jueves, 7 de agosto de 2008

TRES CUENTOS DE CHEEVER

“Un cuento o un relato es aquello que te cuentas a ti mismo en la sala de un dentista mientras esperas que te saquen una muela. El cuento tiene una importante función en la vida, me parece. Esperamos una contraorden ante nuestra muerte y puesto que no hay tiempo suficiente para una novela, pues bueno, ahí está el cuento. Estoy seguro que en el momento justo de la muerte nos contamos un cuento y no una novela”- John Cheever

Siempre me impresionó el título de uno de sus cuentos: “La geometría del amor”. Como si eso que tanto mencionamos y nunca terminamos de asir (el amor), tuviese una estructura, una gramática, un álgebra que lo explique.

En cuanto a Cheever, el autor, simplemente fue uno de los tantos tipos que (mientras saltaba de empleo en empleo y creaba una leyenda repleta de excesos) revolucionó la forma de escribir relatos en el siglo XX a partir de la lectura precisa de algunos maestros (principalmente Chéjov, de ahí su apodo: “El Chéjov de los suburbios”; por otro lado se podría hacer una lista inabarcable de Chéjov’s modernos: Alice Munro, por ejemplo, es la Chéjov canadiense). Nada de núcleos cerrados con introducción, nudo y desenlace. A partir de ahora los personajes comienzan a actuar sin dar explicaciones. Se narran aquellos momentos en los que, aparentemente, no sucede nada. Es que lo extraordinario ahora sucede en la misma ordinariez de la vida. Raymond Carver, Charles Bukowski y Richard Ford (discípulos) reforzaran esta idea. No hay conclusiones explícitas. Hay ruido y furia. El laconismo y la ambigüedad también forman parte de esta perspectiva, tendiente a detenerse en descripciones laterales y deshilvanar continuamente el hilo de la narración.

“Una visión del mundo”, “El nadador” y “Reunión” forman parte de La geometría del amor (antología elaborada por Rodrigo Fresán a partir de una recopilación anterior). Sólo quiero apuntar algunas cosas sobre estos tres relatos. Sin objetivo alguno, sólo como esas cosas que debemos contar porque sentimos que hay algo allí que debe ser dicho.

En “Una visión del mundo”, el narrador en primera persona (que, como sucede a menudo, parece ser el mismo autor) cuenta cómo, por la tarde, paleando la tierra, encontró una lata que contenía en su interior el juramento de un niño: “Yo, Nils Jugstrum, me prometo que si al cumplir los veinticinco años no soy socio del Club Campestre de Arroyo Gory, me ahorcaré”. Más adelante, este hallazgo es brevemente referido, pero nunca se cierra el círculo del descubrimiento. El relato es construido en base a pequeñas secuencias de reverberaciones poéticas, actos cotidianos ciertamente sugerentes: un baile furtivo en un supermercado, la crisis emocional de la esposa del narrador, que se siente el personaje de una comedia de televisión, la enumeración de distintos sueños donde se pronuncia una frase indescifrable (“Porpozec ciebie nie prosze dorzanin albo zylopocz ciwego”). Se puede advertir que el relato propone la creación de un clima y una revelación final (vedada al lector) cercana a la epifanía:
“Después, me siento en la cama y exclamo en voz alta, para mí mismo:
–¡Calor! ¡Amor! ¡Virtud! ¡Compasión! ¡Esplendor! ¡Bondad! ¡Sabiduría! ¡Belleza! –Se diría que las palabras tienen los colores de la tierra, y mientras las recito siento que mi esperanza crece, hasta que al fin me siento satisfecho y en paz con la noche”.

En “Reunión”, pieza brevísima, es más lo que se omite que lo que se cuenta. Simplemente sabemos que el narrador (Charlie) está contándonos cómo fue el último encuentro con su padre, a quien no veía desde hace mucho tiempo. La acción transcurre en los distintos restaurantes que padre e hijo visitan mientras dura el reencuentro. Pese a la fugacidad del relato (acentuada por el constante movimiento de los dos personajes), Cheever consigue otorgar vida al padre: le alcanza con hacerlo insultar a cada uno de los empleados de los restaurantes por los que se pasea, para delinear una personalidad definida, como si el relato fuese, a su vez, una novela condensada.

“El nadador” tal vez sea el cuento más referido de Cheever. Como sucede con “Un día perfecto para el pez banana”, de Salinger, “Los asesinos”, de Hemingway o “Si me necesitas, llámame”, de Carver, este relato parece resumir en sus páginas, toda la potencia narrativa (y poética, porque el efecto que produce Cheever es comparable al de leer poesía) del autor, “una visión del mundo”. Se trata de un texto ciertamente magistral, en el cual Cheever inmiscuye su lente en un barrio adinerado de Norteamérica para contar el derrotero absurdo de Neddy Merrill, a quien, mientras se refresca en una de las piscinas del condado, se le ocurre que dirigiéndose al Suroeste puede llegar a su casa de piscina en piscina. Asistimos entonces a la ceremonia secreta de un individuo insondable. En tanto va cambiando de piscinas (se introduce intempestivamente en fiestas privadas y casas abandonadas), la otrora aventura se transforma en una especie de vía crucis posmoderno (Neddy debe atravesar Rutas, cruzarse con personas que lo desprecian, caminar en pantalones cortos en plena tormenta, escuchar trascendidos que, presumiblemente, ha decidido olvidar) que el lector presencia estupefacto. Se trata de un relato que puede hacernos reír y llorar al mismo tiempo. Una joya con un final de siniestra intensidad.

Y eso era todo lo que tenía para decir sobre Cheever. Nada nuevo, por cierto.