miércoles, 6 de agosto de 2008

Network

Como muchos otros, llegué a Network (película del año 1976 dirigida por Sydney Lumet) a través de Zeitgeist, documental levemente paranoico de Peter Joseph difundido por internet (ya hay Contra Zeitgeist), donde se muestran algunos fragmentos de los monólogos catárticos anti-sistema que manifiesta el presentador televisivo Howard Beale (Peter Finch) en la primera de las dos conversiones místicas-delirantes que tiene en el transcurso de la película. Como los libros clásicos, que según Borges “las generaciones de los hombres (…) leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad”, Network, a través de sus diálogos extensos y sus fenomenales actuaciones, nos sigue hablando de esta época implacable en la cual el dinero, como dios supremo, ha impuesto una dictadura de los medios que, ajenos a cualquier huella humana, delinean aquello que llamamos “realidad” según cual sea el interés de la semana. ¿Les suena conocido? ¡Vamos, no sean paranoicos, el tiempo ha pasado y hoy es imposible que nos engañen! O no…
Network justamente representa el zeitgeist, el “espíritu de los tiempos”. Al igual que Desde el jardín o Mentiras que matan (otras películas que advierten sobre el poder de la TV o, más bien, sobre los poderosos que controlan la programación de la TV y los estúpidos que la miran) refleja en modo descarnado la apatía de la sociedad moderna y la sumisión absoluta a las normas de la publicidad imperante. Tal vez en la década del 70’, las desventuras de una programadora desequilibrada capaz de banalizar cualquier tema (asesinatos, terrorismo, inflación) en pos de obtener más rating y dinero (un programa de izquierda llamado, cínicamente, “La Hora de Mao Tse Tung”) podían parecer hiperbólicas, pero hoy, cuando todo atisbo de lucidez se ha perdido (los programas que más se observan son aquellos en los que se rebaja la condición humana a través del escarnio, el sensacionalismo, la burla o el mal gusto), son el producto primordial de todos los días. Pero Network no sólo se queda en la obvia crítica hacia la “caja boba”, sino que observa en la manipulación social que impulsa el mundillo de la TV un reflejo significativo de la deshumanización del individuo.
La historia es sencilla. Luego de años de liderar el rating y ser opinión autorizada en temas políticos, el programa informativo de Howard Beale de la cadena UBS comienza a perder audiencia hasta que le informan que será despedido. El presentador sufre una crisis existencial y anuncia, en su último programa, que se suicidará en vivo y en directo. Después de pedir disculpas y rogar que le ofrezcan otra oportunidad para despedirse de mejor forma, Beale sale en pantalla y se larga con una perorata furibunda, llamando a problematizar la vida. Para sorpresa de todos, su monólogo tiene buen rating de modo que los mayores accionistas del canal, la CCA (en confrontación con los líderes históricos de la cadena) le preparan un programa payasesco para que pueda descargar su desazón y convertirse así en un “Profeta furioso que dice verdades por televisión”. La explotación del personaje por parte de la CCA es ayudada por el propio delirio místico de Beale, quien cree que sus palabras son dictadas por una entidad divina y se siente conectado a todos los organismos del Planeta Tierra, como si fuera un Walt Whitman mediático:

Estoy imbuido de un espíritu especial. No es algo religioso. Es una explosión de energía eléctrica. Me siento vivo y radiante, como si me hubiesen enchufado a un gran campo electromagnético. Me siento conectado a todos los seres vivos.

El ensueño de Beale es rechazado por Max, su mejor amigo, encargado de programar la sección informativa de USB. Las presiones del grupo económico (representado en la programadora obsesiva que sólo puede excitarse sexualmente a través del éxito de su grilla televisiva), sin embargo pueden más, aunque Beale, en sus discursos místicos, aboga por una realidad superadora, exenta de manipulaciones corporativas y preeminencia empresarial. Uno de esos primeros monólogos se cuenta entre las escenas más notables y conmovedoras de la cinematografía. Beale, mojado por la lluvia, mira a cámara y se larga con un texto de inapelable densidad literaria:

No tengo que decirles lo mal que están las cosas. Todo el mundo lo sabe. Estamos en una crisis. La gente está en paro o tiene miedo a perder su trabajo. El dólar ya no vale ni cinco centavos. Los bancos quiebran. Los dependientes guardan armas bajo el mostrador. Hay gamberros por la calle y nadie sabe qué hacer. Es imparable. Sabemos que el aire es irrespirable y que comemos basura. Nos sentamos ante la televisión mientras el presentador nos dice que se han cometido 15 homicidios y 61 crímenes, como si fuera algo normal. Las cosas están mal. Aún peor. El mundo se ha vuelto loco. La locura es tal que ya no salimos a la calle. Nos quedamos en casa y nuestro mundo se vuelve más pequeño. Decimos: “Al menos dejadnos en paz en nuestras casas. Si tengo una tostadora y una televisión no diré nada. Pero déjame en paz”. Pues yo no los voy a dejar en paz. Quiero que se enfaden. No quiero que se manifiesten ni que escriban a vuestro congresista. No sé que hacer sobre la depresión, la inflación, los rusos y el crimen. Sólo sé que tienen que enfurecerse. Tienen que decir: “Soy un ser humano. Mi vida tiene valor”. Quiero que se levanten y vayan a la ventana, la abran, saquen la cabeza y griten: “Estoy furioso y no pienso aguantarlo más”.

