se acostumbró a corear “Argentina, Argentina” (como en un partido del Mundial 78’) una vez finalizada la canción. Aquella simbología chabacana que el artista pretendía demoler, era tomada como una alusión positiva.

A medida que los años fueron pasando y la corriente musical (cada vez más ajena a cualquier estándar de “movimiento” o “filosofía de vida”) fue convirtiéndose en un negocio millonario alrededor del Planeta, ocurrió la paradoja: artistas de rock observando en el propio “Rock” un emergente del Sistema opresor y eligiendo a éste como objeto interpelado. El precursor no es sino otro que el gran Frank Zappa, que como recuerda Fabián Casas en uno de sus “Ensayos Bonsái”, jamás se denominó un músico de rock, sino músico a secas. “We're Only In It For The Money” (Sólo estamos en esto por el dinero) fue la contracara perfecta al Sgt. Peppers’s de los cuatro de Liverpool. A nivel local, los casos son numerosos. Desde Moris atacando al “burgués más corrompido que existe” que se hacía pasar por hippie con su “aire ausente y despreocupado” hasta “Introducción, declaración, adivinanza”, un tema del primer disco de Pez que en pleno auge post-mortem Cobain (1994) espetaba: “Voy a morir de viejo/ No voy a estar quemado/ No tengo nada que ver con tu idea del rock”. Uno de los más recientes es “¿Cuál es tu rock?”, un efímero hit Los Látigos que con la típica esnobidad elitista del rock under, deconstruía el imaginario impostado de cierto sector autóctono tendiente a creer que la mención del término “rock” los hacía formar parte de la experiencia (Pier y su “Sacrificio y rock and roll” es el notable ejemplo). Pero el súmmum de la crítica meta-rockera puede remontarse a aquel viejo tema de principios de los 80’ que Litto Nebbia tituló “Tengo un rocanrol en la cabeza”. Allí, el ex Gatos desarrollaba un ácido cuadro de situación del panorama, estableciendo la ambivalencia de las diferentes concepciones sobre el género y la utilización discrecional de los medios de comunicación, hasta acabar con un lapidario: “Por eso cuando escucho/ Que llegan las bandas de rock and roll/ Me quedo en mi casa/ Porque sé cuanto me voy a aburrir/ Porque muchos de ellos hoy son/ Igual que esos viejos tangueros de ayer/ Son exactamente igual a esos viejos tangueros que criticábamos ayer”. Es que las tramas “para-rockeras” que solían acompañar a tal género ya han sido cooptadas por la generalidad. El culto excesivo a las drogas como método de subversión (y/o experimentación artística) en este ansiolítico mundo moderno parece una broma de mal gusto. Actualmente, cuando la apolínea juventud “desorganiza sus sentidos” semana a semana sumida en el elixir pequeño burgués de las pastillas (correlato ilegal de los antidepresivos de sus progenitores) y el ritmo marcial de las músicas de trascendencia masiva (el dance, el reggaetón, la cumbia; formas del fascismo), no drogarse (o más bien hacerlo como algo natural y con la discreción necesaria para no transformarse en un idiota) parece instituirse como el verdadero factor de subversión. Rockear, en su sentido ideal y romántico, (hoy que hasta los zombis te ofrecen un faso), es tomarse el trabajo de abrir un libro y empezar a leerlo.



sábado, 18 de julio de 2009

Sabias y atinadas palabras


Cuando el amor no entra- Gabo Ferro

Cuando el amor no entra, no empujes que no va a entrar
Porque cuando el amor no entra, es simple: no puede entrar

No va a entrar con la risa, ni con el llanto ni con la pena
El amor más bien germina si la tierra está serena
Cuando el amor no entra, no empujes que no va a entrar
Porque cuando el amor no entra, es simple: no puede entrar

No va a entrar con una canción, ni con el humo ni con el vino
El amor te toma sobrio y te devuelve aturdido
Porque cuando el amor no entra, no empujes que no va a entrar
Porque cuando el amor no entra, es simple: no puede entrar

No sirve salmo ni rezo ni santo ni procesión
El amor más bien se espanta si hay dogma o hay religión
Porque cuando el amor no entra, no empujes que no va a entrar
Porque cuando el amor no entra, es simple: no puede entrar.

