No sé de vinos. Incluso los detesto. Prefiero el fernet, el whisky. Cualquier cosa menos el vino. Y menos si ese vino se llama Carcassonne, que es como ponerle a una casa de prendas femeninas Mariposa, a una parrilla Martín Fierro. Es tan fácil ponerle a un vino Carcassone... Y yo, repito, no sé si ese vino es bueno pero apuesto lo poco que tengo –en verdad no tengo nada- a que ese vino es malo, de mala calidad. Y a punto de irse a natación, mi viejo, que viene de trabajar y tiene un corte de pelo que es la locura absoluta, me dice si le hago el favor de ir hasta el supermercado chino y comprarle un Carcassonne tinto. Y yo le digo que sí y salgo. Antes me abrigo, me pongo un pulóver arriba del otro y una campera marrón, rústica y hermosa que me regaló mi novia, quizás para tener un novio que se vista bien y no un novio que se vista mal, muy mal, ya que esa es la manera en que yo me visto.
Hace un frío, como dice Fogwill en Muchacha Punk, que cala en los huesos. A propósito de esta cita: mandé un cuento a un concurso y creo que plagié, sin querer, esta frase Fogwill. Creo, no lo recuerdo bien. No importa. Lo importante es que hacía frío y me dirigía al supermercado chino caminando rápido, pensando básicamente en literatura y también pensando en una vez que me emborraché y me caí de las escaleras de una discoteca u otra vez que me emborraché y me desperté tirado en la plaza Rocha con flores en los bolsillos. Creo que los recuerdos alcohólicos vinieron a mi por la presencia inefable y omnipresente del Carcassonne, un vino argentino, imagino, o un vino que toman los argentinos. Un vino, pienso, mientras ingreso al supermercado oriental –que se llama, poco originalmente, El Oriental- que debe salir entre 3 y 5 pesos, no mucho más. El de la etiqueta amarilla, dijo mi madre, antes de irme, sabiendo que yo no presto atención a absolutamente a nada que tenga que ver con la vida familiar (siempre me entero último de quién se separó, quién está gravemente enfermo, quién va a tener un hijo) y mucho menos a un vino con un nombre que, debo reconocerlo, ya me está cayendo simpático: Carcassonne.
La búsqueda fue breve. El Carcassonne tinto, con un embotellamiento similar y/o igual al de otra centena de vinos de baja o mediana calidad, apareció ante mí a los pocos minutos. Sale cinco con setenta y es el típico vino que se aposenta en las mesas familiares.
Ya hacía 5 minutos o un poco más que estaba esperando en la cola. La cajera (como la mayoría de las cajeras) es una mujer que admite los siguientes calificativos: errabunda, aburrida, apesadumbrada, aplastada por la vida y su falso remolino de pasiones, amores y desengaños, acostumbrada a conformarse con poco. Parece que le dieron muchas manos de cal. Y parece que esas manos de cal se fueron cayendo y fueron formando grietas y agujeros y pequeños desperfectos en su cara. Así es la cajera del supermercado chino. O así la veo yo ahora, a pocos minutos del suceso. Atiende a un viejo, un anciano tan errabundo como la cajera, un tipo lento y hablador, que hace exasperar a la señora que tengo adelante (soy el tercero de la fila, empezando por el viejo errabundo y siguiendo por la señora no menos errabunda que me antecede). El viejo ya ha vaciado su carro pero habla incansablemente con la cajera. La mujer que tengo adelante vacía su carro y en señal de estricta disconformidad con el viejo que tiene adelante, toma el carro de éste –el viejo- y lo tira hacia delante, intentando conectarlo con la fila de carros que hay al lado de cada puerta de todo supermercado, pero, dado sus años, su vista defectuosa o su elocuente nerviosismo, falla, y el carro del viejo (ya vacío, ya no es del viejo a decir verdad) choca contra el mostrador donde un chino guarda los bolsos y bultos de los compradores. La situación me da risa pero como soy tímido no río ni nada, sonrío como un estúpido y me quedo callado.
No he nombrado todavía la puerta corrediza por la que se accede al Supermercado. Con nombrarla una vez está bien, no hay mucho que decir, sólo que casi siempre está abierta, porque es difícil de cerrar para alguien que está apurado. Sólo hay que saber que la puerta está abierta. Está justo en frente de la cola de compradores. Ya han pasado 3 o 4 minutos desde que la vieja tiró el carro del viejo y erró. Y han pasado 5 minutos desde que la vieja vació su carro para poner sus alimentos en el mostrador de la cajera, que sigue hablando con el viejo. Y es entonces cuando la vieja, alocada, me mira un segundo (quizás buscando complicidad en su enojo, pero yo estoy pensando en que voy a viajar para encontrarme con mi novia que se fue unos días a Pinamar, en que terminé un final sobre El Castillo de Kafka, en el cuento que mandé al concurso, llamado Fotografías desde un balcón, en el disco Tic Tac de Francisco Bochatón, en Passarella), toma su carro con una sola mano y lo tira nuevamente –como hizo con el otrora carro del viejo- hacia la fila de los carros que no están usados de momento. Pero esta vez, la mujer tiene aún menos puntería: el carro hace una comba digna del mejor tiro libre de Marcelo Muñeco Gallardo y se va por la puerta (la puerta eternamente abierta del supermercado chino), baja a la vereda y llega hasta la calle.
Cuando la camioneta choca el carro, todo el supermercado mira a la calle. No hubo ningún problema, es claro, ningún herido, pero todos (incluso los dueños chinos, los individuos errabundos y los demás compradores) salen a la calle a observar el carro y la camioneta, que tiene como conductor a un tipo rubio y alto parecido al cazador de cocodrilos que se murió. Y todos están afuera pero yo me he quedado adentro con el Carcassonne, yo me he quedado porque nunca miro choques, siempre sigo de largo. Me creo muy inteligente por no mirar choques. Me creo superior, me creo sin morbo por eso. Y entonces salgo. Todos miran la camioneta, el carro. Todos miran a la vieja que tiró el carro, no entiendo si la comprenden o la detestan, si la van a abrazar o van a llamar a la policía. Nadie me mira a mí, que salgo con el Carcassonne en una mano, al principio visible para todo el mundo pero luego escondiéndolo bajo la campera marrón que me regaló mi novia. Camino lentamente, con algo de vergüenza pero en pocos segundos accedo a un paso casi normal. Cuando estoy llegando a la esquina y a punto de volver, me arrepiento… Pero ¿qué habría dicho?: “Hola, vengo a pagar este vino que quise robarme”; “Hola, recién me olvidé de pagar un vino, ¿Me lo cobra?”. No, es mejor, me digo, mientras sujeto el viejo Carcassonne contra mí escudriñando los cuatro costados, apurar el paso y no mirar hacia atrás, hacer de cuenta como si nunca hubiera ocurrido, que nadie se entere.