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Pero, como antes mencionaba, Philip Seymour Hoffman merece un párrafo aparte y, en este caso, la frase hecha debe ser correspondida. Hay cosas que pasan si uno mira una película con Hoffman: en primer lugar, nos convertimos en ese tipo de idiotas que, a cada parlamento o actitud de un actor, hace un comentario observando cómplices a quienes están alrededor. Por ejemplo: “Mirá el tipo lo que hace”. O: “Mirá lo que le dice”. Es que, por momentos, lo que hace Hoffman con su rostro, su voz y su cuerpo es monstruoso. Hoffman es un titán de la reacción impredecible y maneja el laconismo como los dioses. En segundo lugar: cuando Hoffman interpreta un personaje, no hay ninguna duda: es imposible que otro actor lo haga mejor que él y, como sucedía con Brando, el personaje pasa a ser Hoffman. Y en tercer lugar: cuando Hoffman sufre, uno tiene ganas de sufrir como Hoffman. En una secuencia de Antes que el diablo… detiene su auto al costado de la ruta y le alcanza con decir a su esposa “¡Mi padre! ¡No es justo! ¡Maldita sea!” para que entendamos todo, aunque no diga absolutamente más nada que eso.
Este breve apunte sobre la película de Lumet sólo quiere ser un pequeño acercamiento para que el lector curioso se vea instado a verla. Las derivaciones que establece Antes que el diablo… son muchísimas, mencionarlas sería insuficiente y borraría la sorpresa del espectador interesado. Dos últimas anotaciones sobre este hermoso film antes de pulsar stop: la certeza de que todo lo que se pudre forma una familia (Casas dixit) y la condición inescrutable del mundo ante la continua violencia de la vida cotidiana en las inspiradas escenas en que Andy se inyecta heroína mientras por detrás se adivinan los rascacielos inmensos y grises de la urbe. Sayonara.