PD: Tenerlo en cuenta con demasiada frecuencia, amigos, por favor.

lunes, 13 de julio de 2009

La noche neoliberal

Noches atrás, enclavado en la monótona escena de pasar canales sin prestar atención, reconocí el perfil de Jorge Asís. Cada vez que capto al autor de Flores robadas en los jardines de Quilmes despotricando contra el gobierno y aseando su sudor menemista con un pañuelo, me detengo. De la amplia gama de intelectuales mediáticos anti K, Asís lleva las de ganar. Marcos Ah!guinis no tiene carisma. Mariano Grondona está de vuelta. Pepe Eliaschev hartó a todos con su perpetua columna de escándalo institucional. Sebreli es obvio y ya no le dan cabida. Nelson Castro puede explicarse en base a una tautología apta para todo público: es Nelson Castro. Rosendo Fraga no conmueve. El Rabino Bergman es un sampler de republicanismo pocket. Y Jorge Asís, bueno, Jorge Asís indigna, pero también deleita. Es un escritor y como tal, su mayor mérito reside en la utilización del lenguaje: es ingenioso para adjudicar apodos (Heller: “El banquero de Bertold Brecht”; Scioli: “Líder de la línea Aire y Sol”; Randazzo: “El Killer”; Vilma Ripoll: “La madre de Gorki”) y muy hábil para metaforizar distintos acontecimientos (“Kirchner regala caramelos de madera”; “Prat Gay. Alimentado con insuficientemente piadosas dosis de Toddy político”), pero por sobre todo, no hace gala de esa “Superioridad Moral” comprada en oferta, tan frecuente en los almuerzos de Mirtha Legrand (la semana pasada eficazmente representada en los desvaríos de Pilar Rahola, una española “antifranquista-macrista-izquierdista-pro golpe en Honduras” (¿?) que en sus tajantes afirmaciones suele revelar el borgeano aplomo de los que ignoran la duda). Tal vez porque ha trasladado el registro desde el que se mueve su alter ego (el cínico y desencantado Rodolfo Zalim) a su verdadera personalidad. O viceversa. Tal vez porque si la detentara, nadie le creería.

El programa en cuestión se llama “Poder Vacante” (con una pertinencia morbosa comenzó la semana posterior a la derrota de Kirchner) y es emitido por Crónica a la misma hora que “Después de todo”, el envío de Lanata de Canal 26. (En este caso, no entraré en comparaciones odiosas, sólo me limitaré a decir que aún hoy, quince años después, Lanata sigue perdiendo la discusión con Asís.) Pero volvamos, porque la introducción no tiene desperdicio: usualmente suena una especie de marcha militar mientras Asís ejercita una alta gama de rostros reflexivos-contemplativos. Por detrás se observa un Altar con toda la obra del autor. (Así debe ser la mente de Asís: un Altar con su obra y él contemplándola.) Acto seguido, el programa comienza con un monólogo donde Asís desarrolla las mismas ideas que viene repitiendo desde hace cuatro años (el descascaramiento, la marroquinería política, la calesita chocada, el elegidor y la elegida, y otros Greatest hits) con la destreza discursiva suficiente como para hacernos creer que está diciendo algo distintos todos los días. En los peores momentos, sólo parece representar un Jorge Rial de la política, ventilando información escabrosa sobre la cotidianeidad K (sin exceptuar refregársela a sus colegas, quienes, desde su clásica proyección vanidoso, secretamente lo admiran y copian). El objetivo del programa es bastante claro: convencernos de que en los 90’ no estábamos tan mal y que lo que vino después (especialmente del 2003 en adelante) es lo peor que le pudo haber pasado a la Argentina. La pavorosa tesis puede ser refrendada con una salvedad hacia su difusor: Asís tiene la delicadeza de no esconder su anhelo neoliberal bajo una serie inacabable de eufemismos, lo dijo antes y lo dice ahora. Si algo hizo que en los últimos años pasara de ser un insulto argentino a una especie de inimputable, fue su impudor. En medio de una horda de menemistas que aborrecen su propio pasado, Asís se distingue por tener el tupé de defender (y con gracia) sus medidas más aborrecibles: la ola de privatizaciones, el indulto, las “relaciones carnales” con EE.UU. ¿Es una virtud añorar el gobierno democrático que terminó el plan económico de la última dictadura militar e instaló un imperecedero clima de banalidad estructural? Sin dudas no, pero remite a alguna forma de honestidad. No por nada Asís es el autor de aquella olvidada obra siniestra, Cuaderno del acostado (1988), novela en la que narra su descenso al infierno de la literatura, consecuencia tanto de la repercusión de su obra durante el Proceso (Flores robadas en los jardines de Quilmes vendió 350.000 ejemplares) como del destierro laboral al que lo sometió Clarín luego de publicar El diario argentino (1984), donde cuenta las intimidades de redacción del monopolio que hoy, paradójicamente, se erige como mayor enemigo de Kirchner. Entre parrafadas de insultos (a los “forros alfonsinistas”, los “forros de ATC”, la progresía local que lo desprecia como si fuera un “SIDA intelectual”, la izquierda) arrebatos de ira (“Odio, inconteniblemente odio a todo aquel que me hizo sentir un pobre tipo”), confesiones y fantasías patéticas de redención, Asís logra construir un testimonio parecido a la verdad, sin estrategia narrativa alguna que la suavice:

