domingo, 21 de septiembre de 2008

LEVRERO IS GOD

“Yo trato de librarme de un problema, escribiendo. Pero si en alguna medida, lo que escribo puede ayudar a alguien como me ayudó a mí Kafka, por ejemplo, creo que mi vida está más que justificada”- Mario Levrero

Acabo de leer a Levrero. Y me convertí en un predicador evangelista de Espacios libres, un viejo libro de relatos publicado en 1987. Probablemente, la fascinación que me produjo entorpezca este texto, que no quiere ser otra cosa que una sencilla recomendación. Es una sensación heterodoxa, finalmente, después de leer innumerables contratapas de múltiples autores que dicen lo mismo, acceder a la creación en su nivel más valioso. Lo que voy a escribir a continuación debe ser leído literalmente: Levrero logra la extraordinaria hazaña de inventar un mundo original y construir sentido a partir de ese enigmático contexto. Puede que no comprendamos del todo lo que ocurre en estos cuentos, sin embargo, lo único que sabemos es que no podría ocurrir de otra forma. Los relatos de Levrero son dispositivos de una ilógica sistematizada y parecen ir más allá del típico motivo de la literatura rioplatense en el que lo fantástico se funde con lo cotidiano. A partir de aquí esa definición se torna naif, demasiado inocente. Hay cierto costumbrismo bañado en ácido, es verdad, pero eso no es todo. Ángel Rama lo ubicó entre los “raros” de la literatura uruguaya, en la senda de su compatriota Felisberto Hernández (a quien nunca terminé de asir) y la “literatura imaginativa”. Pero Levrero es mucho más, invita a replantear nuestras certidumbres desde la extrañeza metafísica y la carcajada más furibunda. Durante la lectura de Espacios libres se asiste al establecimiento de un submundo, con indescifrables costumbres, nuevas cosmogonías, actitudes disparatadas. El mismo Levrero, al escribir su primera novela (La ciudad), debió forjar un nuevo vocabulario: “No tenía un lenguaje desarrollado, había palabras que no me venían a la mente, entonces ponía entre paréntesis la descripción del objeto y luego buscaba en los diccionarios, preguntaba y rellenaba esos agujeros”. Leer estos relatos es acceder a un tipo de texto que narra en primera persona un sueño sin perder ningún detalle. Una perspectiva lúcida no exenta de territorios inasibles. Pero no es exactamente un juego onírico. Ni surrealismo. Ni ciencia ficción (como la crítica lo ha enmarcado porque su editor, Marcial Souto, es una figura señera del género en esta parte del mundo). Mucho menos realismo mágico. Descubrir su obra en el campo de la literatura es una verdadera revelación que mi lenguaje (ante lo indecible, plagado de adjetivos calificativos) está a años luz de expresar. Como un Isidoro Blanstein pasado de revoluciones. Como un Dino Buzzati de por acá nomás con personajes reflexivos que, en medio de un relato perdido, dicen: “Pienso en la locura co­mo un lugar tan cómodo y placentero, que una vez alcanzado nadie querría volver a la opacidad cotidia­na, a este frío y a este apego insensato a las cosas”. Como un baldazo de agua fría en pleno invierno. Como recorrer tu habitación, encontrar una puerta que nunca antes habías visto, abrirla y perderte para siempre. Eso mismo le ocurre al personaje de uno de sus maravillosos cuentos, “Nuestro iglú en el Ártico”. Lo único que sabemos de él es que tiene una mujer llamada Elga y quiere salir a tomar aire. Pero a partir del instante en que halla una puerta entornada detrás del ropero, su casa comienza una mutación estructural (nuevos pasillos, sótanos, muebles abarrotados en lugares inasibles, filas interminables de damajuanas) y se cruza con un sinnúmero de extraños: una pareja teniendo sexo en un estante del armario, una siniestra tortuga con cara de pájaro, dos mujeres desnudas que lo seducen (el erotismo aparece constantemente). Al mismo tiempo, en pocos minutos llegará de visita el presidente y él no encuentra pantalones. Su esposa, desnuda, se marca los elásticos del colchón de la cama del criado y la cocinera María le reprocha haber partido el caparazón de la tortuga gigante: era un presente para el primer mandatario que sólo acepta tortugas. Entre tanto, se entera de que allí se va a firmar “un pacto político que puede resultar de gran beneficio para el país”. Por una serie de malentendidos que no viene al caso referir, termina matando a su gato con la culata de un revolver y al final se va con una de las mujeres que ha conocido ese día. El último tramo es memorable:

“El Presidente había sacado al gato muerto de aden­tro del piano, y ahora lo exhibía.
Después, la mujer me contó que le dijeron que el Presidente, al agarrar furioso a su tortuga y ponérsela bajo el brazo, con intención de retirarse, hi­zo un movimiento demasiado brusco y el caparazón volvió a abrirse por el remiendo, y que la tortuga sa­lió corriendo despavorida, y que se perdió de vista, y que todo esto mandaba el pacto al diablo.
Que los invitados, furiosos, destrozaron mi casa con hachas.
Que se me buscaba, aún, afanosamente, en todas partes.
Que en las afueras de la ciudad la tortuga había mordido a un niño indefenso.
Nos besamos, solos en algún lugar del mundo”


Narrado desde mi precario enfoque, “Nuestro iglú en el Ártico” puede parecer una fantasía levemente divertida; al leerlo se tendrá la certeza de estar ante uno de los cuentos más graciosos de la historia, una fabulosa máquina de encadenar situaciones y actitudes insospechadas que se inscribe en la huella del relato humorístico, una tradición desdeñada en la literatura latinoamericana. También se descubrirá en qué lugar formó su trastornado cerebro Leo Masliah.

Promediando el libro aparece una nouvelle de 6 episodios titulada “Capítulo XXX (El milagro de la metamorfosis aparece en todas partes)”, un (serio) delirio erótico vegetativo que alucinará a propios y extraños. En un estado alerta (con los 5 sentidos abiertos a cualquier reverberación artística), el efecto de lectura es, imagino, el mismo que el de una droga psicotrópica fulminante. Lo que sucede en este relato no tiene ningún tipo de correspondencia (es único) e ingresa al receptor en un estado sobrenatural. ¡Los que van a un boliche a tragar pastillitas y escuchar música monótona a todo volumen, seguro que no leyeron a Levrero: si lo conocieran no necesitarían tanta agua mineral para emanciparse del mundo! El personaje principal de esta joya es un muchacho de 15 años llamado Jorg, que vive en una playa de la que no se sabe mucho a no ser que está dividida entre adultos y jóvenes. Un día, un hombre rubio llega a la costa y es trozado en diferentes partes por los habitantes de la Isla. Antes, Jorg le roba una bolsita con tres huevos rojos que entierra cerca de su cabaña, donde vive con Luisa, que se la pasa jugando con muñecas. A esta altura es pertinente apreciar que la prosa de Levrero es magistral, con observaciones minimalistas y un claro sentido de la poesía que le permiten escribir apartados como el siguiente:

La luz extraña que sobreviene a la puesta del sol me mostró un cuerpo mutilado, trozado en siete pe­dazos, y una sangre entre violeta y negra que la arena absorbía rápidamente. Los adultos cavaron en la are­na siete pozos distantes entre sí, y el cuerpo del ex­tranjero fue enterrado, los miembros por aquí, la cabeza por allá, las partes del tronco, los pies, las ma­nos. No quería mirar pero no pude evitarlo. La náusea jugó un rato en el estómago y luego vomité entre las rocas.

