Desde el año pasado, obtener un libro en Mar del Plata se ha hecho doblemente dificultoso. A la complicación esencial que supone la compra (conseguir el libro deseado, tener el dinero para pagarlo) se sumó otra, tal vez un tanto fundamental: encontrar una librería. Por cuestiones que desconocemos (y podrían ser el azar, la casualidad, una oscura conspiración de parte de un organismo diabólico que desea el fin de la lectura, la esfumación, la abducción extraterrestre, el hecho de que, generalmente, la gente no lee), entonces, el local de disfrute y búsqueda, de tortura y felicidad conocido como Librería se ha extinguido casi completamente de la ciudad de los lobos marinos.
Chesterton, por ejemplo, una muy buena librería (o que, desde su imagen, augura una buena librería) pasó a ser un Café con libros alrededor. Mi conservadurismo innato gambetea tales invenciones posmodernas. Lo mismo sucedió con Fray Mocho. Tal vez a muchos les agrade buscar libros entre camareras y cabezas que toman la merienda, a mí me incomoda. La visita a una librería supone cierta internación en el lugar hasta encontrar el volumen deseado, la librería-café rompe con esa costumbre: comprar libros allí es como llegar a una casa de noche sin haber sido invitados a cenar.
En la misma cuadra donde originalmente estaba Chesterton (Belgrano entre Corrientes y Santa Fe) supo haber otras dos librerías. No eran grandes librerías (ni siquiera buenas) pero al menos tenían ofertas que podían sacarnos de un brete. Como es claro, las dos desaparecieron desactivando, con ellas, la capacidad de sacarnos de oscuros bretes que no voy a desentrañar. Quizás la librería que más lamenté su desaparición es la que estaba en el medio de la Galería San Martín. Allí había inhallables, viejas ediciones, una buena parte de la historia de la literatura argentina. Primero se adosó a una disquería de rock progresivo. Una tarde de invierno tenía ganas de comprarme un libro. Llegué y caí en la cuenta de que ya no estaba. Snif, snif.
Por la Peatonal, las librerías de saldo (a excepción de una ubicada entre Buenos Aires y Entre Ríos) se han unido a negocios inverosímiles: una casa de revelados de fotos y Milki, un local de golosinas. En el primer caso, al entrar, uno debe soportar que lo indaguen con la mirada en forma insistente: creen que ha ido a comprar una cámara digital o revelar el rollo de un casamiento (me pregunto quién aún hoy revela rollos) hasta que recuerdan que también son empleados de una librería.
Cualquiera que conozca el funcionamiento de una librería sabe que al lector no le gusta que le pregunten qué va a llevar como si estuviera eligiendo un vestido. La compra de un libro, muchas veces, es súbita o consecuencia de un acto más espontáneo que premeditado. Esta pregunta se da porque la mayoría de quienes trabajan en las librerías marplatenses no saben de libros. Simplemente se trata de otorgarle trabajo a quienes de verdad lo merecen. Es inaudito entrar a una librería, preguntar por Adán Buenosayres y tener que deletrear 5 veces el título para que luego, con mala gana, un empleado/a lo teclee en la computadora sin obtener resultado. “¿Estás seguro que se llama así?”. “No sé, si querés voy a preguntar a la tumba de Leopoldo Marechal”. ¡Plop! Estas líneas, no lo niego, pueden esconder cierta intolerancia: para entenderme sólo imagínense entrar a un taxi, indicar Luro e Independencia y que el conductor nos informé que nunca escuchó sobre esas calles.
Después están los locales que se llaman librerías pero más bien parecen perfumerías lujosas. Son las que eligen poner en sus vidrieras los libros más vendidos (que casi siempre tienen la cara de un famoso en la tapa). El Atril, que siempre fue caro, pero donde había variedad (ahora ni siquiera eso), parece un aeropuerto: hay que dejar los bolsos, guardarlos en un casillero de llave complicada. No se les ocurra tener barba o ser un poco desprolijo porque te miran temiendo una atentando terrorista ¿Desde cuándo las librerías se convirtieron en sucursales de la Bonaerense? Una de las cosas a las que se deben resignar los dueños de librerías es a que, cada tanto, les afanen un libro. Palito (la que está en San Martín entre Mitre y San Luis) no sólo está mortalmente desordenada: es tan cara que libros que en otros lugares salen 4 pesos, aparecen a 30 (Todas las familias son psicóticas, Douglas Copland). La tradición de esa librería es la imposibilidad de saber los precios. Ahora (como en toda librería traicionera) ni siquiera los dicen pero antes había un complicado (y por sobre todo absurdo) sistema donde cada letra del abecedario significaba un número. Así era que el precio de un libro podía llegar a ser: “H + U + O + P + L + K + I”. ¿Por qué no ponen los precios basándose en el idioma analítico de John Wilkins? Sería un poco más dificultoso, pero bastante más literario. Cambio y fuera.
Librerías marplatenses recomendadas:
Librería Horacio.
Puesto de libros de Plaza Rocha (20 de septiembre entre San Martín y Luro)
Librería ubicada en una galería que cambia de lugar misteriosamente o que yo nunca encuentro.
Librería Martín (Rivadavia entre Independencia y Salta).