“Caminaba por la abominable calle Corrientes y serían apenas las diez de la noche de un viernes, era la eufórica plenitud de 1984 (…) Y al pasar por la puerta del viejo Paulista noté desaprensivamente que había un montón de muchachones en la puerta, informales aspectos de militantes de gauche o de rockeros inciertos de festival. Escuché que, desde atrás, me gritaron: “Alcahuete de los militares”. Seguí de largo, no me di por aludido, ni siquiera me di vuelta. También escuché risas, que todavía me persiguen. Probablemente el que me gritó también está convencido de que hizo un valiente y encendido aporte a la democracia, o a la revolución. Y los que se rieron, también. ¡Hijos de mil putas!, pero debí habérselos gritado ahí mismo, y muchas noches me odio por haber mantenido el equilibrio o por mi cobardía de no reaccionar”.

Es desde este punto de vista (el resentimiento, el rencor) que se deduce su zambullida posterior en el más corrupto sector de la política. ¿Por qué defiende el indulto Asís?: ¿quiere que los militares se reconcilien definitivamente con la sociedad o que la sociedad se reconcilie definitivamente con él, emblemático exponente de dos épocas infames para el país? ¿Acaso no fue Asís el del histórico prefacio “a Haroldo Conti, ¿in memoriam?” y el que organizó una conferencia de prensa en 1981 (a la que no fue nadie) para informar sobre la desaparición del escritor? Excepto para aquellos que no dudan en mencionarlo con una serie encadenada de “malas palabras”, su figura estará permanentemente signada por la ambigüedad.

Mientras, Asís (propulsado por su página digital) quiere ser (y probablemente sea) el pensador crítico de la era kirchnerista, el posmoderno Sarmiento del nuevo Facundo. Y como Sarmiento con el bárbaro riojano, exacerba una fascinación pasional con las desatinadas ideas de Kirchner, juega a obsesionarse, a entenderlo mejor que sus propios discípulos. El living de su programa se convierte entonces en un carnaval de personalidades rancias, que hacen gala de su inclinación destituyente (aquí no hacen falta las comillas ante el término “cartabiertista”: Juan. B Yofre profetizó la pronta ida de Cristina y alabó el golpe de Estado en Honduras) o de la más pura alucinación de derecha (un tal Caselli vinculado a Berlusconi y el Vaticano, que de tan desconocido puede ser confundido con alguien famoso, aseguró ser el próximo presidente). La vieja pesadilla de Kirchner (“la noche neoliberal”, de la que él mismo, por supuesto, no titubeó en participar) se despierta de su letargo y vuelve a ponerse en pie. En Crónica a las 21:15 y de lunes a viernes. No se lo pierdan.

lunes, 6 de julio de 2009

Para F.A, con amor y sordidez

Recapitulemos.

En el año 2001, por razones de orden existencial, repetí primer año de Polimodal en el Colegio Industrial. Mis padres, todavía atribulados en la sobremesa de los domingos, acusan como causa principal de este accidente al efecto de un inconveniente familiar que me habría condicionado gravemente (mi hermana fue sometida a una operación comprometida). Yo opino que la razón reside en el hecho sustancial de que no estudiaba, pero como bien dijo alguien con el que no querría discutir: no hay hechos, hay interpretaciones. Esto significó un duro revés, ya que durante la primaria fui uno de los mejores alumnos. Al ingresar en la Secundaria, automáticamente, mis notas tuvieron más declinaciones que el latín, pero nunca imaginé repetir. Eso, como el divorcio de nuestros padres o desaprobar educación física, era algo que les ocurría a Los Otros. The Others. Esos muchachos peligrosos que se sentaban “atrás” y reían maquiavélicamente, como si conocieran algo inasible para el resto. O esas chicas que nunca pasaban al pizarrón, demasiado generosas en curvas para pertenecer a octavo año, con novios barbudos que las esperaban en la puerta del colegio y se las llevaban hacia destinos aciagos en motos o bicicletas despintadas.

Pero tarde o temprano (y esto es la pura vedad, anótenlo) todo aquello espantoso que creemos no nos pasará, acontece.

Nunca falla: uno teme a X y X toma entidad en el mundo real y nos patea el culo.

Pronosticando un destino seguro en el campo de las Humanidades (y haciendo las veces de test de Inclinación Vocacional), me llevé, como quien no quiere la cosa, Matemáticas, Física, Química y Algoritmo. En un exceso de autoindulgencia, las quise rendir todas juntas en febrero, poco antes del comienzo del ciclo lectivo. Perdí por goleada. Sin posibilidad de elegir colegio por la inminencia del comienzo de clases, recalé (gracias a una tía profesora) en la Media Número 2, Institución Educativa a cargo del doctor F.A (las iniciales son las de su nombre, pero podrían aludir a Fuerzas Armadas), reconocido por su severidad cuando fue el encargado del Transporte y Tránsito en la ciudad durante un fugaz tramo de la última dictadura militar. Un prontuario de este tipo activó todas las alarmas de mi parte.

