Hay un tipo especial de relatos en la obra de Julio Cortázar. En ellos, su lupa se inmiscuye en las dinámicas secretas de las familias burguesas de mediados del Siglo XX exponiendo y rastreando, entre una serie continua de supuestos inexpresables y detalles ambiguos, un sistema de interacciones cotidianas basado en la hipocresía (1). Este último, usualmente, es desarticulado a través de un elemento fantástico que, a través de su irrupción, coloca en primer plano la farsa general. En tanto, a modo de núcleo paralelo del cuento, el narrador, lúcido, se encarga de referir los sucesos rutinarios de la vida de sus personajes: las formas de pasar el tiempo de los hermanos en “Casa tomada”, la contemplación detenida sobre los bailes populares en “Las puertas del cielo”, el murmullo de fondo de los vecinos en “Circe”, la tensión en la relación de los familiares de “La salud de los enfermos”, las prácticas lúdicas en “Final del juego”. La recurrente vuelta de tuerca del final, en los mejores casos (por ejemplo, el de los relatos mencionados) califica a Cortázar como un autor refinado (ajeno a marcaciones demasiado explícitas), propenso a narrar a través de la mirilla de un calidoscopio justamente a partir del instante en que el costumbrismo (con sus barrios, sus casas de patios techados, sus muchachas bien, sus portones, sus perros) se estanca. A su vez, la psiquis de los personajes es reflejada en todas sus vacilaciones e incertidumbres, denunciando un contexto que los excede y que en muy pocas ocasiones pueden llegar a asir. Se trata de mundos distorsionados, en los que se advierte toda la confusión y el ruido de la modernidad. Algo de eso ocurre en “Cartas de mamá” (Las armas secretas, 1954), un relato magistral que había olvidado y, por cuestiones ajenas al dominio del texto presente, volví a releer en estos días. “Muy bien hubiera podido llamarse libertad condicional. Cada vez que la portera…”. Así comienza el relato, como si, de pronto, se le subiera el volumen a una grabación que permanecía en silencio. Este inicio abrupto es una marca registrada en el autor. El personaje principal, a través del cual el narrador proyecta la historia, es Luis, un argentino en París (otra especificidad usual en Cortázar), casado con Laura. Luego de algunos balbuceos verbales típicamente cortazarianos, se llega a vislumbrar el eje central del conflicto: antes de ser su esposa, Laura fue novia de Nico, el hermano fallecido de Luis. El núcleo del disturbio tiene su origen en una frase de las cartas mensuales que la madre de Luis envía desde Flores: “Esta mañana Nico preguntó por ustedes”. Es notable la delectación con la que Cortázar maneja los efectos de tal “equívoco” (Luis cree que su madre quiso escribir Víctor, el nombre de su primo) y la perturbación que se va expandiendo en la mente del protagonista:
Laura siempre tranquila, bondadosa, atenta a sus deseos (…) No por ella, por lo que ella pudiera sentir. No le importaba gran cosa lo que ella pudiera sentir, mientras lo disimulara. (¿No le importaba gran cosa lo que ella pudiera sentir, mientras lo disimulara?) No, no le importaba gran cosa. (¿No le importaba?).
A medida que avanza el relato, Cortázar desgrana algunas de esas observaciones sobre las mujeres que lo hicieron célebre:
Nunca decía tu mamá, tal vez porque había perdido a la suya siendo niña.
…a las mujeres les gusta releer las cartas, mirarlas de un lado y de otro, parecen extraer un segundo sentido cada vez que vuelve a sacarlas y a mirarlas.
O se dedica a “surfear” sobre el lenguaje y las palabras, estableciendo conexiones inusuales entre términos (las cursivas son mías):
Y él habría sabido todo el tiempo que Laura se contenía para no gritar, para no esconder entre las manos un rostro desfigurado ya por el llanto, por el dibujo del nombre de Nico temblándole en la boca.
Tan poca cosa, tan fácil, tan verdaderamente brillantina y corbata rayón.
