lunes, 6 de julio de 2009

Para F.A, con amor y sordidez

Recapitulemos.

En el año 2001, por razones de orden existencial, repetí primer año de Polimodal en el Colegio Industrial. Mis padres, todavía atribulados en la sobremesa de los domingos, acusan como causa principal de este accidente al efecto de un inconveniente familiar que me habría condicionado gravemente (mi hermana fue sometida a una operación comprometida). Yo opino que la razón reside en el hecho sustancial de que no estudiaba, pero como bien dijo alguien con el que no querría discutir: no hay hechos, hay interpretaciones. Esto significó un duro revés, ya que durante la primaria fui uno de los mejores alumnos. Al ingresar en la Secundaria, automáticamente, mis notas tuvieron más declinaciones que el latín, pero nunca imaginé repetir. Eso, como el divorcio de nuestros padres o desaprobar educación física, era algo que les ocurría a Los Otros. The Others. Esos muchachos peligrosos que se sentaban “atrás” y reían maquiavélicamente, como si conocieran algo inasible para el resto. O esas chicas que nunca pasaban al pizarrón, demasiado generosas en curvas para pertenecer a octavo año, con novios barbudos que las esperaban en la puerta del colegio y se las llevaban hacia destinos aciagos en motos o bicicletas despintadas.

Pero tarde o temprano (y esto es la pura vedad, anótenlo) todo aquello espantoso que creemos no nos pasará, acontece.

Nunca falla: uno teme a X y X toma entidad en el mundo real y nos patea el culo.

Pronosticando un destino seguro en el campo de las Humanidades (y haciendo las veces de test de Inclinación Vocacional), me llevé, como quien no quiere la cosa, Matemáticas, Física, Química y Algoritmo. En un exceso de autoindulgencia, las quise rendir todas juntas en febrero, poco antes del comienzo del ciclo lectivo. Perdí por goleada. Sin posibilidad de elegir colegio por la inminencia del comienzo de clases, recalé (gracias a una tía profesora) en la Media Número 2, Institución Educativa a cargo del doctor F.A (las iniciales son las de su nombre, pero podrían aludir a Fuerzas Armadas), reconocido por su severidad cuando fue el encargado del Transporte y Tránsito en la ciudad durante un fugaz tramo de la última dictadura militar. Un prontuario de este tipo activó todas las alarmas de mi parte.

Yo todavía no sabía nada de la vida. Pero algo intuía.

Pasar del Industrial (un colegio vinculado al más explosivo de los quilombos y donde te hacías hombre aunque fueras Bruno Gelber) a la Media 2 era como ser confinado a un Convento. F.A entrevistaba a los alumnos para certificar personalmente que eran aptos para el establecimiento. Como ya habían comenzado las clases, la situación era aterradora (si F.A no daba el visto bueno, te quedabas sin escuela), por lo que me tocó hacer una fila, junto a otros chicos y padres tan preocupados como yo. La revisión de La lista de Schindler podrá ofrecerles un retrato atinado. Una chica hermosa lloraba y decía que no quería entrar de ninguna manera. Era rubia y le brotaban lágrimas violentas, como si tuviera un sistema de riegos en los ojos. Después fue compañera mía y se esfumó al mes.

Cuando ingresé (junto a mi padre) el cuadro era dantesco (con los años no me costó mucho trazar otro vínculo cinematográfico: el bunker de La caída): una oficina repleta de papeles, F.A con los anteojos torcidos, barba de dos días, emulando con sus pocos pelos y en forma grotesca el corte media americana que exigía para sus alumnos. Cada tanto entraba una secretaría (que por poco salía del recinto arrodillada y haciendo reverencias a la Moonwalk) informando sobre una circunstancia problemática para que F.A, acto seguido, efectuara soluciones que sólo admitían el siguiente término: tajantes. Sí, tajantes soluciones, de vida o muerte, que debían ser cumplidas a la perfección para que el Planeta Tierra no sufriera un cataclismo o algo semejante.