Yo todavía no sabía nada de la vida. Pero algo intuía.

Pasar del Industrial (un colegio vinculado al más explosivo de los quilombos y donde te hacías hombre aunque fueras Bruno Gelber) a la Media 2 era como ser confinado a un Convento. F.A entrevistaba a los alumnos para certificar personalmente que eran aptos para el establecimiento. Como ya habían comenzado las clases, la situación era aterradora (si F.A no daba el visto bueno, te quedabas sin escuela), por lo que me tocó hacer una fila, junto a otros chicos y padres tan preocupados como yo. La revisión de La lista de Schindler podrá ofrecerles un retrato atinado. Una chica hermosa lloraba y decía que no quería entrar de ninguna manera. Era rubia y le brotaban lágrimas violentas, como si tuviera un sistema de riegos en los ojos. Después fue compañera mía y se esfumó al mes.

Cuando ingresé (junto a mi padre) el cuadro era dantesco (con los años no me costó mucho trazar otro vínculo cinematográfico: el bunker de La caída): una oficina repleta de papeles, F.A con los anteojos torcidos, barba de dos días, emulando con sus pocos pelos y en forma grotesca el corte media americana que exigía para sus alumnos. Cada tanto entraba una secretaría (que por poco salía del recinto arrodillada y haciendo reverencias a la Moonwalk) informando sobre una circunstancia problemática para que F.A, acto seguido, efectuara soluciones que sólo admitían el siguiente término: tajantes. Sí, tajantes soluciones, de vida o muerte, que debían ser cumplidas a la perfección para que el Planeta Tierra no sufriera un cataclismo o algo semejante.

Finalmente F.A me aceptó pero al enterarse de que era repetidor y a sabiendas de que en su institución no se recibían esta clase de individuos, comenzó a cranear una historia que supuestamente yo debía repetir cuando alguien (no sé muy bien quién, puesto que la máxima autoridad era él) me cuestionara de dónde venía y por qué y para qué, cosa que, por supuesto, nunca sucedió. Tal vez quería que se la repitiera en el futuro para asegurarse de que sus directivas se cumplían incluso cuando él las dejaba a un lado. No lo sé. Habría sido una escena beckettiana, por lo menos y muy divertida, pero nunca tuve la oportunidad.

Los requerimientos fisonómicos eran estrictos. Las mujeres debían resignarse a terminar el secundario para serlo: no se les permitía pintarse, ni usar aros, ni teñirse ni utilizar un guardapolvos que mostrara una parte de aquello que entre ceja y ceja tienen los pervertidos del sexo opuesto: culos. Las mujeres no tenían culo en la Media 2 y a excepción de algunas compañeras atrevidas, se asemejaban a un ejército de fantasmas. Y como sabemos, a excepción de la fantasía nortemaricana de la enfermera sexy, los guardapolvos son los mayores enemigos de las tetas. Hay algo ahí abajo, pero ¿quién puede asegurar que eso es un seno? No digo, ni mucho menos, que ser mujer sea pintarse y mostrar el culo, pero a cierta edad de ebullición anatómica no se podrá negar que estas prácticas representan un signo de expresión que configuran la personalidad femenina (propia de una sociedad patriarcal y retrógrada, pero ésa es otra historia).

Los varones tampoco la llevábamos fácil. Debíamos usar camisa y corbata (algo que ahora me parece genial, pero en su momento era depresivo). Cortarnos el pelo como un aviador norteamericano de la Segunda Guerra Mundial. Afeitarnos religiosamente. ¡Y yo quería estar fuera de la ley! Yo quería ser un Strokes. En realidad quería ser lindo como alguno de los integrantes de los Strokes (mi banda preferida de ese momento), pero a falta de gracia alguna, me conformaba con tener el pelo desprolijo, vestirme como un zarrapastroso y escuchar rock. Nada de eso podía suceder asistiendo a una escuela dirigida por la mano férrea de F.A.

En consecuencia, decidí hacer todo lo contrario. No me cortaba el pelo hasta que escribían un comunicado desesperado a mis padres. No me afeitaba. En vez de camisa, usaba chomba y en la mayoría de los casos remera. La corbata me parecía un elemento de la derecha reaccionaria. Se sumó a mi peligrosa Rebelión, mi amigo L y las preceptoras (siempre con esos nombres diminutivos del tipo Lalita, Tatita, Pepita, Chotita) nos pedían que por favor nos cortáramos los pelos como si en eso se les fuera la vida. Y efectivamente, ahora que lo pienso, en eso se les iba la vida ya que ése era su trabajo: persuadir al alumnado de que hagan lo que dijera “El doctor F.A” (esta frase era pronunciada con la solemnidad de un velorio presidencial). Y lo hacían bastante bien, porque casi nadie enfrentaba tales normas. Y la verdad eran muy buenas, o quizás ante la maldad del director (maldad concreta nunca comprobada, siempre aludida en anécdotas aleccionadoras de dudosa procedencia) lo parecían.