También describe en tono solemne situaciones absurdas causando comicidad (estrategia que solía utilizar Roberto Bolaño):
…porque mamá no estaba en vena de conversación y hasta lo había recibido en la sala, cosa que nunca hacía con su hermano político. A una insinuación de orden terapéutico, había contestado que aparte del reumatismo se sentía perfectamente bien, aunque en esos días la fatigaba tener que planchas tantas camisas. El tío Emilio se había interesado por saber de qué camisas se trataba, pero ella se había limitado a una inclinación de cabeza y un ofrecimiento de jerez y galletitas Blagley.
Luego de devanearse continuamente sobre qué hacer con la carta (¿borrar “Nico” y escribir “Víctor”?, ¿comentarla?), Luis decide tirarla e ir por la noche a ver una película. El párrafo siguiente se inicia con una escena de tintes cinematográficos y da inicio a otra serie de pensamientos desquiciados en la mente de Luis:
Diabólico, agazapado, relamiéndose, Tom esperaba que Jerry cayera en la trampa. Jerry no cayó, y llovieron sobre Tom catástrofes incontables. Después Luis compró helados, los comieron mientras miraban distraídamente los anuncios en colores.
La alusión al gato y el ratón puede entenderse como una reseña velada a los sucesos ocurridos entre los dos hermanos (inclusive, los dos primeros adjetivos y el gerundio que inician el fragmento, por un segundo, hacen creer al lector que se está describiendo la actitud de Luis frente al fallecimiento de Nico) y pone en evidencia la gran agilidad de Cortázar para manejar distintos planos de referencia dentro de una misma línea argumental, conectando entre sí, con inigualable destreza, datos contextuales, personajes y recuerdos de estos últimos. Al promediar el relato, “mamá” ha enviado ya dos nuevas cartas, avisando que Nico llegará de visita el viernes 17 a las 11,45… La caja de resonancias que activa el cuento es formidable. Demuestra, por ejemplo, hasta qué punto nuestros seres queridos pueden volverse perfectos desconocidos y provocarnos miedo (porque ésa es la palabra que utiliza Luis para referirse a su madre). Exhibe la materia angustiosa de la que están hechos los tiempos muertos de las parejas. Pero si de algo parecer hablar “Cartas de mamá” es del silencio como una de las formas de la desintegración de las relaciones humanas (¿qué otra cosa son los cuentos de Cortázar sino metáforas y tratados y contemplaciones sobre las relaciones humanas?; pienso en “Autopista del sur”, en “Los venenos”, en “Después del almuerzo”, en “La señorita Cora”), de ese silencio ominoso que se construye alrededor de una culpa (la de Luis por quitarle la novia a su hermano en un baile, la de Laura por haberlo aceptado) y puede volverse palpable hasta convertirse en un fantasma (o una presencia) que camina por la calle. Lo que está y no se habla, parece decir Cortázar, nos fulminará. Y al final es Nico el que camina en la estación de trenes de Saint-Lazare. Y son Laura y Luis los que lo han visto. Y con esa habilidad extravagante para el detalle vulgar en medio de una secuencia dramática, el autor no duda en aclarar que Luis lo ha notado “más flaco”, a lo que Laura, en uno de las líneas de diálogo más exquisitas que he leído en mi vida (por su exactitud, su laconismo, su indescriptible ambigüedad, su condición polisémica), responde:
-Un poco –dijo-. Uno va cambiando…
“Uno va cambiando”… Por alguna de las razones que (con invariable dificultad) acabo de mascullar, creo que Cortázar es inmensamente grande.
(1): Un ambiente opresivo de características similares se puede observar en la película El dependiente (1969), de Leonardo Favio.
Laura siempre tranquila, bondadosa, atenta a sus deseos (…) No por ella, por lo que ella pudiera sentir. No le importaba gran cosa lo que ella pudiera sentir, mientras lo disimulara. (¿No le importaba gran cosa lo que ella pudiera sentir, mientras lo disimulara?) No, no le importaba gran cosa. (¿No le importaba?).
A medida que avanza el relato, Cortázar desgrana algunas de esas observaciones sobre las mujeres que lo hicieron célebre:
Nunca decía tu mamá, tal vez porque había perdido a la suya siendo niña.
…a las mujeres les gusta releer las cartas, mirarlas de un lado y de otro, parecen extraer un segundo sentido cada vez que vuelve a sacarlas y a mirarlas.