Las descripciones de la monstruosa planta que comienza a germinar (junto a las moscas y hormigas que la rodean) son asombrosas. Paulatinamente, Jorg sufre un proceso de mutación que lo va convirtiendo en un viejo hasta que una noche llega a su guarida y encuentra a Mabel (su otra amante) tirada en el piso, mientras un falo gigantesco que proviene de la planta viola a Luisa:

El ser, y creo que esto era lo más impresionante, no guardaba una forma permanente, sino que pare­cía bullir, engrosar unas partes y adelgazar otras, y por momentos llegaba a faltarle un trozo de un brazo o de una pierna, sin que por ello la mano co­rrespondiente dejara de atenazar, y luego volvía a recomponerse. Por fin, unas sacudidas de los cuer­pos, y Luisa cerró los ojos y suspiró. Luego, el mons­truo se fue desintegrando: sus manos superiores e inferiores se deshicieron en miles de mosquitas que vol­vían desordenadamente a las paredes y el techo; luego los brazos y piernas, y lo que podría ser el tronco, y finalmente el abultamiento central, que sin desinte­grarse se desprendió de Luisa y se elevó en el aire. Pude observar algo como un enorme sexo masculino que pendía de ese abultamiento, mucho más comple­jo que un miembro humano.

Cuando el resto de la comunidad se entera de los extraños acontecimientos que están ocurriendo en la cabaña de Jorg, los tres amantes (que, a su vez, imbuidos por una conexión mística, gozan de tener sexo con la planta) escapan. Las dos mujeres están embarazadas y Jorg, inexplicablemente, comienza a degradarse en forma progresiva, tanto que tiene que llevar su cabeza entre las manos. Al final, nos enteramos que es la misma cabeza la que narra la historia:

— ¡Viejo, hijo de puta, estoy vivo, no vayas a ente­rrarme! —quería gritar, pero el viejo terminó de cavar el otro pozo y depositó allí la cabeza de piedra con mucho cuidado, y tapó todo con arena.


El espíritu de Jorg, sin embargo, ha superado su etapa terrenal y se prepara a “nacer, dulce y alegremente, a la verdadera vida”. Sublime.

Pero eso no es todo, son 19 los extraordinarios relatos que conforman Espacios libres. En muchos de ellos se advierte la sombra de Kafka, en otros, el humor más sórdido. Del primer calibre es “Noveno piso”, la crónica de un viaje en ascensor que se extiende a través del tiempo. En “Crucificado”, el miembro de una comunidad o un grupo de amigos o una familia (nunca se sabe muy bien qué es) evoca la llegada de un desconocido (un tipo “flaco y barbudo, muy su­cio, la cara amarronada, de transpiración grasienta, y el pelo enmarañado y largo”) que no es otro que Jesús. Siempre lleva los brazos abiertos porque debe cargar con su cruz:

Lo que en él más llamaba la atención, sobre todo al principio, era la posición de los brazos perpetuamente abiertos y rígidos. Después se supo que tenía las ma­nos clavadas a una madera y, examinándolo más a fondo, descubrimos que la madera formaba parte de una cruz (cubierta por el saco), rota a la altura de los riñones, y que terminaba cerca de la nuca. Las heridas de las manos estaban cicatrizadas, una mezcla de san­gre seca y cabezas de clavos oxidados.

Al finalizar el relato es crucificado nuevamente porque tiene relaciones sexuales con una integrante del grupo y dice: “La otra vez fue un error, me habían confundido, ahora está bien”.

Según lo que indican las reseñas de sus últimos dos libros póstumos (El discurso vacío y La novela luminosa), Levrero nació en Montevideo, en 1940 y murió en 2004. Junto a Roberto Bolaño y otros, forma parte de esa voluminosa lista: la de los mejores autores contemporáneos latinoamericanos que ya murieron. Entre algunos de los oficios que se le atribuyen (fotógrafo, librero), aparece el de hacedor de crucigramas en revistas de ingenio. Justamente “ingenio” fue lo que le sobró para escribir, entre fines de los años 60’ y mediados de los 80’, los relatos de Espacios libres. Lo hizo secretamente (para revistas de ciencia ficción y concursos de relatos), ya que en vida, a excepción de la admiración de algunos lectores fieles y varios escritores (entre ellos Elvio Gandolfo y Pablo de Santis) nunca tuvo el reconocimiento masivo con el que cuenta hoy. Descubrir su obra en medio del despliegue audiovisual posmoderno se asemeja a una epifanía mágica. Leer algunas entrevistas o semblanzas sobre su persona también es fascinante: asegura tener diversas experiencias telepáticas, cuenta cómo durante la dictadura militar en Uruguay casi lo llevan preso por jugar al flipper y no dejar que la bola se pierda, evoca el modo en que comenzó a escribir regularmente y lo mucho que le costaba mantenerse económicamente. Los demás lo describen en forma entrañable, como un tipo tímido y carismático, viviendo de noche y encerrado en su departamento junto a una computadora inteligente. “Lo único que puedo hacer es crear mecanismos de negación o de evasión. Se paga un precio alto, pero de otra forma la vida es imposible. Cuando la negación o la evasión dejan de funcionar, porque la presión es muy fuerte, no queda otra que escribir sobre eso. Entonces lo negado se pone de manifiesto y hasta se hace público; deja de ser mío y por un tiempo me deja en paz”, decía sobre su escritura. El armado de sus cuentos es fácil de explicar, pero imposible de reproducir: Levrero arroja una lanza en medio de la oscuridad y luego manda un ejército a buscarla. A la primera actividad Bergman la llamaba “intuición”, a la segunda, “intelecto”. Releyendo comentarios sobre su obra, advierto que la mayoría cayó en la síntesis que he mencionado al iniciar el texto: Levrero creó un mundo. Resignificando la leyenda sobre la forma de tocar la guitarra de Eric Clapton para prestar atención al carácter único de su literatura, se hace difícil no escribirlo: Levrero is god.
+ Levrero:

jueves, 18 de septiembre de 2008

DOBLE POST

LA PAPA QUE RABALSÓ EL VASO, nuevo anti-elogio de Simeone

+ BORGES, (otro) tenue, humilde, errado, acercamiento al fan de Pink Floyd (Kodama: dejá de mentir)

Aquí puede comentar lo que se le cante. Sayonara.