También llegaba tarde. Esto se debe a dos cosas. En primer lugar, por esa época me había convencido de que llegar tarde era una filosofía de vida. Yo no sé cómo, pero, por lo que me dictan los recuerdos, alguna vez fui aún más idiota que ahora. En fin, llegar tarde era ser despreocupado, indiferente al cauce del mundo, un loco bárbaro. En segundo lugar, me negaba a recitar la maléfica “Oración a la bandera”, un rap nacionalista bastante bélico que empezaba con aterradoras frases: “Bandera de la patria/ Celeste y blanca/ Símbolo de la unión y de la fuerza/ Con que nuestros padres/ Nos dieron independencia y libertad”. Yo lo había odiado durante toda la primaria y al llegar la secundaria me había acostumbrado a la épica de “Aurora” sonando en el sempiterno patio del Industrial, donde miles de jóvenes corrieron por sus vidas al escuchar el grito primal: “Caño y volea”.

Pero lo que me molestaba de sobremanera al punto de no poder soportarlo, era que al finalizar el rap, F.A decía “Buenos Días” y todos los “ñatos” contestaban a los gritos: “¡Buenos días, Señor!”. Era una clara alucinación militarista de F.A, quien cerraba los ojos imaginando que estaba ante su tropa. Por lo tanto, llegaba entre 15 o 20 minutos más tarde de lo debido, coleccionando de ese modo un sinnúmero de medias faltas que siempre me dejaban al borde de la expulsión.

Sobre la maldad de F.A hay que añadir una salvedad: de tan malo terminaba pareciendo bueno. Y hasta uno podía llegar a quererlo (por supuesto, nunca llegué a ese nivel, pero conozco mucha gente que lo aprecia). El mecanismo era obvio: uno siempre esperaba lo peor de F.A. Sus aparentes características denotaban autoritarismo, conservadurismo y todos los ismos que quepan y sean anti-izquierdas. Uno esperaba, por “lo que se contaba”, que F.A asesinase a los alumnos que hicieran algo fuera de la pauta (fumar en el baño, tener el pelo largo, mostrar el orto). Pero como esto, evidentemente no estaba permitido, nos conformábamos y en medio de tal contexto formulábamos al unísono, con las preceptoras diminutivas, la siguiente frase: “Y, al final F.A no es tan malo”.

No sé cómo, pero nos habían sugestionado al punto de pensar que podía ser peor.

Para completar la fórmula de la ruina adolescente, mi curso era señalado como el más aburrido de todos. Los demás nos tenían lástima. Y encima nos hicieron estudiar durante tres años la “Ley de Radiodifusión” del “Proceso de Reorganización Nacional”. Hace unos días volví a ver a una compañera y la conclusión (un poco hiperbólica, por cierto) fue que nuestra función en la escuela era ver cómo se divertían los demás. Éramos sólo 4 varones entre 30 chicas peleadas entre sí en facciones de diversas preferencias culturales (en un anticipo profético de las mal llamadas Tribus Urbanas). Hubo algunas fluctuaciones, gente divertida que venía, pero o se iban enfermos de tanto hastío o repetían o desaparecían. No nos fuimos de viaje de egresados, ni organizamos fiesta. ¡Ni siquiera tuvimos campera! No recuerdo un noviazgo entre nadie. Encima me “enamoré” de una mina que tenía novio y me volvió loco, siempre comportándose con una ambigüedad sublime. Ahora, pasados los años, me llama para decirme que tiene hijos. Ya no me produce locura, sino más bien la certeza de que las personas están indefectiblemente chifladas y nuestra tarea en el mundo es llegar a un estadio de chifladura que no nos permita enterarnos de tal cosa.

Finalmente, me encontré con F.A. No se hacía ver demasiado. Su presencia debía estar latente, implícita en las paredes, para lograr mayor efecto. A lo sumo, cuando el recreo terminaba y nos quedábamos hablando más de la cuenta, salía con un silbato y un gorro de cazador (con el mismo piloto largo que usa actualmente), para que entráramos cual jerbos amaestrados. Y es que éramos jerbos amaestrados. No sé si lo del gorro de cazador lo imaginé, pero lo del silbato es real. Muchos lo pueden atestiguar. El temor que inspiraba el anuncio de una visita suya era apoteósico. F.A se convertía en sinónimo de “Juicio Final”. Cada tanto las preceptores informaban sobre una nueva y estricta orden del mandamás. De no cumplirse, ocurrirían eventos atroces. Pero con los días todo se iba desarticulando.

La siniestra táctica era ejercitar la disciplina que inspira el temor.

