Uno de los misterios más enigmáticos de mi vida lo representan las personas que al ser parte de una cola, no avanzan. Algunos pueden justificarse por distraídos (de todos modos no comprendo cómo la gente no presta atención a lo que sucede a su alrededor: la única y mísera virtud de quien forma parte de una cola es estar atento al movimiento), pero otros son muy conscientes y lo hacen adrede. Lo pude ver en sus rostros. ¿Qué les pasa? ¿Contra quién se están revelando? ¿Qué nos quieren decir? En determinado momento lo harán (ya tarde, cuando el avance no supone ningún tipo de sorpresa o resarcimiento emocional ante el angustioso trámite kafkiano), pero pueden estar varios minutos con uno o dos metros a su disposición sin efectuar un solo paso. Sin dudas se trata de individuos ruines, rebuscados y soeces porque todos sabemos que el mecanismo de la cola funciona si hay ilusión de movimiento. Pero si alguien se queda quieto, paraliza el sistema y triunfa el tedio en forma abrumadora. En caso de ser hombres probablemente se trate de eyaculadores precoces: en vez de avanzar poco a poco y acabar en el orgasmo que significa convertirse en el primero de la fila, prefieren expulsar todo de golpe aunque nadie quede satisfecho. Esta gente es la que en un día de sol manifiesta que a la tarde se larga una tormenta. Esta gente es la que te ponés de novio y lo primero que te dicen es que no te ilusiones porque todo se termina en la vida. Esta gente es la que anticipa que el penal de tu equipo va a ser atajado por el arquero del equipo contrario. Y cuando tienen que hacer cola junto a otras 70 personas no tienen mejor idea que no avanzar.
En profunda contradicción con el sujeto anterior, se encuentra el que se acerca demasiado. Debe haber un espacio entre las personas, aire, una libertad para mover los brazos sin tocar al otro, sin embargo este sujeto se obstina en respirarnos en la nuca.
Otro sujeto extraño (aclaro aquí que no hago distinción de género en ninguno de los puntos) es el que se para al revés. En vez de mirar hacia delante, mira al que tiene atrás o el que está al costado. En algunos casos directo a los ojos: “Oiga, Señor, no quiero mirarlo a usted, quiero mirar una nuca”. Su actitud asume un fuerte tinte autoritario cuando a la mirada seria agrega un rígido cruce de manos.
Hay un tipo de sujeto que habita todo tipo de cola extensa. Se lo reconoce por girar en torno de sí mismo cual radar satelital, buscando comunicación. No importa de qué, el tipo quiere hablar de algo: el tiempo, su experiencia en ese banco, su trabajo. Entendiblemente, el tema que elige desarrollar con mayor frecuencia es con respecto al funcionamiento de la cola, por lo que lo podríamos llamar “meta-colístico”. A menudo se encuentra con conocidos que rechazan ostensiblemente el diálogo, pero el sujeto (en modo absurdo, ya que se expone gratuitamente ante los demás) se esfuerza en construir la conversación, incluso gritando preguntas y afirmaciones a través de la distancia que lo separa de su receptor, que se resiste mirando hacia otro lado y contestando con monosílabos.
Otro individuo frecuente es el comentador. No se dirige a nadie en particular, como el sujeto sociable, sino al público en general. Sus frases más características son, cronológicamente: “Cuánta gente”, “Falta poco” y “Ya estamos”. Este sujeto necesita expresar lo que está viviendo, transformándose en una especie de narrador o comentador deportivo de la cola. Probablemente sea de los que durante el acto sexual le va diciendo a su pareja todo lo que está haciendo y piensa hacer con sus genitales. Por razones en absoluto desconocidas, tal vez crea que hay gente en la cola que no sabe lo que está pasando (gente que ha sido abducida por extraterrestres para luego ser colocada, de pronto, en medio de una fila, por ejemplo) y por eso debe explicarlo.
Como en la Universidad y en la vida, siempre en una cola aparecen viejos que no entienden una mierda. Viejos que dan vuelta alrededor de la cola y observan con extrema incertidumbre, ni siquiera saben lo que está pasando (¿quizás a ellos se dirija el comentador?). Viejos que no entienden que la cola avanza en espiral y se ponen a esperar detrás de cualquiera. Viejos que son persuadidos de su error e incluso así no entienden.
Nadie, ni siquiera la persona más dura del Planeta Tierra, deja de sentir una estúpida sensación de alivio y felicidad cuando se encuentra en el primer puesto de la fila. No importa que uno tenga que pagar un complejo sistema de monotributo, una deuda de años, impuestos vencidos, la cola proporciona la única oportunidad en la que desprendernos de dinero nos hace levemente (durante esos minutos que dura la espera y el llamado del cajero) felices. Es difícil reprimirse una semi-sonrisa, una breve turbación, un éxtasis, una mirada de complicidad con el que está primero en la cola de más de 10 boletas (“si, estamos primeros, llegamos”), un paneo paternalista para observar el desconsuelo de los que recién llegan.