+ BORGES

A la hora de abordar a Borges hay dos posturas equidistantes que juzgo improductivas: la de José Pablo Feinmann, que por poco le reprocha no haberse afiliado a la JP durante los 70’ y la de Alejandro Vaccaro, que suele ofrecer entrevistas sentado junto a un busto dorado (o plateado) del ciego. Estas posiciones extremas, cegadas por los avatares de la política o el encandilamiento estético, tienen su valor, pero corren el riesgo de parecerse al comentario de un fanático que siempre cree que el árbitro y la asociación de fútbol están en contra de su equipo. También existen los que se enojan cuando alguien pronuncia “Borges” y, exasperados, gritan a los cuatro vientos que ya demasiado se ha hablado del viejo y que mejor sería empezar con otro. En primer lugar, a todas luces, Borges se ha convertido en un clásico, por lo tanto, es probable que dentro de 50 años todavía se hable de él. Por otro lado, innumerables veces se ha hablado y se habla de otros (Walsh, Puig, Osvaldo Lamborghini, Aira); en la mayoría de los casos, para explicar de qué modo éstos se han desviado del paradigma Borges. La conclusión evoca el título de una vieja película: Atrapado sin salida. O el inquietante corolario con que Bolaño termina su divertido panorama (ése es el calificativo que más le cuadra, uno puede llorar de la risa leyéndolo) de la literatura argentina contemporánea, “Derivas de la pesada”: “Hay que releer a Borges otra vez”.

Se me ocurre trazar un muy breve acercamiento a uno de mis libros favoritos: Otras inquisiciones, es decir, uno de esos libros a los que uno, irremediablemente, vuelve. Buena parte de los ensayos publicados en ese volumen fueron escritos entre las décadas de 1940 y 1950. No es mi propósito hacer un resumen de todos, simplemente divisaré algunas características que convierten al libro en una preciosa máquina de interpelación, de activar pensamientos en el lector. La mayoría de los temas que preocupaban o fascinaban a Borges mantienen su vigencia por su carácter imperecedero (la lingüística, los paralelismos literarios, las coincidencias temporales, el nacionalismo), estarán allí donde esté la Humanidad. Lo extraño es que, más allá de la utilización de algunos términos recurrentes (“baladí”), la composición estructural de su escritura (sintáctica y semánticamente) aún marque las pautas de lo que en la actualidad se considera moderno. Esta sintaxis clara e incisiva se contrapone a la del primitivo El idioma de los argentinos y se inicia en Discusión, su otro notable libro de ensayos. Por aquel tiempo, los integrantes de la revista Contorno (David Viñas, Sebreli, Noé Jitrik) preferían discutir con el insufrible Eduardo Mallea: ¿a quién se le ocurriría leerlo hoy más no sea como curiosidad histórica? Anécdotas de este tipo permiten esperanzarnos: secretamente, a espaldas de las grandes editoriales y el ruido sordo del Mercado, tal vez en estos mismos instantes, un autor genial esté escribiendo los textos que el día de mañana harán historia. La gloria literaria es un plato que se sirve frío.

Borges repite en cada uno de sus libros (aun los más residuales: El libro de arena, El informe de Brodie) las temáticas que lo perturban, tal vez sea Otras inquisiciones uno de los que sintetiza con mayor fidelidad el compendio fundamental del itinerario borgeano: desde las observaciones filosóficas que inundan sus cuentos hasta las elucubraciones literarias que marcarán tendencia. De estas últimas hay dos casos significativos. En “Los precursores de Kafka”, plantea el influjo literario como un lazo simultáneo de agentes simétricos: el escritor (Kafka, en ese caso) es gracias a los precursores (Aristóteles, Han Yu, Kierkegaard, Léon Bloy); los precursores son gracias al rescate del escritor. La misma operación realiza con su obra a través de la evocación de otros: el mismo Kafka, Chesterton, Cervantes, Bernardo Shaw. A cada uno de ellos dedica un texto revelador. En “La flor de Coleridge”, partiendo de una frase perdida de Paul Valéry (“La historia de la literatura no debería ser la historia de los autores y de los accidentes de su carrera o de la carrera de sus obras sino la Historia del Espíritu como productor o consumidor de literatura. Esa historia podría llevarse a término sin mencionar un solo escritor”), desestima la noción de autor para rastrear la evolución de una idea (un argumento) a través de los años. Las dos estrategias consideradas tienen una tesitura vanguardista: a través de la inversión de una concepción establecida (la de precursor y la de autor) suponen la trasgresión de una norma.

Al incesante comentarista de motivos literarios (Borges es capaz de enaltecer a un autor olvidado o narrar las peripecias de un cuento –“Wakefield”, de Nathaniel Hawthorne- y, en el ínterin, adueñárselo) se le suman dos facetas memorables: el humorista y el ensayista político. Más allá de la innumerable batería de anécdotas, no es secreto que los mejores textos de Borges pueden provocar un estallido de carcajadas. Así lo prueban “Pierre Menard, autor del Quijote”, múltiples fragmentos de sus relatos más conocidos, los textos en colaboración con Bioy Casares (especialmente Seis problemas para Don Isidro Parodi, no así el denso Un modelo para la muerte) y las encendidas represalias contra aquellos que le provocan aversión. “Las alarmas del Doctor Américo Castro” es ejemplo de esta última modalidad. En este pasaje, Borges comenta con inacabable maldad La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico, un libro que repasa el aparente “desbarajuste lingüístico” que la lengua castellana sufría en esta parte del mundo alrededor de 1941 (año en que se edita el libro). A quemarropa, Borges articula un decálogo de ironías y estrategias defensivas para neutralizar la falsa erudición de Castro. A continuación transcribo un segmento recordado:

He viajado por Cataluña, por Alicante, por Andalucía, por Castilla (…) tengo gratísimos recuerdos de esos lugares; no he observado jamás que los españoles hablaran mejor que nosotros. (Hablan en voz más alta, eso sí, con el aplomo de quienes ignoran la duda.) El doctor Castro nos imputa arcaísmo. Su método es curioso: descubre que las personas más cultas de San Lamed de Puga, en Orense, han olvidado tal o cual acepción de tal o cual palabra; inmediatamente resuelve que los argentinos deben olvidarla también… El hecho es que el idioma español adolece de varias imperfecciones (monótono predominio de las vocales, excesivo relieve de las palabras, ineptitud para formas palabras compuestas) pero no de la imperfección que sus torpes vindicadores le achacan: su dificultad. El español es facilísimo. Sólo los españoles lo juzgan arduo (…) tal vez por cierta rudeza verbal (confunden acusativo y dativo, dicen le mató por lo mató, piensan que un libro puede sobrellevar este cacofónico título: La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico).

El debate que propone Borges abarca más aristas que las del pobre Américo Castro: entabla un enfrentamiento entre la cultura argentina y la tradición española (que, bajo diferentes formas, sigue hasta hoy) y posee cierta ética literaria. En el último párrafo, Borges refiere que el autor que critica lo ha mencionado como uno de los escritores “cuyo estilo es correcto”, para agregar líneas después “a pesar de la inclusión de mi nombre en ese catálogo, no me creo del todo incapacitado para hablar del castellano”. A eso llamo una declaración de principios: a pesar de ser elogiado, Borges no duda en disparar munición gruesa. La misma que recibe el nacionalismo en “Nuestro pobre individualismo”, texto de 1946 que tiene la peculiaridad de discutir con el Borges de las décadas posteriores.