Finalmente F.A me aceptó pero al enterarse de que era repetidor y a sabiendas de que en su institución no se recibían esta clase de individuos, comenzó a cranear una historia que supuestamente yo debía repetir cuando alguien (no sé muy bien quién, puesto que la máxima autoridad era él) me cuestionara de dónde venía y por qué y para qué, cosa que, por supuesto, nunca sucedió. Tal vez quería que se la repitiera en el futuro para asegurarse de que sus directivas se cumplían incluso cuando él las dejaba a un lado. No lo sé. Habría sido una escena beckettiana, por lo menos y muy divertida, pero nunca tuve la oportunidad.

Los requerimientos fisonómicos eran estrictos. Las mujeres debían resignarse a terminar el secundario para serlo: no se les permitía pintarse, ni usar aros, ni teñirse ni utilizar un guardapolvos que mostrara una parte de aquello que entre ceja y ceja tienen los pervertidos del sexo opuesto: culos. Las mujeres no tenían culo en la Media 2 y a excepción de algunas compañeras atrevidas, se asemejaban a un ejército de fantasmas. Y como sabemos, a excepción de la fantasía nortemaricana de la enfermera sexy, los guardapolvos son los mayores enemigos de las tetas. Hay algo ahí abajo, pero ¿quién puede asegurar que eso es un seno? No digo, ni mucho menos, que ser mujer sea pintarse y mostrar el culo, pero a cierta edad de ebullición anatómica no se podrá negar que estas prácticas representan un signo de expresión que configuran la personalidad femenina (propia de una sociedad patriarcal y retrógrada, pero ésa es otra historia).

Los varones tampoco la llevábamos fácil. Debíamos usar camisa y corbata (algo que ahora me parece genial, pero en su momento era depresivo). Cortarnos el pelo como un aviador norteamericano de la Segunda Guerra Mundial. Afeitarnos religiosamente. ¡Y yo quería estar fuera de la ley! Yo quería ser un Strokes. En realidad quería ser lindo como alguno de los integrantes de los Strokes (mi banda preferida de ese momento), pero a falta de gracia alguna, me conformaba con tener el pelo desprolijo, vestirme como un zarrapastroso y escuchar rock. Nada de eso podía suceder asistiendo a una escuela dirigida por la mano férrea de F.A.

En consecuencia, decidí hacer todo lo contrario. No me cortaba el pelo hasta que escribían un comunicado desesperado a mis padres. No me afeitaba. En vez de camisa, usaba chomba y en la mayoría de los casos remera. La corbata me parecía un elemento de la derecha reaccionaria. Se sumó a mi peligrosa Rebelión, mi amigo L y las preceptoras (siempre con esos nombres diminutivos del tipo Lalita, Tatita, Pepita, Chotita) nos pedían que por favor nos cortáramos los pelos como si en eso se les fuera la vida. Y efectivamente, ahora que lo pienso, en eso se les iba la vida ya que ése era su trabajo: persuadir al alumnado de que hagan lo que dijera “El doctor F.A” (esta frase era pronunciada con la solemnidad de un velorio presidencial). Y lo hacían bastante bien, porque casi nadie enfrentaba tales normas. Y la verdad eran muy buenas, o quizás ante la maldad del director (maldad concreta nunca comprobada, siempre aludida en anécdotas aleccionadoras de dudosa procedencia) lo parecían.

También llegaba tarde. Esto se debe a dos cosas. En primer lugar, por esa época me había convencido de que llegar tarde era una filosofía de vida. Yo no sé cómo, pero, por lo que me dictan los recuerdos, alguna vez fui aún más idiota que ahora. En fin, llegar tarde era ser despreocupado, indiferente al cauce del mundo, un loco bárbaro. En segundo lugar, me negaba a recitar la maléfica “Oración a la bandera”, un rap nacionalista bastante bélico que empezaba con aterradoras frases: “Bandera de la patria/ Celeste y blanca/ Símbolo de la unión y de la fuerza/ Con que nuestros padres/ Nos dieron independencia y libertad”. Yo lo había odiado durante toda la primaria y al llegar la secundaria me había acostumbrado a la épica de “Aurora” sonando en el sempiterno patio del Industrial, donde miles de jóvenes corrieron por sus vidas al escuchar el grito primal: “Caño y volea”.

