miércoles, 18 de febrero de 2009

EL TIPO DEL MALETÍN (junio 2008)

Estamos de acuerdo. Ok. No hay que explicar. Esa obsesión por explicar cada cosa que uno escribe y negarse a los delirios semánticos. Como: Artefacto lumínico en la pared verde amengua. O: Caja rectangular de canguros con vincha. O, mejor: Una vez tropezó con la laucha trigueña y salió por la ventana. Estamos en la dictadura de la racionabilidad, no hay dudas. Estas cosas pienso mientras camino. Es viernes. Ah, todo lo que voy a contar es real, pasó fehacientemente hace un par de días. No, en realidad ya es sábado. Habrán pasado 10 o 20 minutos del sábado. En el aire, la humedad poderosa de un día extremadamente lluvioso. Me dirijo a la casa de mi novia, que no es una casa sino un edificio, hecho de varios departamentos. Llovizna: ¿hay alguien que no deteste ver gotas de lluvia en el cabello de los demás? Como sé que debería estar estudiando, planteo mis pensamientos por fuera del objeto de estudio. Lo más lejos que pueda. Pero no quiero que esto se convierta en una narración lineal, razonable y legible. Entonces, nuevamente, practiquemos: fascículo color amarillo manifiesta la inanición indómita. O: Parvas de luz se multiplican en la altiplanicie desnuda. Esto parece una letra de Spinetta. Además, qué ingenuo creer que la escritura automática deba ser anunciada. Sigo caminando. De las enigmáticas tapas circulares que se encuentran en todas las esquinas, salen formas de humo. Cuidado con el perro. En Bolívar y Jujuy. No, en Bolívar y España hay un perro negro que te muerde. Hay que tener cuidado. Pero ya mismo estoy pasando por allí y no está. Ahora, lo predecible: gente que me pide cosas. Yo debo ser el tipo (no en la acepción del término “tipo” como hombre, sino como extracto sociológico) indicado para que desconocidos de la calle le pidan cosas. O le hablen de cosas. O lo confundan con otro. Es muy raro. Yo debo hablar más con gente desconocida de la calle que con gente conocida que veo a menudo. Hasta la esquina de Independencia y Colón (donde en verdad, comienza la historia con el tipo gris y su maletín) me paran, me chistan, me miran, cuatro personajes salidos, respectivamente de: un cuento de Charles Dickens, una novela de Juan Carlos Onetti, una de esas películas objetivistas del cine independiente norteamericano y un cómic de Crumb. Uno me pide monedas. Otro si conozco la dirección de algún “kiosquillo” (esa es la palabra que utiliza) donde vendan “licorillos o cervecillas”. Otro, nuevamente, si no sería tan amable de darle una monedas. Otro simplemente me mira y con un dedo señala su muñeca izquierda. Al primero le digo que no tengo. Al segundo le digo (no sin la estupefacción intrínseca de escuchar a alguien que termina cada palabra con el morfema “illo” o “illa”) que no conozco. Al tercero le doy un peso. Al cuarto, de buena gana le habría dado la hora, pero su actitud arrogante (una actitud en la que-noté-que-él-creía-que-yo estaba obligado a darle la hora) me sugirió esbozar un: “No tengo”. O también podría haberlo dejado pagando. Decirle “si, tengo hora” pero no dársela. Estar en pareja es desactivar una bomba todos los días. Hay veces en que la bomba no es desactivada a tiempo y explota y hay muertos y las plumas de los almohadones vuelan por el living. Cuando camino se me ocurren inicios de relatos que nunca escribo. No sé si les pasará a ustedes.