En Borges como problema, Juan José Saer intenta demostrar que la crítica (condescendiente) no suele apuntar que buena parte de la obra de Borges no es literatura de primer orden: “Es como si el solo hecho de ser textos de Borges los transformase mágicamente en literatura”. Para argumentar tal aseveración (indudablemente cierta si tomamos en cuenta los primeros libros de ensayos y los inciertos poemarios de sus últimos días), declama que “el interés principal de la obra borgiana” se encuentra “entre finales de los años veinte y finales de los años cincuenta (…) dos libros clave (…) la abren y la cierran, Evaristo Carriego y El hacedor”. A pesar de estar enmarcada en un contexto negativo para el autor de El aleph (ya que suprime, con salvedades, todo la anterior a 1930, todo lo posterior a 1960), la delimitación se convierte en el mayor elogio de la historia de la literatura argentina: nunca antes un autor consagrado (Saer, en este caso) manifestó que otro del mismo nivel (Borges) mantuvo durante ¡treinta años! una obra superlativa. De contrasentidos como ése, están hechas las críticas a Borges. “Muchachos, maten a Borges”, cuenta la leyenda que dijo Grombowicz a quienes los fueron a despedir en su viaje de regreso a Europa. Los estertores de esta frase nos siguen mortificando: no aclaró el cómo. Sayonara.

martes, 16 de septiembre de 2008

Nuevos trapos


Escenas de la vida moderna. El domingo, por cuestiones relacionadas con el azar y el absurdo de la vida, ingresé a una galería de ropa de diseño repleta de floggers (instantáneamente evoqué la moda payaso que propulsa la lunática de El crimen ferpecto en la película de Alex de la Iglesia). Al mediodía, en el diario Perfil, había leído una nota a Cumbio, líder espiritual de la mentada “tribu”. El día anterior, junto a mi hermana, estuvimos un rato mirando y leyendo fotologs con algo parecido a la estupefacción absoluta. Al otro día vi un sinnúmero de informes sobre los jóvenes que se juntan en el Abasto. Hace un tiempo, observé la fachada del Shopping Los Gallegos y advertí que los chicos que se juntan allí para conseguir tarjetas de boliches bailables copiaron con liquid sus correos electrónicos. Un anciano se los quedó mirando como si fuesen un entramado de jeroglíficos de ciencia ficción. Ha llegado, entonces, el momento aciago: escribiré sobre los floggers.

Advertencia: No vale, como estratagema para invalidar cualquier crítica o inquietud sobre los floggers, alegar que siempre existieron bandos o facciones de adolescentes identificados con un modo de vestir específico y una música en particular. Eso sólo significa que aunque cambiemos de color las trincheras, aunque cambiemos de lugar las banderas, siempre es como la primera vez, pero nada más. Es claro que el nivel de sectorización ha llegado a límites insospechados como así también inaudito el espacio que los medios otorgan a estas ¿noticias?

El mejor poema del flamante libro de poesía de Matías Moscardi (Historia Clínica), contiene una sentencia reveladora: “Los zombies están más vivos que nosotros”. Y a continuación repasa: “Zombies en una librería comprando manuales de Lacan. Zombies escribiendo poesía bucólica en el medio de la masacre. Zombies mirando cómo el semáforo resplandece en el cielo de otoño”. Y etc. Agregaría a la lista de Moscardi a gran parte de la humanidad (por ejemplo yo: zombie escribiendo en un blog) haciendo especial hincapié en los zombies que se sacan fotos, las suben a un fotolog y creen que eso es una forma de vida. Desconozco otra generación más apegada a la publicidad que la que ahora tiene entre 12 y 18 años. No creo ser el único que sintió un escalofrío cuando en el informe de un programa de televisión se mostró a una multitud de chicos cantando “¡Foto, foto, foto!”, como reza un grupo de actores en una propaganda. Históricamente, es en el transcurso de la adolescencia cuando comenzamos a desconfiar de los mecanismos que nos quieren imponer un modo de vida a través del flujo de dinero. Los floggers, en cambio, son un reflejo monstruoso de todo lo horrible que puede hacer el capitalismo. Por supuesto que todos terminamos cayendo en las telarañas del consumo, pero nunca tan dócilmente. Al vestirse y peinarse igual, parecen muñecos en serie salidos de una fábrica de Henry Ford. Al diferenciarse de otros (emos, raperos, cumbieros) por la fisonomía, se asimilan a un producto comprable, por ejemplo, los discos que inundan las bateas de Musimundo: rock, pop, world music. Todo ordenado y separado al detalle para que nunca ocurra la necesaria impureza del mestizaje. ¿Qué otra cosa es la adolescencia sino salir al mundo y enterarse de que no todos son iguales a vos? ¡Bailan con el celular en el oído, dando a entender que hablan! Algo feo nos están diciendo. Un piscólogo diría: Están pidiendo ayuda. Por otro lado, hijos dilectos de los medios masivos de comunicación (preferentemente la tv y el vicio del rating) y la obsesión por el éxito de sus padres, enaltecen la cantidad en desmedro de cualquier atisbo de calidad: el más popular no es quien saque fotos notables (como sucede en los fotologs ajenos a la “tribu”) sino el que acoja más visitas o suba más fotos en un mismo día. Asimismo, es alarmante que el factor que los reúna sea meramente estético. Sabemos lo que sucede en estos casos: aunque no se puede generalizar, se advierte un tufillo de desprecio hacia aquellos que no poseen los medios para “pertenecer”: peinado, celular, determinadas prendas a la moda, acceso continuo a Internet y tendencias en boga de la tecnología. Fuera de las características exteriores que los identifican, los raperos tienen sus elementales rimas, los emos, una (trivial) visión del mundo y los cumbieros, el júbilo de una música que los sobreexcita. Los floggers, sin corte de pelo ni foto ni chupines ni celular, no tienen nada. Algunos, incluso, seguramente de modo instintivo a través del consiguiente formateo familiar, tienen la misma ideología que los sectores más conservadores de nuestra sociedad. En un fotolog, una amiga recomienda a otra no ir al shopping con el mismo pantalón de siempre porque va a parecer pobre. O eso es lo que logré entender. Es pavoroso asistir al lenguaje inventando por la “tribu”, prácticamente intraducible para alguien ajeno: no sólo (como se espera habitualmente en los adolescentes) poseen faltas de ortografía y hacen brillar un religioso desconocimiento de la sintaxis (algún tipo de sintaxis), sino que intercambian textos con términos onomatopéyicos impenetrables y tipeos espasmódicos de una sola letra, incapaces de lograr conexión con sus cerebros y acceder a la comunicación. Intuyo que sería imposible para un escritor recrear ese tipo de vocabulario. ¡Al lado de esto, el nadsat de Anthony Burgess es un juego de niños! Sayonara.