Pero lo que me molestaba de sobremanera al punto de no poder soportarlo, era que al finalizar el rap, F.A decía “Buenos Días” y todos los “ñatos” contestaban a los gritos: “¡Buenos días, Señor!”. Era una clara alucinación militarista de F.A, quien cerraba los ojos imaginando que estaba ante su tropa. Por lo tanto, llegaba entre 15 o 20 minutos más tarde de lo debido, coleccionando de ese modo un sinnúmero de medias faltas que siempre me dejaban al borde de la expulsión.

Sobre la maldad de F.A hay que añadir una salvedad: de tan malo terminaba pareciendo bueno. Y hasta uno podía llegar a quererlo (por supuesto, nunca llegué a ese nivel, pero conozco mucha gente que lo aprecia). El mecanismo era obvio: uno siempre esperaba lo peor de F.A. Sus aparentes características denotaban autoritarismo, conservadurismo y todos los ismos que quepan y sean anti-izquierdas. Uno esperaba, por “lo que se contaba”, que F.A asesinase a los alumnos que hicieran algo fuera de la pauta (fumar en el baño, tener el pelo largo, mostrar el orto). Pero como esto, evidentemente no estaba permitido, nos conformábamos y en medio de tal contexto formulábamos al unísono, con las preceptoras diminutivas, la siguiente frase: “Y, al final F.A no es tan malo”.

No sé cómo, pero nos habían sugestionado al punto de pensar que podía ser peor.

Para completar la fórmula de la ruina adolescente, mi curso era señalado como el más aburrido de todos. Los demás nos tenían lástima. Y encima nos hicieron estudiar durante tres años la “Ley de Radiodifusión” del “Proceso de Reorganización Nacional”. Hace unos días volví a ver a una compañera y la conclusión (un poco hiperbólica, por cierto) fue que nuestra función en la escuela era ver cómo se divertían los demás. Éramos sólo 4 varones entre 30 chicas peleadas entre sí en facciones de diversas preferencias culturales (en un anticipo profético de las mal llamadas Tribus Urbanas). Hubo algunas fluctuaciones, gente divertida que venía, pero o se iban enfermos de tanto hastío o repetían o desaparecían. No nos fuimos de viaje de egresados, ni organizamos fiesta. ¡Ni siquiera tuvimos campera! No recuerdo un noviazgo entre nadie. Encima me “enamoré” de una mina que tenía novio y me volvió loco, siempre comportándose con una ambigüedad sublime. Ahora, pasados los años, me llama para decirme que tiene hijos. Ya no me produce locura, sino más bien la certeza de que las personas están indefectiblemente chifladas y nuestra tarea en el mundo es llegar a un estadio de chifladura que no nos permita enterarnos de tal cosa.

Finalmente, me encontré con F.A. No se hacía ver demasiado. Su presencia debía estar latente, implícita en las paredes, para lograr mayor efecto. A lo sumo, cuando el recreo terminaba y nos quedábamos hablando más de la cuenta, salía con un silbato y un gorro de cazador (con el mismo piloto largo que usa actualmente), para que entráramos cual jerbos amaestrados. Y es que éramos jerbos amaestrados. No sé si lo del gorro de cazador lo imaginé, pero lo del silbato es real. Muchos lo pueden atestiguar. El temor que inspiraba el anuncio de una visita suya era apoteósico. F.A se convertía en sinónimo de “Juicio Final”. Cada tanto las preceptores informaban sobre una nueva y estricta orden del mandamás. De no cumplirse, ocurrirían eventos atroces. Pero con los días todo se iba desarticulando.

La siniestra táctica era ejercitar la disciplina que inspira el temor.

Y por otro lado, el tipo amaba (y ama) a su escuela y, presumo, la vida de sus alumnos. Probablemente más que a nada en el mundo. Así era F.A, como esos tíos fachos que postulan en la noche navideña, entre garrapiñadas y sidra, “paredón para todo los grones”. Y al mismo tiempo son los mismos que nos hicieron vivir los mejores momentos en nuestra infancia. Hay recovecos, amigos, adonde esa puta sencilla, la ideología, nunca va a poder llegar.

