jueves, 8 de enero de 2009

El amor en Bolaño

A principios del 2008 se estrenó Cloverfield. Se trata de una versión más del tan temido (como marketinero) acabose norteamericano en manos de una entidad monstruosa que destruye todo a su paso. La película tuvo cierta repercusión por dos cuestiones: 1) el productor es J.J Abrams, creador de Lost; y 2) dentro de la propuesta ficcional, las imágenes son tomadas por una cámara casera que el ejército de EE.UU recupera luego de producirse el ataque. Es decir que la perspectiva que tenemos es sólo la de uno de los tantos miles que llevan un artefacto de filmación cuando se da el cataclismo. Este dato inocente y remanido (que promueve toda una gama de cortes y tomas abruptas establecidas al detalle por el director para dar sensación de precariedad) asegura diferentes secuelas de la película filmadas desde otras cámaras digitales. El futuro, entonces, nos deparará una serie de Cloverfield que cuentan el mismo suceso principal (el advenimiento de un pariente de Godzilla a las costas de Manhattan) desde distintos enfoques subjetivos. “Pero”, se pregunta la platea, “¿acaso quien escribe está ebrio?, ¿el título de este texto no es “El amor en Bolaño”?”. Temo ser acusado de apología así que no voy a responder sobre mi estado etílico, pero, lo reconozco, el título de este texto es “El amor en Bolaño” y no debe haber forma más arbitraria de empezar a hablar de Bolaño y el amor que refiriéndose a una película de ciencia ficción sobre una bestia marina que se divierte tirando abajo rascacielos. O no. Traigo a colación este disparate porque creo que una de las razones que otorgan a la “obra” de Bolaño tal calificativo (porque es hora de justificar porque decimos que tal autor posee una “obra”, porque no es lo mismo Borges que Rosa Montero, carajo) es justamente el hecho de que el efecto que causa en el lector es el de estar asistiendo a una misma historia narrada desde diferentes perspectivas o enfoques o puntos de vista. Y este explícito machacar sobre un mismo motivo no resulta monótono, sino que más bien se constituye en el sustento fundamental del itinerario bolañesco. En su ensayo “Nadie, zafa, nunca”, dice Fabián Casas sobre otro coloso de las letras algo que bien podemos advertir en el chileno: “Creo que uno de los fuertes legados de Saer es este: escribir la obsesión, se esté o no en la época que la merece. No escribir escuchando lo que está “en el aire”, sino crear un mundo nuevo para que en ese mundo se cree también un nuevo lector”. Así en la obra de Bolaño se da cita la misma búsqueda (Cesárea Tinajero o Beno von Archimboldi, diversos nombres para una meta única). El mismo desierto (el que mira el personaje del cuento “Gómez Palacio” a través de la ventana del Hotel, el que atraviesan los espectros de algunos de sus poemas, el que aparece regado de cadáveres en 2666). La misma pulsión romántica sobre la literatura (la que lleva a Pelletier y Espinoza a viajar a Santa Teresa, la que pierde el rastro de Ulises Lima por ciudades latinoamericanas, la que enloquece a los personajes grotescos de Literatura Nazi en América). Y, finalmente, el mismo amor. Y el amor en el universo Bolaño no es entendido como una cosa menor, sino probablemente como un monstruo que, llegado el caso (y sin la necesidad de derribar rascacielos) puede ponernos en serios riesgos. Un monstruo que pisa fuerte. Un repaso breve sobre tres de sus textos (un cuento, el capítulo de una de sus novelas, un poema) nos ofrecerá el juego de puntos de vista en toda su dimensión. En este caso particular, creo que el gran acierto de Bolaño es haber erigido la “llamada telefónica” como el escenario ideal para reflejar todos los tormentos que pueden experimentar los integrantes de una pareja: la espera, el corte repentino, la angustia que genera no ser atendido (o ser llamado por alguien despreciado), el costo monetario que implica conversar desde una cabina pública, los cambios en el tono de la voz a través del tubo como hecho a ser interpretado, la respiración sin palabras como una de las formas de la amenaza, el desconcierto ante una frase polisémica. La conversación telefónica, en fin, como centro propulsor de paranoias varias, como hecho maldito de la cotidianeidad amorosa. Cheever (podemos aventurarnos) concibió una especie de “via crucis posmoderno” en el sufrido itinerario del sujeto que decide llegar hasta su casa atravesando cada una de las piscinas de sus vecinos (“El narrador”), Bolaño en el tipo abandonado (llámese B o Belano) que continuamente ingresa fichas en una máquina para comunicarse a la distancia con quien ama. No es casual, luego de esta ardua introducción, que el mejor libro de cuentos de Bolaño se titule Llamadas telefónicas. El relato homónimo comienza de forma, como dirían los chilenos, “harto” elocuente:

“B está enamorado de X. Por supuesto, se trata de un amor desdichado”.