Esa última frase se convierte en un hit, un estribillo atronador a través del cual la gente se siente vinculada. Se trata de una secuencia ambigua: por un lado, refleja la insatisfacción del hombre moderno y, por otro, el alto grado de manipulación de la TV, que con sólo un buen actor convencido de lo que dice (en este caso el mesiánico Beale) y un gran encendido, puede instar a las masas a solicitar lo que sea. De esta forma, la programadora de CCA logra destronar a Max (con quien además mantiene una relación) para hacer del informativo habitual un programa bizarro en el que caben una adivina y un pupitre para que se exprese el pueblo. A su vez, realiza una serie de contactos con organizaciones de ultra Izquierda para contar en su programación con imágenes de actos terroristas reales. Las reuniones con el líder del grupo radical y una mujer comunista (donde se advierte la total mercantilización de las ideologías) son hilarantes. En tanto el rating crece, los accionistas dejan de prestar atención a los monólogos de Beale, quien comienza a criticar el poder de la CCA en la cadena:

Porque esta compañía está ahora en manos de la CCA, la Corporación de Comunicaciones de América. Hay un nuevo presidente de la junta, un hombre llamado Frank Hackett que se sienta en la oficina de Mr. Ruddy en el piso veinte. Y cuando la 12º mayor compañía en el mundo controle la más terrible, la más maldita fuerza divina de propaganda en un mundo global sin Dios, quién sabe que mierda será vendida como la verdad en esta cadena televisiva. ¡Así que escúchenme! ¡Escúchenme! La televisión no es la verdad. La televisión es un maldito parque de atracciones. La televisión es un circo, un carnaval, una trouppe itinerante de acróbatas, cuentistas, bailarines, juglares, monstruos de barraca de feria, domadores de leones y jugadores de fútbol. Estamos en el negocio de matar el aburrimiento. Si quieren saber la verdad, acudan a Dios, acudan a sus gurús, búsquenla en ustedes mismos porque es en el único lugar donde van a encontrar la auténtica verdad. Pero amigos, nunca van a obtener ninguna verdad de nosotros. Nosotros les diremos cualquier cosa que quieran oír. ¡Nos encanta hacerlo!

Las descargas eléctricas de Beale se suceden hasta que Jensen, el dueño de la CCA, se entera y lo cita en su majestuoso despacho. Jensen es el hombre detrás de la cortina, un personaje que podría formar parte de The Wall y conjuga en sí el autoritarismo de los dictadores europeos de la primera mitad del siglo XX con el pragmatismo ortodoxo de la clase media-alta empresarial de pos-guerra. Así reconvierte a Beale, vaciando todo su contenido subversivo y explicándole, didáctico, cuál es el orden de las cosas en el mundo contemporáneo. Su discurso contiene ecos de las grandes novelas distópicas del siglo XX (1984 y Un mundo feliz) y podría ser un manual para los gobiernos de derecha:

Usted es un viejo que sólo piensa en términos de naciones y pueblos. ¡No existen naciones, no existen pueblos, no hay rusos, no hay árabes, no existen Terceros Mundos ni Occidente! Existe únicamente un Gran Sistema de Sistemas, un vasto y salvaje entretejido, intercalado, multivariable, multinacional dominio de dólares. Petrodólares, electrodólares, multidólares, marcos, yens, libras, francos y rublos. Es el Sistema Internacional Monetario, que determina la totalidad de la vida en este planeta. Ese es el orden natural de las cosas de hoy día. ¡Esa es la estructura atómica y subatómica y galáctica que configura las cosas de hoy día! ¡Y usted se ha entrometido con las fuerzas primitivas de la Naturaleza! ¡Y usted debe repararlo! ¿Me entiende usted, señor Beale? Usted aparece en su pequeña pantalla de veintiuna pulgadas y grita sobre América y la Democracia. No existe América. No existe la Democracia. Sólo existe la IBM, la ITT, la AT&T, y Dupont, Down, Union Carbide y Exxon. Esas son las naciones del mundo hoy día. ¿De qué hablan los rusos en sus Consejos de Estado? ¿De Karl Marx? No. De sistemas de programación lineal, de teorías sobre estadística, de problemas económicos, y computan costos de sus transacciones e inversiones, como hacemos nosotros. Ya no vivimos en un mundo de naciones e ideologías, señor Beale. El mundo es... un colegio de corporaciones inexorablemente dirigido por los estatutos inmutables de los negocios. El mundo... es un negocio, señor Beale.

Quédense tranquilos: mi objetivo era contarles sólo el 98 por ciento de la película, no el final. La actualidad que conservan los parlamentos que se desarrollan en Network obliga a repasar (como se ha hecho) algunas de sus extraordinarias líneas de diálogo: inflación, crimen, crisis del petróleo, grupos de Izquierda, todo al servicio de la manipulación de los medios. Como reza el título de una pieza pop de Richard Hamilton: Justo lo que hace a nuestras casas de hoy tan distintas y tan atrayentes. Cambio y fuera.