Antes de llegar a Independencia, dos perros corren hacia mí en dirección contraria. Ladran y de sus hocicos sale una baba blanca que denota rabia o demasiada algarabía. No puedo evitarlo, es un movimiento que dura menos de un segundo: los esquivo, me salgo de la vereda y camino por la calle unos pasos mientras los perros corren por la vereda. En la de enfrente, dos tipos (¿jóvenes?, ¿viejos?, no se ve muy bien, ha comenzado a llover pesadamente), creo, se ríen de mi reacción. Pienso en encararlos y pegarles. Así nomás, pegarles, ¿por qué se tienen que reír de mí?, yo hago esfuerzos para no faltarle el respeto a la gente hilarante que veo por la calle. Pienso también en ir hacia dónde están (en realidad no están en un lugar preciso, a medida que caminan, claro, se van corriendo del lugar en el que yo creo haberlos visto reír) y decirles, sin previa introducción, que ellos también hubiesen reaccionado así. Pienso también en correrlos y asustarlos de alguna manera, no sé cuál. Pienso en gritarles: “¡Yo no me asusté por los perros, simplemente me corrí, hice lo que cualquier hubiese hecho!”. Yo nunca les tuve miedo a los perros. Esas cosas pienso, los tipos ya doblaron por Salta y yo cruzo Independencia (ni un solo auto, ni una sola persona caminando) y me dirijo hasta Colón. Y ahí lo veo (él no me ve, claro, quién sabe qué hubiese hecho en ese caso): un tipo de barba y bigotes, un tipo gris (su piloto es gris, sus pelos son grises, sus ojos tal vez sean grises) que entra en el Colegio de Escribanos. Quiero aclarar que es viernes (en realidad es sábado) por la noche. Viernes, día de esparcimiento, día en el que nadie entra en un Colegio de Escribanos. Viernes, día en el que los hombres grises con maletines no tienen otra cosa que hacer que estar con sus familias (con sus esposas, con sus hijas que deben estar por casarse). O ir a un puterío, quizás, o juntarse en una peña con viejos compañeros de la colimba a recordar el día en que se le escapó un tiro al Chacho Nosécuánto (siempre me llamó la atención cómo la gente que fue al Servicio Militar recuerda las escenas más sórdidas con una sonrisa en la cara), pero (y de eso estamos seguros), nadie un viernes por la noche (es sábado, en realidad), un viernes de llovizna, entra al Colegio de Escribanos. Arbustos y pequeñas paredes de ladrillos a la vista rodean la puerta central de vidrios del Colegio de Escribanos. Todo el edificio está oscuro (es una gran masa kafkiana de burocracia en la más pura de las soledades), menos la entrada principal, donde se nota una luz tenue. No hay sereno, ni algún empleado terminando un trabajo a las apuradas. El tipo gris empuja la primera puerta (la primera puerta de vidrio) y, cuando se va a enfrentar a otra puerta igual, saca una llave y abre. Yo observo todo escondido en un arbusto. No pasa nadie. Antes de perderse en los recovecos del Colegio de Escribanos, el tipo gris mira atrás y un poco se vuelve. Sí, quizás me haya visto. Pero decide llevar a cabo su complot. Porque es claro que todo lo que va a realizar (a ejecutar) ese hombre gris, que todo lo que puede hacer un hombre gris un viernes (un sábado, en realidad) de llovizna en el edificio inescrutable y oscuro del Colegio de Escribanos, es el punto final de una memorable serie de conspiraciones, de transacciones enigmáticas que prefiguran El Complot. Y tengo malas noticias porque ese complot, sin dudas, nos arruinará aún más la vida a cada uno de nosotros. Y soy yo, justamente yo (¿por qué yo?) quien debe evitar ese complot, quien debe introducirse en el Colegio de Escribanos, interrumpir al hombre gris, desactivar El Complot. Entonces, sin mirar atrás, sin pensarlo, paso las dos puertas (el hombre gris ha dejado abierta la segunda) e ingreso al inescrutable complejo donde se trama El Complot que el hombre gris llevará hasta su punto más álgido. ¿Cuánta gente habrá matado el hombre gris hasta llegar a ésta, la noche final? ¿Cuántos años de trabajo conspirativo arruinaré al interrumpir su tarea? Lo que lleva en su maletín, sin dudas, es la fortuna, la fortuna que debe entregarle al Jefe y el Jefe se encuentra en el más alto piso del Colegio de Escribanos. Lo espera quizás tomando coñac. El sonido maquinal del tubo fluorescente me inquieta. Comienzo a subir las escaleras. Observo las oficinas y entreveo: 1) la tristeza que poseen las cosas cuando al ser abandonadas por los individuos y 2) el discurso subliminal del Complot, que decodifico en los papeles, en la posición de las biromes, nada está allí por casualidad. Recuerdo gestos ambiguos, frases que nunca logré comprender, omisiones, aquel día en que me crucé cuatro veces con la misma mujer, todo forma parte de la trama secreta. Pero no debo distraerme, el hombre gris está por finalizar su plan implacable, la serie de conspiraciones llega a su fin y en ella, ocurrirá la prosperidad de unos pocos (sin dudas, la del Jefe, quizás no la del hombre gris, a quien el Jefe matará una vez asido el maletín) y la perdición de todos. Si, el Jefe matará al hombre gris. La misión que se me ha encomendado (pienso que la conspiración también presuponía la presencia de un transeúnte lúcido enterado en el acto del Complot) es convencer al hombre gris para no entregar el maletín, para avisarle que el Jefe piensa matarlo. Pero de seguro el hombre gris me preguntará qué jefe, qué conspiración, qué plan mortal.