O se dedica a “surfear” sobre el lenguaje y las palabras, estableciendo conexiones inusuales entre términos (las cursivas son mías):
Y él habría sabido todo el tiempo que Laura se contenía para no gritar, para no esconder entre las manos un rostro desfigurado ya por el llanto, por el dibujo del nombre de Nico temblándole en la boca.
Tan poca cosa, tan fácil, tan verdaderamente brillantina y corbata rayón.
También describe en tono solemne situaciones absurdas causando comicidad (estrategia que solía utilizar Roberto Bolaño):
…porque mamá no estaba en vena de conversación y hasta lo había recibido en la sala, cosa que nunca hacía con su hermano político. A una insinuación de orden terapéutico, había contestado que aparte del reumatismo se sentía perfectamente bien, aunque en esos días la fatigaba tener que planchas tantas camisas. El tío Emilio se había interesado por saber de qué camisas se trataba, pero ella se había limitado a una inclinación de cabeza y un ofrecimiento de jerez y galletitas Blagley.
Luego de devanearse continuamente sobre qué hacer con la carta (¿borrar “Nico” y escribir “Víctor”?, ¿comentarla?), Luis decide tirarla e ir por la noche a ver una película. El párrafo siguiente se inicia con una escena de tintes cinematográficos y da inicio a otra serie de pensamientos desquiciados en la mente de Luis:
Diabólico, agazapado, relamiéndose, Tom esperaba que Jerry cayera en la trampa. Jerry no cayó, y llovieron sobre Tom catástrofes incontables. Después Luis compró helados, los comieron mientras miraban distraídamente los anuncios en colores.
La alusión al gato y el ratón puede entenderse como una reseña velada a los sucesos ocurridos entre los dos hermanos (inclusive, los dos primeros adjetivos y el gerundio que inician el fragmento, por un segundo, hacen creer al lector que se está describiendo la actitud de Luis frente al fallecimiento de Nico) y pone en evidencia la gran agilidad de Cortázar para manejar distintos planos de referencia dentro de una misma línea argumental, conectando entre sí, con inigualable destreza, datos contextuales, personajes y recuerdos de estos últimos. Al promediar el relato, “mamá” ha enviado ya dos nuevas cartas, avisando que Nico llegará de visita el viernes 17 a las 11,45… La caja de resonancias que activa el cuento es formidable. Demuestra, por ejemplo, hasta qué punto nuestros seres queridos pueden volverse perfectos desconocidos y provocarnos miedo (porque ésa es la palabra que utiliza Luis para referirse a su madre). Exhibe la materia angustiosa de la que están hechos los tiempos muertos de las parejas. Pero si de algo parecer hablar “Cartas de mamá” es del silencio como una de las formas de la desintegración de las relaciones humanas (¿qué otra cosa son los cuentos de Cortázar sino metáforas y tratados y contemplaciones sobre las relaciones humanas?; pienso en “Autopista del sur”, en “Los venenos”, en “Después del almuerzo”, en “La señorita Cora”), de ese silencio ominoso que se construye alrededor de una culpa (la de Luis por quitarle la novia a su hermano en un baile, la de Laura por haberlo aceptado) y puede volverse palpable hasta convertirse en un fantasma (o una presencia) que camina por la calle. Lo que está y no se habla, parece decir Cortázar, nos fulminará. Y al final es Nico el que camina en la estación de trenes de Saint-Lazare. Y son Laura y Luis los que lo han visto. Y con esa habilidad extravagante para el detalle vulgar en medio de una secuencia dramática, el autor no duda en aclarar que Luis lo ha notado “más flaco”, a lo que Laura, en uno de las líneas de diálogo más exquisitas que he leído en mi vida (por su exactitud, su laconismo, su indescriptible ambigüedad, su condición polisémica), responde:
-Un poco –dijo-. Uno va cambiando…
“Uno va cambiando”… Por alguna de las razones que (con invariable dificultad) acabo de mascullar, creo que Cortázar es inmensamente grande.
(1): Un ambiente opresivo de características similares se puede observar en la película El dependiente (1969), de Leonardo Favio.