Y por otro lado, el tipo amaba (y ama) a su escuela y, presumo, la vida de sus alumnos. Probablemente más que a nada en el mundo. Así era F.A, como esos tíos fachos que postulan en la noche navideña, entre garrapiñadas y sidra, “paredón para todo los grones”. Y al mismo tiempo son los mismos que nos hicieron vivir los mejores momentos en nuestra infancia. Hay recovecos, amigos, adonde esa puta sencilla, la ideología, nunca va a poder llegar.

Lo cierto es que ya en tercer año, llegué tarde, muy tarde y con la mala suerte de que F.A moraba por los pasillos. Yo tenía barba y bigotes. El pelo largo. Una remera. Unos pantalones inadecuados (con bolsillos a los costados, eso tampoco se podía). Y sin cuaderno de comunicaciones. Me dejaron esperando solo frente a la dirección (mientras, como dice mi amigo E, “el culo se me llenaba de preguntas”) hasta que salió. Me miró de arriba abajo, como aquella vez en la primera entrevista. Ya no estaba la chica rubia llorando ni yo era el mismo. Incluso mis padres se habían separado y me había llevado educación física. El aire se cortaba con el filo de un cuchillo. Se acercó a mi rostro lo bastante como para perturbarme. Olía a jabón y tabaco. Su cabeza parecía un balón de plomo. Era más bajo que yo, pero se asemejaba a un maldito gigante. Asintió un par de veces en señal de reflexión mientras yo miraba hacia cualquier lugar: la puerta de calle, una maceta con una planta artificial, un cuadro triste con los rostros de los muertos de Malvinas. Pensé que no sobreviviría a ese momento, hasta que pronunció la sentencia: “Alumno, parece un hippie”.

Después dio media vuelta, indicó algunas directivas a una preceptora y volvió al bunker.

viernes, 3 de julio de 2009

Más apuntes post-legislativos redundantes


Una de las certezas que produce la elección legislativa del 28 de junio es que con la derrota kirchnerista se agudiza la sistemática degradación de la investudura presidencial promovida por los medios de comunicación. Las críticas mordaces a los primeros mandatarios suelen ser comunes a todos los gobiernos (sean estos del partido que fuese), pero en este caso, han tenido mayor impacto en el inconsciente colectivo de la sociedad a través de construcciones simbólicas de gran efecto: la figura del "ex presidente en funciones" y la idea del "doble comando" se han constituido como edificaciones retóricas de difícil refutación. Por estos días comienza a erigirse con más solidez la "delarruización" de Cristina. El relato "fontevecchiano" (que Carrió asume como propio) de una mujer débil sometida a los vaivenes emocionales de su trastornado marido ("La presidenta soy yo, carajo" era el grito desesperado que ilustró una tapa de Perfil en pleno conflicto agropecuario, trasladando la dinámica "chimentera" al periodismo gráfico de análisis político) ha calado hondo. Habría que preguntarse hasta qué punto Cristina y Néstor no representan un mismo punto de vista (como la frase atribuida al pensador contemporáneo Torcuato Di Tella: Son igual de buenos como de malos). Sugestionada por el murmullo omnipresente que, sin eufemismos, la cataloga como una inútil, Cristina reacciona exacerbando su costado más arrogante. De otro modo no se entiende el tenor de sus contactos con el periodismo. La última conferencia la mostró reprendiendo a Massa, cultivando un aire de esforzada indiferencia, interpelando con un tono agresivo las preguntas de los cronistas (que parecen aborrecerla en tanto advierten el modo en que su discurso tensiona las ambigüedades éticas de su oficio). Imágenes concretas que apuntan a significar una actitud de mando opuesta a la ineficacia supina que día a día le endilgan. Como si fuera poco, mezcla esta vertiente con otras, desenvolviéndose "resuelta" y enunciando "bromas" o contestaciones cáusticas (su alusión al Calafete es un buen ejemplo) o apelando a un tono meramente informativo que terminan conformando una combinación mortal para el destinatario. La sociedad argentina, que toleró y exaltó como virtudes las tosquedades de Menem, no soporta que la actual presidente sea capaz de articular frases con algún rigor sintáctico. Ha jugado en contra de Cristina que su característica predominante sea la destreza discursiva. No en forma inocente se remarca que sus apariciones (es decir, sus monólogos en inauguraciones o presentaciones de medidas) bajan la aguja del rating en Canal 7 (¿acaso De la Rúa o Menem o Alfonsín o Duhalde la subían?). El sentido común, en una deducción no siempre acertada, suele oponer las palabras a los hechos. (Paradójicamente ése fue el estribillo del spot publicitario del Frente Justicialista para la Victoria). Cristina ha sido abducida por esta otra trivialidad del peor de los sentidos (el que regula el mundo y las buenas costumbres) hasta el punto de ser considerada una "charlatana". Se suma a esta recepción negativa, la supuesta inoperancia (total, directamente no hay nada que haya hecho que tenga alguna función específica) de su gestión gubernamental. Se podría decir que a partir del 10 de diciembre del 2007, el kirchnerismo no pudo acompañar su perorata retórica con una estrategia que dé la impresión de funcionamiento ejecutivo, quedando al descubierto así su propensión al debate ideológico. Y he aquí un gran error porque lo único seguro que sabemos de esa entelequia multiforme denominada "gente" es que le importa absolutamente un bledo la izquierda y la derecha, las leyes del mercado y el espacio estatal, la libertad de expresión y las habilidades conceptuales de los monopolios para interpretar los acontecimientos, etc. Eso preocupa a "cuatro gatos locos". A la "gente" le interesa que no la afanen, que no suban los precios, sentir la sensación de que se "hace algo" (no importa qué). No se la puede culpar por ello, aunque sería sano que cada tanto se hagan (nos hagamos) responsables. El paro del campo, con sus conocidas derivaciones, alistó ya explícitamente en las filas de la derecha a aquella porción del pueblo que por bienestar económico había reelegido la conducción K. Inteligentemente (ayudado por el tratamiento naif de la prensa), el productor agropecuario pudo identificar su situación con la de cualquier trabajador de otro ámbito laboral apelando a la vieja conceptualización del Estado como ente saqueador. "¿Cómo te sentirías si te sacaran el 35 por ciento de tu sueldo?" era la conclusión enternecedora de los kiosqueros que pegaban en sus vidrieras la consigna "Estoy con el campo" y confundían alfajores y chicles con los recursos del país. Frente a paralelismos de este tipo, proyectos como una nueva Ley Audiovisual son aprehendidos como verdaderos jeroglíficos. La última imagen paradigmática sobre la "delarruización" de Cristina opone su preocupación por el golpe en Honduras con la aparente apatía ante la propagación de la gripe A. Se trata de una invectiva vulgar justificada por el desconocimiento de una problemática (a excepción de especialistas, dudo de que alguien corriente pueda elaborar un juicio crítico sobre el accionar del sistema sanitario en contextos extremos) y el prejuicio ideológico (de la misma manera se confronta Inseguridad con los Derechos Humanos). Habrá más novedades para este boletín.

