
Otro buen ejemplo de actor de sí mismo es Charly García, que desde hace años parece deambular en un túnel –probablemente aquel del que hablaba Víctor Sueiro- que lo deposita una y otra vez en el escándalo. Si no es una bajada de pantalones es un concierto por la mitad, si no es la trompada de un plomo es el vuelo desde el noveno piso. Cuando los periodistas le hacen preguntas, Charly suele tardar 10 o 20 segundos hasta responder. Algunos dicen que esto se debe a que los excesos de García le pasan factura impidiéndole coordinar con exactitud una frase coherente. Para mi es más simple: en el tiempo que va de la pregunta a la respuesta, Charly piensa: ¿qué contestaría Charly García? Los ejemplos pueden ser infinitos: Sabato hace años que no escribe una novela pero nunca dejó de ejercitar el papel de escritor: su gesto dolorido, su pose solemne, lo delatan. Uno de las causas del declive de las últimas temporadas de los Simpsons es que cada personaje comenzó a hacer exageradamente lo que se espera de ellos: Homero es cada vez más tonto, Bart se vuelve cada vez más travieso. Tanto es así, que la inteligente Lisa, en un capítulo, ¡terminó yendo a la Universidad!
Para que las estrellas hagan de sí mismas, casi siempre, hay un grupo de súbditos que aceptan cualquier cosa de su amo: el combustible de la antorcha. En la película Moby Dick –basada en la novela de Melville y guionada por el escritor Ray Bradbury- uno de los oficiales del Pequod, el religioso Starbuck, al darse cuenta que el capitán Ahab se está volviendo un verdadero “campeón de las tinieblas” en su búsqueda de la ballena blanca que le arrancó la pierna, informa a un marinero que si siguen en esa cacería absurda, infringirán las leyes de Dios. La respuesta del tripulante, totalmente sumiso ante su jefe, es inquietante: El capitán no rompe la ley, el capitán es la ley. El final de la historia es conocido: Moby Dick no sólo se morfa al capitán Ahab, sino también el barco y casi toda la tripulación…
Un error sería pensar que sólo hacen de sí mismos los que pasaron siete ingleses en el Estadio Azteca o compusieron Raros Peinados Nuevos. Nada que ver: los seres anónimos que día a día nos cruzamos sin reconocernos, también formamos parte de un mecanismo que, de alguna manera, por comodidad o imposición, nos termina formateando a su gusto, como cuando éramos chicos y hacíamos figuras de plasitilina. Fíjense sino, los noviazgos o los matrimonios largos, dónde cada uno de los actores, para satisfacer o disgustar al otro, sabe exactamente qué hacer, cómo decir, cuando callar. Observen las reuniones familiares o de amigos: seguro que el divertido contará chistes, el aburrido se quedará callado y el borracho tomará demasiado.
Por suerte, hay sucesos que hacen tambalear el devenir estático de la rutina aunque lo más probable es que lo que veamos como cambio no sea más que un canje de papeles: el aburrido comienza a tomar y se hace borracho, el divertido se muere, uno de los maridos abandona a su pareja y se dice a sí mismo que a partir de ahora será otro, totalmente opuesto a quien fue…
Un buen ejercicio de honestidad con nosotros mismos sería, durante una reunión, analizar cómo nos miran, qué nos preguntan, qué nos piden y confrontarlo con lo que somos en soledad. En el resultado final de esta sencilla comparación, estará esclarecido el interrogante de si somos Diego Maradona o Diegote, Charly García o Say No More. Dejo este texto de pseudo-búsqueda del verdadero Yo con temor a parecerme al conocido psicólogo Jorge Bucay, quien, seguramente horrorizado ante la posibilidad de hacer de sí mismo, no tuvo reparos en copiarse textualmente 60 páginas de otro libro. ¡Eso sí que es autosuperarse! Sayonara.