En su prólogo a los Bocetos californianos, de Francis Bret Harte, Jorge Luís Borges anota: “Para rendir justicia a un escritor hay que ser injusto con otros”. La “melancólica ley” también puede aplicarse a los amigos, los equipos de fútbol, los pantalones, las mascotas, los presidentes, las parejas, los servicios de Internet, los platos de un restaurante y las películas que compiten en los premios Oscar. Ver La cinta blanca, de Michael Haneke, entonces, se transforma en sinónimo de devastar El secreto de sus ojos. Una es la adaptación de una novela de Eduardo Saccheri; la otra se asemeja a una obra oscura y densa de Thomas Mann. La distancia artística entre las dos es tan notable que, de no haber sido ubicadas en la misma categoría, es probable que nunca a nadie a lo largo y lo ancho del Planeta Tierra se le hubiese ocurrido compararlas o mencionarlas a las dos en un texto o una conversación. No sonará hiperbólico afirmar que es una tarea complicada calificar de película (y no de mero entretenimiento comercial) a El secreto de sus ojos luego de La cinta blanca. Y esto habla más de las limitaciones de Campanella que de los logros de Haneke (después de todo, su película no cambiará la historia del cine y probablemente no sea lo mejor que haya hecho). Prácticamente La cinta blanca tiene todo lo que le falta a El secreto. El mejor dato es que tratándose de una película sobre el origen del nazismo no se hace una sola mención a los campos de concentración, a Hitler, a los judíos. Lo nazi, en la película de Haneke (al revés de lo que sucede en la mayoría de las argentinas sobre la dictadura), no se explicita, se intuye. Recién hacia el final nos enteramos de que la historia transcurre poco antes de iniciarse la Primera Guerra Mundial (las caracterizaciones pueden remitir también a finales del Siglo XIX). Notable diferencia con una película en la que el personaje del villano es obligado a mirar “mal” en una foto, a tentarse con las tetas de un escote, a mostrar el pene, intentar violar una fiscal y, como si fuera poco, ser parte de la Triple A.
Especie de policial con ritmo alemán (es decir, sin ritmo o con un ritmo imperceptible), La cinta blanca ingresa su lente en la vida de una granja (muy parecida a la de La Aldea, de Shyamalan, pero sin tipos disfrazados de monstruos que lo arruinan todo) en el que algunos niños comienzan a sufrir agresiones violentísimas. El blanco y negro profundiza la sordidez y la asfixia de ese mundo (¿lejano?) en el que nadie dice en voz alta lo que sucede (a tal punto de irritar al espectador), los castigos corporales son moneda corriente y los hijos y mujeres son esclavos de los hombres. El pulso del director para desarrollar la historia puede considerarse magistral y ajeno a cualquier tipo de demagogia. Donde Haneke derrocha discreción, otro hubiese hecho un festín de sangre y maldad. Recuerdo cuando leí Orgullo y prejuicio, el clásico de Jane Austin. Lo único que me gustó es que siendo una historia romántica, los personajes involucrados no se daban un solo beso. Algo similar me contaba la vez pasada Matías Moscardi sobre la obstinación de James Ballard en no hablar de cocaína en una novela titulada, justamente, Noches de cocaína. ¡El libro estaba por terminar y el polvo blanco todavía no había hecho su aparición estelar! En una era en la que, por poco, todos estamos obligados a mostrar el culo aunque sea una vez para ser considerados seres humanos normales, es bienvenida la sugerencia, no abusar de la representación. Para eso están los reality, los diarios, los noticieros, las fotos de perfil del facebook.
Al final (cuando el espectador conoce el “infierno grande” que se cocina puertas adentro) con un par de planos quietos sobre los muros inescrutables de las casas de los protagonistas, Haneke logra asustar. Lo no dicho, la maldad, el odio, you knows. Un comentarista del blog afirmó en tono de broma que si El secreto de sus ojos le ganaba a La cinta blanca, dejaba de ver cine. Yo también.
Especie de policial con ritmo alemán (es decir, sin ritmo o con un ritmo imperceptible), La cinta blanca ingresa su lente en la vida de una granja (muy parecida a la de La Aldea, de Shyamalan, pero sin tipos disfrazados de monstruos que lo arruinan todo) en el que algunos niños comienzan a sufrir agresiones violentísimas. El blanco y negro profundiza la sordidez y la asfixia de ese mundo (¿lejano?) en el que nadie dice en voz alta lo que sucede (a tal punto de irritar al espectador), los castigos corporales son moneda corriente y los hijos y mujeres son esclavos de los hombres. El pulso del director para desarrollar la historia puede considerarse magistral y ajeno a cualquier tipo de demagogia. Donde Haneke derrocha discreción, otro hubiese hecho un festín de sangre y maldad. Recuerdo cuando leí Orgullo y prejuicio, el clásico de Jane Austin. Lo único que me gustó es que siendo una historia romántica, los personajes involucrados no se daban un solo beso. Algo similar me contaba la vez pasada Matías Moscardi sobre la obstinación de James Ballard en no hablar de cocaína en una novela titulada, justamente, Noches de cocaína. ¡El libro estaba por terminar y el polvo blanco todavía no había hecho su aparición estelar! En una era en la que, por poco, todos estamos obligados a mostrar el culo aunque sea una vez para ser considerados seres humanos normales, es bienvenida la sugerencia, no abusar de la representación. Para eso están los reality, los diarios, los noticieros, las fotos de perfil del facebook.
Al final (cuando el espectador conoce el “infierno grande” que se cocina puertas adentro) con un par de planos quietos sobre los muros inescrutables de las casas de los protagonistas, Haneke logra asustar. Lo no dicho, la maldad, el odio, you knows. Un comentarista del blog afirmó en tono de broma que si El secreto de sus ojos le ganaba a La cinta blanca, dejaba de ver cine. Yo también.