miércoles, 1 de julio de 2009

Apéndice electoral: Yo, kirchnerista de la última hora

Quizá por mi tendencia a defender causas perdidas, el lunes 29 de junio a las 2 y 20 de la mañana, yo que voté a Sabbatella dejando de lado las cuestiones pragmáticas e ingresando en el terreno resbaladizo de la ética, fui kirchnerista. Ese tipo canoso y vencido, acusado y posiblemente responsable de las más ignominiosas calumnias, representaba algo latente que mi SuperYó había sabido reprimir durante 6 años. Yo era, tirado en mi cama con el control remoto en la mano, el kirchnerista de la última y más aciaga hora, el kirchnerista más trasnochado y absurdo. Es que esa impotencia de eliminación del campeonato mundial, de familiar muerto, no podía corresponder a otro sentimiento que no fuera el kirchnerismo. Claro que esta fugaz conversión tiene sus razones lógicas. Principalmente que dentro de algunos años (o algunos meses), mi generación, recordará, de seguro, los dos o tres primeros años del kirchnerismo con la nostalgia ochentosa que los cuarentones de hoy añoran en el primer Alfonsín. Para personas como yo, adolescentes testigos del vaciamiento estructural del menemismo y el tenor antipolítico post-2001, la irrupción de Kirchner significó la materialización (real o ficticia; ésa discusión todavía está pendiente) de una serie de elementos paradigmáticos arraigados en nuestra formación cultural: el rechazo absoluto a la última dictadura militar, la idea de un mundo regido por ideologías, la intervención del Estado en el accionar del Mercado, reivindicaciones anacrónicas a los oídos de nuestros enemigos, etc. Enumeraciones de este tipo parecen (y son) el ingenuo decálogo del manual pocket progresista, pero cuando uno cumplió 20 años, estudia Letras, está enamorado, tiene barba y un morral… El Kirchner derrotado de la madrugada me remontó, automáticamente, a tiempos mejores, como quien se cruza en la calle con una ex novia y luego se angustia reflexionando sobre el hecho de que con esa mujer ahora desconocida se compartió una cama, una visión del mundo y, por sobre todo, una proyección hacia el futuro. Pensé en aquella extraordinaria tarde en la ESMA. En Silvio Rodríguez (a quien considero insufrible) cantando en la Plaza de Mayo. En Charly García rompiendo la guitarra mientras se escuchaban los acordes finales del himno. En Kirchner haciendo malabares con el bastón presidencial. En Kirchner haciendo pogo con la gente y ligándose un chichón en la frente. En la bajada del cuadro de Videla (y, a través de una dinámica imaginativa contrapuesta, la consecuente restauración del mismo). Todas esas cosas (gestos para la gilada, vulgaridades, si se quiere), simplemente, me parecieron mejores que las venideras. Y ni siquiera estoy hablando de políticas de Estado, estoy disertando sobre los aspectos más superficiales que puede tener un gobierno, justamente aquellas marcas que más tarde son recordadas como detalles fundamentales de cada gestión (Alfonsín confrontando a la Sociedad Rural, haciendo gala de su repentismo verbal, saludando a la multitud con su clásico saludo, etc.).