-Si lo único que tengo en este maletín –dirá, abriéndolo- es esto.
Un arma. Debo decirlo: nunca antes había visto un revólver. Es negro, parece pesarle en las manos, brilla en la tenue oscuridad. Debo decirlo: me he equivocado, tal vez el hombre gris va a matar al Jefe. O quizás se enfrentarán en un duelo del que la crónica policial nada informará.
-Ahora debería matarte.
-Prefiero estar muerto antes que vivir en un mundo preso de la Conspiración.
El hombre lanza una risita, apenas audible. “Qué solemne”, murmura.
-¿Alguna pregunta, algún deseo antes de despedirte?
-Quiero saber la historia, la historia de la conspiración.
-Es muy larga para contar un viernes por la noche. Sólo te puedo decir que todo es una gran farsa: presidentes, dirigentes, actores, conflictos, guerras. Nuestras vidas, tal como las concebimos, no existen, somos el sueño del sueño de un psicópata que jamás nunca vamos a conocer. Cada una de las entidades que forma parte de lo que vos creés es la realidad es una más de las puestas en escenas que trama la Conspiración. Todos los años, en una habitación inasible, los Jefes se juntan a jugar al Poker, quien gana, será el dueño del mundo por un año. Pero los demás Jefes no se contentan y quieren arruinarle el Plan al Jefe supremo. Por eso yo acá con este maletín, entre las sombras.
-¿Quiénes son los Jefes?
-No son muchos, ni siquiera puedo decirte quiénes son. Tal vez el que dentro de unos minutos voy a encontrar subiendo por estas escaleras y espera en su oficina tomando alcohol es un Jefe apócrifo, de los tantos que pululan en el mundo. Tal vez yo sea el Jefe.
-¿Cuál es el fin del Complot?
-Dominar al mundo a través de una cadena incesante de distracciones. Todo es tramado, incluso los temas profundos que parecen superar a los frívolos, incluso la idea de la Conspiración, incluso la idea de que la Conspiración es una fábula creada por paranoicos, incluso los perros que acabás de cruzar y los personajes que te han pedido monedas, incluso esta esquina desierta de Mar del Plata por la que sólo vos caminabas, incluso vos y yo en este viernes lluvioso.
-¿Con qué fin?, ¿para qué?
-Para que la verdad nunca se sepa.
-¿Y cuál es la verdad?
-¿La verdad? Es mejor que no la conozcas- dijo el hombre, con el dedo índice en el gatillo.
De pronto, la lluvia se detiene. Veo, desde la vereda, que el hombre gris se sienta en un mísero banquito desplegable y abre su maletín. De su interior, saca un diario y lee, pacientemente, uno de los suplementos. Es el de Deportes de Popular porque en la contratapa alcanzo a divisar las formas exuberantes de una muchacha. Mejor camino por Colón, pienso, mi novia debe estar preocupada.