Es claro que ese “Por supuesto” del principio supone toda una cosmovisión sobre el tema. ¿Por qué el hecho de estar enamorado asegura, de por sí, un amor desdichado? Porque el amor es peligroso, nos contesta una voz ominosa luego de leer a Bolaño (tal vez la que escucha Amalfitano en 2666), el amor no es, como se manifiesta en una película de John Cassavettes, “una fantasía que sólo se le ocurre a las nenitas”. Este maravilloso relato cuenta la historia de una pareja (B y X) que pasa años sin verse hasta que un llamado telefónico los reúne nuevamente. La historia está resumida de modo sintético en el primer párrafo:

“B, en una época de su vida, estuvo dispuesto a hacer todo por X, más o menos lo mismo que piensan y dicen todos los enamorados. X rompe con él. X rompe con él por teléfono. Al principio, por supuesto, B sufre, pero a la larga, como es usual, se repone. La vida, como dicen en las telenovelas, continúa. Pasan los años”.

La maestría literaria de Bolaño permite acceder a espacios de gran vitalidad narrativa, en los que el autor desgrana, al mismo tiempo, ironía, un sentido de la puntuación basado en un laconismo de larga estirpe, capacidad para apuntar comentarios sugestivos y, por sobre todo, un alto grado de empatía con quien lee:

“Al día siguiente vuelve a llamar a X. Y al siguiente. La actitud de X cada vez es más fría, como si con cada llamada B se estuviera alejando en el tiempo. Estoy desapareciendo, piensa B. Me está borrando y sabe qué hace y por qué lo hace. Una noche B amenaza a X con tomar el tren y plantarse en su casa al día siguiente. Ni se te ocurra, dice X. Voy a ir, dice B, ya no soporto estas llamadas telefónicas, quiero verte la cara cuando te hablo. No te abriré la puerta, dice X y luego cuelga. B no entiende nada. Durante mucho tiempo piensa cómo es posible que un ser humano pase de un extremo a otro en sus sentimientos, en sus deseos. Luego se emborracha o busca consuelo en un libro. Pasan los días”.

El desenlace es trágico y tal vez importe poco, lo que se imprime en la mente del lector es la imagen (de profundas resonancias poéticas) de alguien con un tubo en la mano, discando un número, llorando, gritando, solo. Esa misma situación ocurre en la parte 24 del capítulo II de Los detectives salvajes. Allí, la gimnasta María Teresa Solsona Ribot narra los avatares de Belano en el tiempo que éste alquiló una habitación en su piso. Entre los dos nace una amistad principalmente fundada en la absoluta distancia de criterio de sus vidas. Belano se la pasa escribiendo, tomando té de manzanilla y, cuándo no, llamando a una andaluza que, según María Teresa, le tiene “sorbido el cerebro”. A continuación transcribo una escena paradigmática con algo de epifanía al revés en la soledad y la desesperación que causa:

“Volví a casa a las tres de la mañana y en uno de los teléfonos públicos del Paseo Marítimo me lo encontré. Lo vi desde lejos. Un grupo de turistas borrachos rondaba el teléfono que estaba al lado y que al parecer no funcionaba (…) A medida que me acercaba (iba con la Cristina) la imagen de Arturo se iba haciendo más nítida. Mucho antes de que pudiera verla la cara (estaba de espaldas a mí, empotrado en la cabina) supe que estaba llorando o a punto del llorar. ¿Era posible que se hubiera emborrachado? ¿Estaría drogado? (…) Él se volvió y me dijo hola. Luego colgó el teléfono y se puso a hablar conmigo y con la Cristina, que ya me había dado alcance. Me di cuenta de que se había olvidado de sacar las monedas de la ranura. Había más de mil quinientas pesetas”.

En su última entrevista, Mónica Maristain pregunta al chileno cuál de todos los paisajes de Latinoamérica que recorrió le viene primero a la memoria. “Los labios de Lisa en 1974” contesta el autor. “Lisa” (publicado en La Universidad desconocida), se titula, justamente, el poema de Bolaño que servirá como cierre de esta conjunción entre amor y llamadas telefónicas:

“Cuando Lisa me dijo que había hecho el amor
con otro, en la cabina telefónica de aquel
Almacén de la Tepeyac, creí que el mundo
se acababa para mí. Un tipo alto y flaco y
con el pelo largo y una verga larga que no esperó
más de una cita para penetrarla hasta el fondo.
No es algo serio, dijo ella, pero es
la mejor manera de sacarte de mi vida.
Parménides García Saldaña tenía el pelo largo y hubiera
podido ser el amante de Lisa, pero algunos
años después supe que había muerto en una clínica psiquiátrica
O que se había suicidado. Lisa ya no quería
acostarse más con perdedores. A veces sueño
con ella y la veo feliz y fría en un México
diseñado por Lovecraft. Escuchamos música
(Canned Heat, uno de los grupos preferidos
de Parménides García Saldaña) y luego hicimos
el amor tres veces. La primera se vino dentro de mí,
la segunda se vino en mi boca y la tercera, apenas un hilo
de agua, un corto hilo de pescar, entre mis pechos. Y todo
en dos horas, dijo Lisa. Las dos peores horas de mi vida,
dije desde el otro lado del teléfono”.