
El espectro de la remake sobrevuela la vida moderna. Todo o casi todo es la versión de una historia ocurrida muchos años atrás. El futuro rebota entre los límites del pasado. Allí están las bandas de covers. Los discos remasterizados. Volver al futuro en 2D. Kill Gil. Los múltiples avatares digitales que hacen de nosotros mismos convirtiéndonos en una serie de preferencias, frases y videos musicales. El resultado suele ser el peor. El cese de comercialización de granos actual intentó emular el paro del 2008. Pero al igual que cuando una pareja decide hacer la remake de un amor y sale todo mal, esta vez no hubo química entre la "gente" y los terratenientes oligarcas.
Hasta hace algunos días, en el hipotético caso de que un maldito loco me interceptara por la calle y apuntándome con un revólver me preguntara cuál es la película de la historia de la cinematografía mundial que no necesita de ningún modo remake, no hubiese dudado en responder a los gritos y al borde del llanto que Let the Right One In. Me pregunto si alguien todavía no habrá visto el romance sueco entre la vampira Eli y el freak Oskar como así también por qué razón un maldito loco saldría a la calle con un revólver a inquirir sobre cuestiones cinéfilas. La respuesta está soplando en el viento y lo vamos a dejar hablar. Escuchen su rumor en la unánime noche de verano.
Las expectativas sobre Let Me In, la remake filmada por Matt Reeves, entonces, no eran tales. Nos internamos en las tinieblas del cine con la secreta esperanza de que la cinta se vaya por la banquina para estrellarse contra los espectadores al estilo Rally Dakar (el acontecimiento más irreversiblemente estúpido de la historia de
Sin apartarse demasiado del guión original, Matt Revees añade algunas pinceladas que otorgan a su remake una identidad propia. En primer lugar, juega al Derrida pocket y deconstruye la historia: comienza por la mitad y regresa al principio. Después la ambienta en los EE.UU de mediados de los 80', con el discurso conservador de Reagan como telón de fondo y el característico pop ochentoso haciendo un contrapunto genial con los sonidos siniestros de las partituras de Michael Giacchino (responsable de la banda sonora de Lost, entre otros hitos). Se añade, a su vez, una óptica moralista, no muy presente en la original sueca, que apunta a desentrañar la existencia de cosas tales como el Bien y el Mal. Esto último, que podría ser considerado un plomo ante el habitual relativismo cotidiano, está bastante bien manejado y es entendible: el protagonista del film es un niño educado por una madre ultra-católica y no es descabellado que sienta miedo al ser cómplice de una chupa-sangre. Debe ser complicado ponerse de novio con una minita que, aunque no lo quiera, tarde o temprano, te va a morder el cuello. Está en su naturaleza. Se mantiene la estética, entre noir y gótica, alcanzando planos de verdadera belleza visual. El color sepia de algunas escenas producirá el orgasmo del fotógrafo novato.
No se trata de una versión superior, sino diferente y con eso alcanza para que se produzca el milagro de eludir la típica remake mala e innecesaria. Los actores principales tampoco se quedan atrás, aunque la interpretación de la vampira anterior (Lina Leandersson) le saca varios cuerpos a la nueva (Chlöe Moretz). Kodi Smit-McPhee, por su parte, no sólo es muy parecido a su colega (Kåre Hedebrant), sino tan paparulo y perturbado como aquel. Claro que el terror como género está utilizado nuevamente como una herramienta para narrar una historia que pone en órbita algunos de los más grandes hits del Amor (que existe, pero como la poesía, el peronismo y el rock, no se puede explicar). La interacción conflictiva entre la vampira y el nenito sensible (algo que sucede muy a menudo en el mundo real) genera las preguntas básicas. ¿Cómo adecuarse a una persona completamente diferente? ¿Se puede cambiar por amor? ¿Se debe elegir lo que se desea o lo que nos conviene como seres racionales? Ni idea.