La sede del PRO era el duplicado perfecto de una de esas fiestas (casamientos, cumpleaños de 15) en las que no se encuentra una sola persona con la que intercambiar una palabra y nos quedamos hablando con el mozo. Todo lo contrario a los entusiastas muchachos abatidos del bunker K, enojados con quienes votamos a Sabbatella. Esta postura es entendible, pero no resiste el menor análisis. De esa forma se considera aceptable la noción de “voto útil” (por la cual, probablemente, Kirchner terminó perdiendo). Por otro lado, si la democracia es emitir votos no-positivos contra De Narváez, estamos fritos y bastante cercanos a “Gran Cuñado”. Como el suicida murió espiritualmente mucho antes de volarse los sesos, el kirchnerismo estaba nocaut desde hace rato. El apoyo de la clase media argentina nunca fue genuino (no hubo una afición real en los grandes centros urbanos) y perduró mientras existió cierto bienestar económico (reactivación económica consecuente del crack de principios de década). Mientras tanto, la opinión pública alentó constantemente silogismos prejuiciosos y posturas de desconfianza hacia quienes detentaban el Poder: “Son los que Perón echó de la Plaza”, era el estribillo preferido del oyente de radio (incapaz de preguntarse a quién dejó Perón en aquella antológica jornada). La política de derechos humanos, a excepción del reconocimiento de fracciones minúsculas, siempre fue aceptada a regañadientes (incluso por familiares de víctimas y antiguos exiliados que sólo vieron demagogia en decisiones como la derogación de las leyes de obediencia debida y punto final). Con la instauración del tema de la “Inseguridad” como la gran problemática a resolver, la serie de juicios a ex represores se metabolizó en buena parte de la sociedad, no como ineludible reparación histórica, sino como una provocación innecesaria (“revanchista”, “resentida”) de parte de los Kirchner. Aquí se acrecienta el desdeño hacia el modelo y se vislumbran emergentes simbólicos que advierten sobre un claro giro a la derecha: la utilización del término “montonero” como insulto pasó a ser moneda corriente incluso entre jóvenes que nacieron en democracia (el conflicto con el campo es el mejor ejemplo). El brutal desprecio hacia Hebe de Bonafini dejó de ser tabú. Las cadenas de mails ayudaron a la propagación de las fantasías retrogradas más agravantes (la última alertaba, por poco, que los 30.000 desaparecidos votarían por el Frente Justicialista para la Victoria). La resolución 125 explicitó finalmente la vertiente más conservadora del ciudadano burgués (el leit motiv pasó a ser: “fueron por el campo y los ahorros de los jubilados, vienen por nosotros”) y se sumó a los desajustes y errores (Indec, alianzas indeseables, etc.) propios de una conducción que comenzaba a sentir el paso de los años. Lo demás es reciente. La elección de Cristina amalgama el prejuicio ideológico con el genérico: “Cristina no te vayas con Chávez, andate con…chuda” rezaba el democrático cartel de nuestros más ilustres caceroleros. Cobos (y su recordada performance del 17/07/08) erige como ideal un prototipo en las antípodas de los K: mesurado, cómplice del periodismo, sonriente, dialoguista. Renace el fervor por figuras poco tiempo atrás inexistentes, como Reutemann (en su insípida parquedad, hipérbole grotesca de la nueva forma). En base a marketing, sumisión a los asesores de imagen y condescendencia del periodismo, surge con cada vez más fuerza la entelequia macrista (y con ella, la de sus hologramas: Michetti, De Narváez). La posible sanción de una nueva Ley Audiovisual (promovida desde el gobierno con la habitual ambigüedad discursiva) pone en guardia a los grandes medios del país, que difunden los acontecimientos centrales de una manera por lo menos dudosa y configuran personajes contrarios al gobierno de aceptación masiva (el tristemente célebre De Ángeli es el eslabón más emblemático de una sucesión bizarra que llegó hasta el hijo de Hugo del Carril). Fórmulas de izquierda sólo son tenidas en cuenta por el electorado una vez que se oponen a los K adoptando una dinámica incierta (Pino Solanas afirma que el kirchnerismo profundizó el modelo menemista). El cóctel ya estaba listo desde hacía rato. Hizo efecto el 28 de junio y terminó una era. Pero no se preocupen, ya vendrán tiempos… peores. Cambio y fuera.