Lo cierto es que ya en tercer año, llegué tarde, muy tarde y con la mala suerte de que F.A moraba por los pasillos. Yo tenía barba y bigotes. El pelo largo. Una remera. Unos pantalones inadecuados (con bolsillos a los costados, eso tampoco se podía). Y sin cuaderno de comunicaciones. Me dejaron esperando solo frente a la dirección (mientras, como dice mi amigo E, “el culo se me llenaba de preguntas”) hasta que salió. Me miró de arriba abajo, como aquella vez en la primera entrevista. Ya no estaba la chica rubia llorando ni yo era el mismo. Incluso mis padres se habían separado y me había llevado educación física. El aire se cortaba con el filo de un cuchillo. Se acercó a mi rostro lo bastante como para perturbarme. Olía a jabón y tabaco. Su cabeza parecía un balón de plomo. Era más bajo que yo, pero se asemejaba a un maldito gigante. Asintió un par de veces en señal de reflexión mientras yo miraba hacia cualquier lugar: la puerta de calle, una maceta con una planta artificial, un cuadro triste con los rostros de los muertos de Malvinas. Pensé que no sobreviviría a ese momento, hasta que pronunció la sentencia: “Alumno, parece un hippie”.

Después dio media vuelta, indicó algunas directivas a una preceptora y volvió al bunker.

11 comentarios:

Cine Braille dijo...

¡Skinner!

La niña santa dijo...

Eh! Pero al final no era tan malo!!!

Jajaja muy bueno, hacía falta un pseudo-cuento a esta hora del día.
Y está tan bien escrito que no logro darme cuenta si es pura ficción o no-ficción. Creo que siempre te comento lo mismo jajaja :P

Anónimo dijo...

leía y no dejé de pensar en el jefe de preceptores de Ciencias morales, de Kohan (la leíste?)

saludos,

JJ

La Momia dijo...

justo ayer escribi una nota sobre el secundario para una revista virtual!!! cuando la publiquen la posteo.
olvidaste poner que ese dia me hiciste ir de la loma del orto a llevarte el puto cuaderno de comunicaciones que ni se para que sacabas de la mochila.
te quierooooooo

Martín Zariello dijo...

No, nunca lo habría sacado racionalmente, hasta ese punto no llegaba, me lo olvidé. Emiliano siempre se acuerda de que tuviste que llevar el cuaderno y dice que Arroyo, perdón: F.A, te cagó a pedos a vos, pero eso no lo recuerdo.

Esto es no ficción con algunas exageraciones propias de quien escribe.

Ah, en cuanto a la repetición: concretamente repetí primer año que repetí en el año 2000, pero las 4 que me llevé las rendí en el 2001, ¿en qué año repetí?

No leí Ciencias Morales.
Gracias por leer, muchachos.

derian dijo...

Gran cuento, Zariello, lo leí en el entretiempo de Central - Belgrano. En la sintaxis, no sé por qué, pero veo cierto resabios cortazarianos, en el fraseo sobre todo.

Vamo canalla ehh

David dijo...

Ya me había expresado acerca de F.A en los comentarios del post anterior. Hacés una descripción fiel del muñeco, "Esto es no ficción con algunas exageraciones propias de quien escribe" tal cual, diría incluso que no hay tantas exageraciones mas allá de algunas metáforas.

Me acuerdo del bicicletero colgante, un bonito gesto de Arroyo.

Qué bueno que haya gente de central!!! pensé que era el único por éstos lados.

Saludos.

Martín Zariello dijo...

Derian: quizás te recordó a La escuela de noche.

Dos hinchas de Central en un mismo post, esto sólo sucede en Ilcorvino.

Cine Braille dijo...

¿Lo de "hippie" fue algo así, no?
http://www.youtube.com/watch?v=YwsaRM5IFhE

Lisandro Capdevila dijo...

Si que era malo, sólo se dosificaba al parecer. Ah, soy el tercer canaya del post entonces.

Laura dijo...

Deberías haber ido al turno tarde, ese era el lugar permitido para los hippies y ¡hasta logramos armar el centro de estudiantes!