domingo, 14 de septiembre de 2008

FOREVER BIOY

En la edición del sábado 6 de septiembre del suplemento cultural del diario La Nación, George Steiner espeta: “¿Qué pasará cuando los jóvenes tengan que cuidar y alimentar a tanta gente mayor? La próxima guerra civil puede ser ésa”. El entrevistador agrega que tal razonamiento parece el tema de una novela de Saramago, a lo que el crítico responde: “De una novela y de una pesadilla. Los jóvenes de hoy tienen que pagar impuestos, residencias de ancianos, la comida, la casa. Hay cada vez más ancianos (…) Quizás la próxima crisis sea generacional (…) hoy los jóvenes no andan por ahí asesinando viejos. En ciertas culturas esquimales lo hacen”. Tal segmento me dejó estupefacto: quizás en un exceso de chauvinismo, por mucho tiempo estuve convencido de que la obra de un escritor tan memorable como Adolfo Bioy Casares era lo suficientemente conocida para que un periodista español y un eminente estudioso norteamericano no crean estar inventando el argumento de un libro que éste escribió 40 años atrás: Diario de la guerra del cerdo. O lo que es peor, atribuyendo tal invención a un autor inferior al original. Tal vez como una especie de absurda reivindicación para el escritor que más he disfrutado leyendo, con la velocidad de un hipervínculo, decidí releer los primeros capítulos de la novela. Cuando a los pocos minutos navegaba por la página 50, comprendí que Bioy (justamente Bioy, el escritor que luchó contra el paso del tiempo) mantenía su pulso narrativo más allá de las modas y que me iba a ser imposible no releer la obra completamente. Sin sorprenderme (considero a Bioy un coloso de la imaginación y por encima de muchos consagrados: Arlt, Walsh, Puig), advertí que la novela, como dice Homero Simpson, sigue funcionando a muchos niveles.

Comenzaré la breve reseña con una digresión personal: cuando el fragmento de un libro me impresiona (un diálogo, una imagen, una opinión que me suscita interés, una frase equívoca que debo comprobar) doblo el vértice superior de la hoja. Las razones por las cuales no subrayo libros son múltiples: en primer lugar, frecuentemente leo acostado, de modo que me resulta incómodo anotar; por otro lado, mantengo cierto respeto pueril por el objeto libro y, finalmente, encuentro ridícula (y esnob) esa manía de los lectores por manifestar su orgullo de haber atestado un libro de anotaciones, por más que éstas digan las imbecilidades más grandes de la historia de la Humanidad. La cuestión es que en la página 130, caí en la cuenta de que había doblado, por lo menos, el 75 por ciento de los vértices superiores de las hojas. Evidentemente, me dije, Bioy es aún más magnífico de lo que creía, su obra (como sucede con los clásicos) aumenta en densidad literaria con las relecturas. Por consecuencia, Diario de la guerra del cerdo es una de las mejores novelas de la literatura argentina.

El argumento de la novela ya ha sido referido por el distraído de Steiner: con el paisaje de fondo de un barrio del conurbano bonaerense, alentados por un enigmático Farrell, hordas de jóvenes salen a asesinar viejos. Sin elaborar herméticos monólogos interiores ni abjurar de la linealidad, Bioy reformula, a su modo, la novela de su época través de la construcción de su personaje principal (recordemos que estamos en 1969, pleno boom). Isidoro Vidal no es un ser extraordinario ni tiene algo que lo haga particularmente interesante: no es un oyente de jazz que desarrolla soliloquios filosóficos por las calles de París, no es un inmutable campesino rural del desierto de Cómala, no es miembro de una extravagante familia en el mundo hiperbólico de Macondo, no es el patriarca envejecido que agoniza en la cama de un hospital y se dispone a repasar la vida. Es simplemente, alguien que, como diría Pappo Napolitano, se está “viniendo viejo” y, atribulado por tal afección, oscila en el terreno amenazante del costumbrismo criollo. No está embarcado en una búsqueda interior, más bien se dedica a tomar mate y comprar “tortitas guarangas”. Sus conclusiones son vulgares y tienden a la melancolía. Su vocabulario esta construido en base a un híbrido de lugares comunes y sentencias mundanas. Es fabuloso captar la forma en que Bioy convierte el registro y las cavilaciones habituales de la edad adulta en un lenguaje metafísico:

Después de tantos años de amistad, por primera vez entraba en el cuarto de Néstor. Vagamente miró retratos de personas desconocidas y pensó: “La intimidad que dejamos de lado no impidió que fuéramos amigos”. Esta observación lo incitó a reflexionar sentenciosamente: “Hoy todo el mundo es íntimo; amigo, nadie”.

Creyó por primera vez entender por qué se decía que la vida es sueño: si uno vive bastante, los hechos de su vida, como los de un sueño, se vuelven incomunicables porque a nadie interesan. Las mismas personas, después de muertas, pasan a ser personajes de sueño para quien las sobrevive; se apagan en uno, se olvidan, como sueños que convincentes, pero que nadie quiere oír.

Se lamentó: “Cuando uno vive, se deja ir, distraído”. Si reaccionaba, si despertaba de esa distracción, pensaría en Néstor, en la muerte, en personas y en cosas que desaparecieron, en sí mismo, en la vejez. Reflexionó: “Una gran tristeza de libertad”.

Otro gran acierto de la novela es el manejo de la indefinición, algo que, nobleza obliga, es el único rasgo positivo de El Túnel, de Ernesto Sabato. En Diario de la guerra del cerdo los jóvenes matan a los viejos y, por algunas inferencias, advertimos que los “muchachos” de la barra del protagonista son ancianos (el sordo Dante, el gallego Rey, el ocurrente Jimi), pero nunca sabemos qué edad tiene Vidal. Creemos (o queremos, es imposible no querer a los personajes de Bioy mientras se lo lee) que no será agredido hasta que en una escena (que de tan ominosa asustaría al mismísimo Freud), es atacado a botellazos. El espectral avance juvenil sigue coordenadas kafkeanas: es sugestivo y omnipresente, pero recién al promediar la novela se nombra con algún grado de explicitación. El velorio de Néstor (muerto a pisotones en la tribuna de River) se erige como un instante de absoluta luminosidad en la literatura argentina. La efectividad para crear ese opresivo marco de tensión entre los jóvenes y los viejos (que se reúnen, débiles, alrededor del calentador) es magistral. Como toda literatura que recrea aspectos indecibles, no hay palabras para describirla, sólo hay que concentrarse y leer para asistir al delirio del vuelo creativo de un novelista implacable (de su autoría, además, leí La invención de Morel, El sueño de los héroes, Dormir al sol y Aventura de un fotógrafo en la Plata: todas me han parecido, en algún punto, obras maestras).

