
“B está enamorado de X. Por supuesto, se trata de un amor desdichado”.
Es claro que ese “Por supuesto” del principio supone toda una cosmovisión sobre el tema. ¿Por qué el hecho de estar enamorado asegura, de por sí, un amor desdichado? Porque el amor es peligroso, nos contesta una voz ominosa luego de leer a Bolaño (tal vez la que escucha Amalfitano en 2666), el amor no es, como se manifiesta en una película de John Cassavettes, “una fantasía que sólo se le ocurre a las nenitas”. Este maravilloso relato cuenta la historia de una pareja (B y X) que pasa años sin verse hasta que un llamado telefónico los reúne nuevamente. La historia está resumida de modo sintético en el primer párrafo:
“B, en una época de su vida, estuvo dispuesto a hacer todo por X, más o menos lo mismo que piensan y dicen todos los enamorados. X rompe con él. X rompe con él por teléfono. Al principio, por supuesto, B sufre, pero a la larga, como es usual, se repone. La vida, como dicen en las telenovelas, continúa. Pasan los años”.
La maestría literaria de Bolaño permite acceder a espacios de gran vitalidad narrativa, en los que el autor desgrana, al mismo tiempo, ironía, un sentido de la puntuación basado en un laconismo de larga estirpe, capacidad para apuntar comentarios sugestivos y, por sobre todo, un alto grado de empatía con quien lee:
“Al día siguiente vuelve a llamar a X. Y al siguiente. La actitud de X cada vez es más fría, como si con cada llamada B se estuviera alejando en el tiempo. Estoy desapareciendo, piensa B. Me está borrando y sabe qué hace y por qué lo hace. Una noche B amenaza a X con tomar el tren y plantarse en su casa al día siguiente. Ni se te ocurra, dice X. Voy a ir, dice B, ya no soporto estas llamadas telefónicas, quiero verte la cara cuando te hablo. No te abriré la puerta, dice X y luego cuelga. B no entiende nada. Durante mucho tiempo piensa cómo es posible que un ser humano pase de un extremo a otro en sus sentimientos, en sus deseos. Luego se emborracha o busca consuelo en un libro. Pasan los días”.
El desenlace es trágico y tal vez importe poco, lo que se imprime en la mente del lector es la imagen (de profundas resonancias poéticas) de alguien con un tubo en la mano, discando un número, llorando, gritando, solo. Esa misma situación ocurre en la parte 24 del capítulo II de Los detectives salvajes. Allí, la gimnasta María Teresa Solsona Ribot narra los avatares de Belano en el tiempo que éste alquiló una habitación en su piso. Entre los dos nace una amistad principalmente fundada en la absoluta distancia de criterio de sus vidas. Belano se la pasa escribiendo, tomando té de manzanilla y, cuándo no, llamando a una andaluza que, según María Teresa, le tiene “sorbido el cerebro”. A continuación transcribo una escena paradigmática con algo de epifanía al revés en la soledad y la desesperación que causa:
“Volví a casa a las tres de la mañana y en uno de los teléfonos públicos del Paseo Marítimo me lo encontré. Lo vi desde lejos. Un grupo de turistas borrachos rondaba el teléfono que estaba al lado y que al parecer no funcionaba (…) A medida que me acercaba (iba con la Cristina) la imagen de Arturo se iba haciendo más nítida. Mucho antes de que pudiera verla la cara (estaba de espaldas a mí, empotrado en la cabina) supe que estaba llorando o a punto del llorar. ¿Era posible que se hubiera emborrachado? ¿Estaría drogado? (…) Él se volvió y me dijo hola. Luego colgó el teléfono y se puso a hablar conmigo y con la Cristina, que ya me había dado alcance. Me di cuenta de que se había olvidado de sacar las monedas de la ranura. Había más de mil quinientas pesetas”.
En su última entrevista, Mónica Maristain pregunta al chileno cuál de todos los paisajes de Latinoamérica que recorrió le viene primero a la memoria. “Los labios de Lisa en 1974” contesta el autor. “Lisa” (publicado en La Universidad desconocida), se titula, justamente, el poema de Bolaño que servirá como cierre de esta conjunción entre amor y llamadas telefónicas:
“Cuando Lisa me dijo que había hecho el amor
con otro, en la cabina telefónica de aquel
Almacén de la Tepeyac, creí que el mundo
se acababa para mí. Un tipo alto y flaco y
con el pelo largo y una verga larga que no esperó
más de una cita para penetrarla hasta el fondo.
No es algo serio, dijo ella, pero es
la mejor manera de sacarte de mi vida.
Parménides García Saldaña tenía el pelo largo y hubiera
podido ser el amante de Lisa, pero algunos
años después supe que había muerto en una clínica psiquiátrica
O que se había suicidado. Lisa ya no quería
acostarse más con perdedores. A veces sueño
con ella y la veo feliz y fría en un México
diseñado por Lovecraft. Escuchamos música
(Canned Heat, uno de los grupos preferidos
de Parménides García Saldaña) y luego hicimos
el amor tres veces. La primera se vino dentro de mí,
la segunda se vino en mi boca y la tercera, apenas un hilo
de agua, un corto hilo de pescar, entre mis pechos. Y todo
en dos horas, dijo Lisa. Las dos peores horas de mi vida,
dije desde el otro lado del teléfono”.