La cola del banco es hermana de otras dos situaciones de la vida cotidiana: el viaje en colectivo y el baño en el mar. Probablemente si uno se preguntara (dejando de lado el hecho pragmático de desplazarse de un lado a otro, pagar o refrescar el cuerpo) en medio de una cola repleta de gente apretada, un colectivo lleno o en una ola compartida con cientos de personas desconocidas, “¿qué carajo estoy haciendo acá?”, la respuesta nos llenaría de incertidumbres. En la vida normal no pasa eso. Es el ámbito el que nos empuja a actuar de determinadas maneras. Gran parte de las mujeres obligan a los hombres a un peregrinaje inacabable hasta observarlas en ropa interior y morirían de vergüenza si un desconocido las viese semidesnudas, en la playa le dan ese premio a cualquier que pase y ni siquiera se lo ponen a pensar. En la cola del banco sucede algo parecido: se dan amistades pasajeras, diálogos, complicidades. Un cruce de miradas puede significar un amor trunco (“¿cómo sé que ella/él no es la mujer/el hombre de mi vida?”), ¿no es así como se conoce la gente? Pero cuando pagamos o cobramos todo eso se esfuma, pasa a ser parte de una realidad paralela, la distancia social vuelve a imponerse y las dos personas que hasta hace minutos hablaban como si se conocieran de toda la vida, no se animan siquiera a un saludo de despedida. Ya están concentradas en avanzar hacia delante, exclusivamente hacia adelante.
En profunda contradicción con el sujeto anterior, se encuentra el que se acerca demasiado. Debe haber un espacio entre las personas, aire, una libertad para mover los brazos sin tocar al otro, sin embargo este sujeto se obstina en respirarnos en la nuca.
Otro sujeto extraño (aclaro aquí que no hago distinción de género en ninguno de los puntos) es el que se para al revés. En vez de mirar hacia delante, mira al que tiene atrás o el que está al costado. En algunos casos directo a los ojos: “Oiga, Señor, no quiero mirarlo a usted, quiero mirar una nuca”. Su actitud asume un fuerte tinte autoritario cuando a la mirada seria agrega un rígido cruce de manos.
Hay un tipo de sujeto que habita todo tipo de cola extensa. Se lo reconoce por girar en torno de sí mismo cual radar satelital, buscando comunicación. No importa de qué, el tipo quiere hablar de algo: el tiempo, su experiencia en ese banco, su trabajo. Entendiblemente, el tema que elige desarrollar con mayor frecuencia es con respecto al funcionamiento de la cola, por lo que lo podríamos llamar “meta-colístico”. A menudo se encuentra con conocidos que rechazan ostensiblemente el diálogo, pero el sujeto (en modo absurdo, ya que se expone gratuitamente ante los demás) se esfuerza en construir la conversación, incluso gritando preguntas y afirmaciones a través de la distancia que lo separa de su receptor, que se resiste mirando hacia otro lado y contestando con monosílabos.
Otro individuo frecuente es el comentador. No se dirige a nadie en particular, como el sujeto sociable, sino al público en general. Sus frases más características son, cronológicamente: “Cuánta gente”, “Falta poco” y “Ya estamos”. Este sujeto necesita expresar lo que está viviendo, transformándose en una especie de narrador o comentador deportivo de la cola. Probablemente sea de los que durante el acto sexual le va diciendo a su pareja todo lo que está haciendo y piensa hacer con sus genitales. Por razones en absoluto desconocidas, tal vez crea que hay gente en la cola que no sabe lo que está pasando (gente que ha sido abducida por extraterrestres para luego ser colocada, de pronto, en medio de una fila, por ejemplo) y por eso debe explicarlo.
Como en la Universidad y en la vida, siempre en una cola aparecen viejos que no entienden una mierda. Viejos que dan vuelta alrededor de la cola y observan con extrema incertidumbre, ni siquiera saben lo que está pasando (¿quizás a ellos se dirija el comentador?). Viejos que no entienden que la cola avanza en espiral y se ponen a esperar detrás de cualquiera. Viejos que son persuadidos de su error e incluso así no entienden.
Nadie, ni siquiera la persona más dura del Planeta Tierra, deja de sentir una estúpida sensación de alivio y felicidad cuando se encuentra en el primer puesto de la fila. No importa que uno tenga que pagar un complejo sistema de monotributo, una deuda de años, impuestos vencidos, la cola proporciona la única oportunidad en la que desprendernos de dinero nos hace levemente (durante esos minutos que dura la espera y el llamado del cajero) felices. Es difícil reprimirse una semi-sonrisa, una breve turbación, un éxtasis, una mirada de complicidad con el que está primero en la cola de más de 10 boletas (“si, estamos primeros, llegamos”), un paneo paternalista para observar el desconsuelo de los que recién llegan.
La cola del banco es hermana de otras dos situaciones de la vida cotidiana: el viaje en colectivo y el baño en el mar. Probablemente si uno se preguntara (dejando de lado el hecho pragmático de desplazarse de un lado a otro, pagar o refrescar el cuerpo) en medio de una cola repleta de gente apretada, un colectivo lleno o en una ola compartida con cientos de personas desconocidas, “¿qué carajo estoy haciendo acá?”, la respuesta nos llenaría de incertidumbres. En la vida normal no pasa eso. Es el ámbito el que nos empuja a actuar de determinadas maneras. Gran parte de las mujeres obligan a los hombres a un peregrinaje inacabable hasta observarlas en ropa interior y morirían de vergüenza si un desconocido las viese semidesnudas, en la playa le dan ese premio a cualquier que pase y ni siquiera se lo ponen a pensar. En la cola del banco sucede algo parecido: se dan amistades pasajeras, diálogos, complicidades. Un cruce de miradas puede significar un amor trunco (“¿cómo sé que ella/él no es la mujer/el hombre de mi vida?”), ¿no es así como se conoce la gente? Pero cuando pagamos o cobramos todo eso se esfuma, pasa a ser parte de una realidad paralela, la distancia social vuelve a imponerse y las dos personas que hasta hace minutos hablaban como si se conocieran de toda la vida, no se animan siquiera a un saludo de despedida. Ya están concentradas en avanzar hacia delante, exclusivamente hacia adelante.