Como en toda novela de Bioy, no falta la descripción de una relación amorosa (secreta, a escondidas) ni, por supuesto, esa mirada ambivalente (entre cáustica y sobria) que otorga a cada secuencia una dosis de humor y una consistencia extraordinaria. En una nota al pie de ¿Qué es la literatura?, Jean Paul Sartre afirma que no hay una sola novela buena que haya servido a la opresión o haya estado en contra de los judíos o de los negros o de los obreros, es decir, que no hay buenas novelas reaccionarias. Leída sin miramientos críticos, Diario de la guerra del cerdo parece rebatir esa sentencia. No es que el autor abogue por la muerte de los viejos, pero la versión que otorga de éstos es francamente lapidaria y se acerca a la segregación estética: se los refleja persiguiendo muchachas, babeantes, putrefactos. Cuando una mujer mayor entra al club en que los amigos juegan al truco, Vidal piensa: “¡La imaginación de la vejez para inventar fealdades!”. Incluso en el prólogo, Bioy manifiesta: “Desde luego, no creo que haya ninguna ventaja en ser viejo”. Sin embargo, confirmando aquella sentencia de Borges en la cual la obra ignora las intenciones de su autor, Diario de la guerra del cerdo, en su furiosa diatriba contra el paso del tiempo, termina trazando un panorama entrañable de las conductas y las lealtades humanas. Esta capacidad para plasmar los instantes iniciales de un amor imprevisto, los ritos secretos de la amistad y las diversas formas de la rutina es, quizás, la mayor virtud de la literatura de Bioy Casares.

jueves, 11 de septiembre de 2008

SOBRE LA SELECCIÓN

“¡Qué desastre: Argentina volvió a empatar!” decía un recuadro en el canal Crónica a las 3 de la mañana. Por más que sea un chiste: ¡Qué pelotudez: hacerse algún tipo de problema porque un grupo de millonarios está pasando por un mal momento deportivo! Además Argentina siempre tiene dificultades en las Eliminatorias (recordar el agónico empate 2 a 2 contra Perú en el 85 o buena parte de la era Passarella). Y por otro lado: ¿por qué no habría de tenerlos? Hay que terminar con la idea de que somos un gran equipo, de que Messi es el mejor, acabarla con la Gran Idea, la del Fútbol Argentino. El polaco Grombowicz decía algo inteligente sobre la literatura argentina: “El argentino auténtico nacerá cuando se olvide de que es argentino y sobre todo de que quiere ser argentino; la literatura argentina nacerá cuando los escritores se olviden de Argentina". Trasladado al fútbol podríamos decir que el fútbol argentino renacerá después de su etapa maradoniana, cuando se olvidé que alguna vez estuvo en la cima y fue reconocido. Batistuta, Caniggia, Maradona. Muchas piensan que aún el equipo nacional conserva ese cúmulo de comedia, fútbol y potencia. Pero no. Incluso con esos tres juntos no se ganó ningún Mundial, ese torneo que tanto nos desvela. Messi es un jugador de gran habilidad y con una aceleración inaudita que empalidecería a la mismísima “Máquina de Dios”. Pero además de eso sólo tiene 20 años y una considerable falta de carisma (no se va cantar una cumbia ni va hacer un chiste en una conferencia de prensa). Tal vez su Mundial no sea el del 2010, sino el del 2014. Quizá no tenga nunca un gran mundial, qué importa. Es como esos tipos que escriben muy bien, pero a los que les falta una buena historia para contar. Desparrama 4 jugadores y se la da al contrario. Llega al borde del área y define mal. Roba una pelota increíble y no sabe qué hacer con ella, sus pies parecen ir más rápido que su cabeza. En una posición confusa, criticado excesivamente por Maradona (con quien lo comparan cada vuelo de mosca), tildado de estúpido o abúlico por la opinión pública, desconectado de sus compañeros, con una tarea que lo excede en su club (hacerse cargo del Barcelona luego de la venta de Ronaldhinno), con una cuenta bancaria que a cualquier ser humano desconcentraría de su tarea, es factible que juegue partidos como los de esta semana. Lo extraño es el planteo de Basile (quien a través de sus gestos atribuye el errático itinerario de los últimos 5 partidos a la mala suerte), la absoluta indefinición en todas las líneas de juego. Puede que haya más jugadores de fuste para un eventual recambio; probablemente Basile no tenga muchas ganas de buscarlos. En la defensa lo único que se sabe es que Demichelis usa un buen champú y juega de 2, el resto es una neblina espesa, como la de la película de terror que se estrenó este año: ni el asombrosamente convocado Cata Díaz es 3, ni Coloccini ha demostrado poder jugar en todos los puestos, ni Zanetti (a quien vendría bien buscarle un reemplazante) está en su mejor momento (carece de proyección, marca y velocidad -tres atributos fundamentales para un número 4-, aunque no de su típica calesita). ¿Por qué los técnicos argentinos creen que un 2 que apenas puede con su puesto puede jugar de 4, de 6 y de 3? El medio (después de la lesión de Gutiérrez) fue una locura: Battaglia, un gran 5, de 11 no va “ni ahí”, Gago está jugando en un buen nivel pero no tiene la marca necesaria para hacerse cargo del círculo central cuando no juega Mascherano, Cambiasso nadie nunca supo de qué y por qué juega. Yo creía que era un modelo de la agencia Pekerman, como Sorín, pero Basile lo siguió convocando. Poner a los tres juntos y diseminarlos con los ojos cerrados hacia los costados tampoco es buena idea. O sí, es una idea suicida (estamos hablando dentro de los límites del fútbol, ok). Riquelme es un jugador sensacional pero hace meses que no aparece. Se comprueba observando lo poco que Boca lo extrañó durante este mes. Está lento y parece obsesionado con pasársela a Messi, aunque el 10 del Barcelona esté abstraído mirando la luna o el banderín del corner izquierdo. Incluso la pelota perdida de Messi que derivó en el gol peruano, vino después de un pase kilométrico de Juan Román. Agüero no tiene el físico ni la torpeza técnica de un centrodelantero neto, por eso no hace goles, ni la toca ni aparece. Si nos conformamos con que un jugador de sus características haga goles cada tanto estamos fritos. También es verdad que los medios lo victimizan cuando juega mal: nunca es su culpa. “Pobre Agüero”, decían ayer, “está jugando solo contra 3 peruanos”. Teniendo en cuenta este panorama donde más que equipo lo que se observa es una agrupación dispar, la combinación de jugadas entre los intérpretes es literalmente inexistente, es decir, la Selección no puede lograr algo esencial: jugar al fútbol. Argentina no creó jugadas de peligro en los 90 minutos. El festejado gol de Cambiasso fue un premio demasiado excesivo y el empate en tiempo de descuento por parte de Perú (espantoso escuchar a Niembro y Closs regocijándose) puso las cosas en su lugar. Ya al promediar el primer tiempo, cuando se entendió que Perú era un equipo dignísimo pero con total ausencia de estrategias ofensivas, la Argentina comenzó a jugar un partido contra sus propios fantasmas. El partido real fue un triste empate, el simbólico (que viene jugando desde hace años) fue goleada en contra. Abrazo de gol.

martes, 9 de septiembre de 2008

NO HAY MEDIDA GUBERNAMENTAL QUE LES VENGA BIEN

“Más allá de los errores del gobierno”. Esa frase (que debo haber escrito mil veces en los últimos 6 meses) no va a ser leída en este post. Simplemente entiendo que todos entienden. Hay un dicho del refranero popular y pornográfico que le calza perfecto a cierto segmento de la población argentina y la oposición al gobierno: “No hay pija que les venga bien”. Ya es difícil distinguir quién hace una crítica genuina y quién responde a intereses. Comienza a quedar claro para los desprevenidos que el voto de Cobos no fue una gloria de la democracia moderna activada para agregar más transparencia a las medidas del Ejecutivo: sólo posibilitó que cada anuncio del oficialismo sea automáticamente despreciado instaurándose así un clima de zozobra permanente. O para continuar con el registro urbano y directo, un clima de mierda. Tanto es así, que, de un segundo a otro, el Riesgo País volvió a ser importante. El pago al Club de París (requerido insistentemente desde todos los sectores contrarios a la cofradía de Fernández) es un buen ejemplo: teniendo en cuenta la ancestral mala leche, técnicamente se puede asegurar que si la deuda hubiese sido solventada en cuotas y no de una, las reacciones habrían sido no menos escandalosas. De pronto, estar durante años pagándole millones a acreedores extranjeros con las consecuentes y periódicas visitas de los representantes del FMI (organismo ilustre si los hay), no fue más una afrenta para la soberanía del país, sino una forma de “estar en el mundo”. El regreso de Aerolíneas al Estado fue bandera de los movimientos de Izquierda o de cualquier ser humano en contra del menemismo. Pero ahora resulta que es mejor mandarla a la quiebra porque tiene muchas deudas. Los aumentos prefijados (ínfimos o no, en este caso no importa acceder al real significado de estas medidas sino al significante que representa en la sociedad, un abrazo a Saussure) en sueldos y jubilaciones son una falta de respeto al bolsillo del ciudadano. Una democracia sin consulta no es democracia (de ahí la existencia del Congreso), pero tampoco es democracia cuando un gobierno es continuamente juzgado por sectores corporativos que lo obligan a aceptar cualquier condición. De Angeli habla de “medidas inconsultas”. Probablemente piense que el Gobierno debe pedirle permiso a él antes de hacer algo. “Todo se construye y se destruye tan rápidamente/ Que no puedo dejar de sonreír” cantaba quien ahora pulula en hospitales psiquiátricos. Y algo de eso hay. Se borra con el codo lo que se escribió con la mano con un swing realmente sensacional. Y de esto tampoco se salva la ciudadanía: ¿cuántos de los que sufren las privatizaciones votaron a Menem? Indudablemente muchos, sino no hubiese ganado en dos ocasiones. Estas consideraciones no sientan una postura macroeconómica propia (muy lejos estoy de esos menesteres), simplemente intentan señalar las múltiples contradicciones del enorme arco partidario que luego de encolumnarse detrás del campo entendió que la mejor forma de hacer política es rechazar de plano y con palabras altisonantes cualquier disposición gubernamental. Cobos, mientras tanto, se parece cada vez más a esos personajes principales de los Simpsons (Apu, Moe, Krusty) que están presentes en cualquier lugar de Springfield cuando ocurre un hecho trascendental diciendo cosas absurdas para satisfacción del espectador.

El ballardiano incendio de las estaciones ferroviarias (nótese como la realidad ha mutado a ballardiana) permitió observar las reacciones más inesperadas: ¡adalides de las instituciones y los buenos modales justificaban los hechos, ocupados en culpar al Gobierno (que, no hace falta decirlo, por supuesto tiene un porcentaje de culpa)! Por otro lado, la capacidad de K and Company para abrir flancos vulnerables es ciertamente insostenible. Con una suficiencia extraordinaria, Aníbal Fernández salió a culpar a los partidos de Izquierda que, autores o no de los desmanes, no fueron los únicos implicados: es claro que en las estaciones ferroviarias son mayoría las personas sin ningún representante político preciso que, llegado el caso, están dispuestas a hacer cualquier cosa para suprimir (fugazmente, hasta la mañana siguiente) la bronca cotidiana de que nada funcione. El itinerario urbano habitual (con sus largas esperas y desperfectos) nos encuentra a un centímetro del Michael Douglas de “Un día de furia”. Sólo nos aleja de él la certeza de que acabar con todo (sin distinciones de ningún tipo) es un indicio de locura y fascismo: los destrozos de las masas suelen ser irracionales ya que los verdaderos responsables siguen detrás de la cortina, ajenos al ruido y la furia del mundo que han ayudado a crear. Si en una orgía imaginaria el oficialismo está siendo sodomizado por la derecha, la conferencia del Ministro fue una invitación a la Izquierda que rozó el masoquismo: “Vengan ustedes también, ya que estamos, rómpanme el culo entre los dos”. Esto ya se parece demasiado a un cuento de Osvaldo Lamborghini. O a uno de Chuk Palahniuk, donde un adolescente se masturba introduciéndose por el ano el tubo de desagüe de la pileta y termina con sus entrañas flotando por el agua. De ahí el título, “Tripas”. Dicen que la gente se desmayaba y vomitaba cuando el autor lo leía en público. Lo mismo me ocurre cada vez que veo por la tele a Domingo Cavallo delineando los pasos a seguir para salir de la crisis. ¿Vieron? Todo tiene que ver con todo. Cambio y fuera.

jueves, 4 de septiembre de 2008

EN BUSCA DEL POST FERPECTO

Los caminos de los puristas conducen irremediablemente al fascismo- Fabián Casas

En los comentarios del último post, Hernán Galli me “acusa” de escribir tal texto para “armar polémica”. Algo raro, por cierto, viniendo de alguien conocido en los 100 barrios bloggeros por armar una polémica cada vuelo de mosca. Quizás a Hernán (como a todo ser humano) le irrite advertir en los demás sus propias costumbres, pero ése es otro tema. La realidad es que no tengo Internet en mi casa y por eso me resulta mucho más fácil largarme a escribir en mi computadora, grabar en un discket y publicar un post que pasarme un rato largo en un Ciber, donde te cobran por hora. Esta introducción es innecesaria y algo lastimera (parece decir: “Compréndanme, ¡oh malpensados comentaristas!, soy pobre”) pero, sin embargo, explica tenuemente las reacciones disparatadas que originaron los dos últimos posts. En éstos, con una falta de información, lo reconozco, bastante escandalosa (que no necesariamente precisaban de una respuesta tan agresiva como la de Lucas Ayala, que varias veces había ingresado al blog para señalar, con sus aires de inédita superioridad, que me había equivocado en la transcripción de algunas letras de Spinetta), realicé algunas consideraciones que pueden resumirse brevemente: la toma de instituciones escolares por parte de alumnos es, a mi entender, inadmisible porque le cede el control de un establecimiento a menores de edad que no se hacen responsables de sus actos; como nadie con dos dedos de frente puede poner las manos en el fuego por las estrategias educativas de un gobierno filo-fascista también se hace necesario sospechar de las medidas que conllevan a la interrupción de clases por parte de alumnos; fuera de las observaciones negativas que podemos tener sobre Gabriela Michetti o cualquier gobierno conservador, no hay indicio firme para que un espectador neutral afirme cuál de las dos facciones tiene razón. La elaboración de un post supone (de aceptarse comentarios, como sucede aquí) que, si los lectores no están de acuerdo con lo que se vierte en el texto digital, éstos tengas la oportunidad de completar o corregir el fragmento que consideran erróneo. Este mecanismo refleja una apertura mental por parte del blogger, que cuelga su texto y acepta equivocarse a costa de ser considerado lo que es e intenta disimular: un imbécil. Personalmente, desconfío continuamente de lo que pienso. Incluso advierto que la obcecación por escribir en modo continuo en un blog se origina en este aspecto de mi psiquis. Pero, como apunta Bolaño, “si vas a decir lo que quieras, vas a oír lo que no quieres escuchar”. A mí, en cambio, me gusta escuchar lo que no quiero: en un principio me puede desagradar que alguien diga que escribo “mamarrachos del pensamiento” (porque no soy de izquierda ni de derecha y deseo trascender con resultados patéticos; objeción que desde mi perspectiva es un elogio), pero al instante comprendo que tal razonamiento es genuino, que esa persona se tomó el trabajo de leer el blog y es totalmente saludable aceptar que uno es un estúpido que escribe, sin más. Lo que no logro comprender es que, mientras acepto con diligencia todas las diatribas en mi contra, ciertos comentaristas no reconozcan que ellos también pueden ser (relativamente) unos imbéciles y se puede pensar distinto sin ser un fucking fascista. Tal vez haya que preguntarlo dos veces: ¿por casa cómo andamos? No entra (o entra con dificultad) en mi cerebro que por poner en duda las tomas, Hernán Galli me salga hablando de la represión militar y una masacre en la China comunista dando a entender que yo quiero que los alumnos se queden repasando las preposiciones mientras se les viene abajo la mampostería. O que, con el aplomo de los que ignoran la duda, se ofusquen ruidosamente por lo que no dije (nunca hablé específicamente del Mariano Acosta, nunca afirmé que le creo a Michetti, nunca anoté que los chicos se deben morir aplastados por un techo, nunca se me ocurriría murmurar que los estudiantes no se pueden manifestar). Cité “Los odio, queridos estudiantes”, el poema de Pasolini, no por estar a favor de la “represión policial” sino porque esta gema (que, ciertamente, no debe ser leída literalmente) representa la ambigüedad de muchas acciones de Izquierda: en este caso, los jóvenes burgueses del Mayo Francés defendían (en su paleta de propuestas utópicas) a las clases bajas, pero los policías contra los que luchaban eran pobres. Los partidos de izquierda defienden al proletariado, pero el proletariado, en la actualidad, nunca se identifica con la Izquierda. Por un lado, felicito a quienes están tan convencidos de lo que predican. Por el otro, agrego que asustan un poco. No me entusiasma aceptar ser denostado porque me olvidé de indicar que el infame General Saint Jean se llama, además de “Manuel”, “Ibérico”. Eso es ser un policía del pensamiento (escondido detrás del cómodo disfraz de lo políticamente correcto, tendiente a apoyar propuestas teóricamente nobles y cargar de culpa a quienes no piensen igual o subrayan una mínima vacilación) que salta cuando se comete una supuesta anomalía, por más absurda que ésta sea (en este caso se me endilga no haber vivido la época de la dictadura para saber que a Saint Jean se lo llamaba usualmente Ibérico y nunca Manuel: ¡!). El mismo anónimo que hablaba de “mamarrachos del pensamiento” (citando a Barthes, por supuesto, para dejar en claro lo obvio: que yo soy un retardado y él un estructuralista de fuste) hace mención a que me pierdo buscando “el post ferpecto”, la originalidad en desmedro de la ideología. Ayala se crispa porque en lo que escribo no hay ninguna “novedad”, ningún “descubrimiento”. Qué manera de tomarse en serio a un blog (al que, contradictoriamente, dicen despreciar), espero que se estén tomando tan en serio y con tanto rigor sus vidas o, aunque sea, sus propios blogs... Desde otro punto de vista, el “eslogan” está muy bien: rechaza la idea de “perfección”, dice “ferpecto”, acepta la deformidad, la crítica, el disenso, es decir, lo imperfecto. ¿Ustedes también la aceptan?

martes, 2 de septiembre de 2008

ACLARACIÓN

Sospechoso. También desconfiaríamos de nuestros argumentos si llegáramos a oírlos en boca de adversarios- Alberto Girri

En el post anterior (con torpeza y algo de afectación), jugué a ser abogado del diablo defendiendo la postura de la Jefatura de Gobierno de Capital Federal, que redujo de 59.000 a 30.000 (0 20.000 según algunos) las becas de apoyo económico a estudiantes de escuelas secundarias. Consecuencia de ello, los alumnos tomaron los establecimientos públicos y el Ministro de Educación decidió suspender las clases. Afirmar que la suspensión no provino de los estudiantes sino de los funcionarios es ingresar en terrenos resbaladizos cercanos al huevo y la gallina: con esa lógica, no fueron los ruralistas los que cortaron las rutas y desabastecieron los supermercados, sino el Gobierno Nacional por implantar las retenciones. Mi habitual postura ideológica supone que debería “tomar partido” por los alumnos: uno de mis temores más grandes (y lo saben quienes leen el blog desde hace un tiempo) es que Macri asuma como presidente en el 2011. Pero consecuencia de una medida que me sigue pareciendo inadmisible (la toma de las instituciones con su eventual interrupción de clases) y algunas declaraciones de los estudiantes repletas de soberbia y arrogancia -con esa prédica autoritaria circa socialismo pocket de muchos Centros de Estudiantes que siguen a Fidel Castro (quien construyó campos de concentración para homosexuales y drogadictos) pero no dudan en denominar “fascista” a cualquiera que haga una objeción a su dialéctica convencional- mi visión de las cosas cambió radicalmente. Uno de los errores básicos de la Izquierda es no desconfiar nunca de sí misma. Algo que sí hizo, por ejemplo, Pier Paolo Pasolini en pleno Mayo Francés, cuando escribió el polémico poema “Los odio, queridos estudiantes”, con pasajes extraordinarios que rebelaron la ambigüedad eterna sobre el origen de las Izquierdas estudiantiles: “Tienen cara de hijos de papá/ Los odio como odio a vuestros papás (…) Cuando ayer en Valle Giulia tuvieron un choque con los policías/ yo simpaticé con los policías./ Porque los policías son hijos de pobres”. Entonces, como la historia ha dado múltiples pistas para desconfiar de la derecha, creo que ya es tiempo de que los progres se preguntan cómo andan por casa. La conclusión es elemental y excede el tema: ¿por qué debo creerle a los estudiantes que toman las sulas y los legisladores opositores (convencidos de que el “reordenamiento de las becas” deja afuera a muchos adolescentes en situación precaria) y no a Gabriela Michetti, quien afirma que tal “reordenamiento” se debió a que las 59.000 becas beneficiaban a alumnos de clase media y la reducción permitió incrementar la asistencia a 30.000 de bajos recursos que las necesitaban realmente? ¿Acaso los mentirosos mienten por ser de derecha o tener un prontuario aterrador para los ojos de los bienpensantes? ¿Quién pone las manos en el fuego por la administración que otorgó las becas anteriores? Seguramente, la reducción de becas atenta contra la posibilidad de estudio de muchos chicos (nunca sería tan estúpido de defender con uñas y dientes algo tan indefinido como una medida educativa de un gobierno de Macri), sin embargo no puedo dejar de observar en sus actitudes, ese peligroso paso en falso que la Izquierda viene practicando una y otra vez: condenar posturas autoritarias, con estrategias reaccionarias. Sayonara.

PD: Gracias a Matías Moscardi que transcribió la frase de Girri hace unos dos años en este mismo blog.