viernes, 7 de diciembre de 2018

Rodrigo Sabio



La primera vez que supe de Rodrigo Sabio fue por La Fuga, una revista marplatense de fines de los 90. No recuerdo bien qué escribía, seguramente sobre cine, pero sus textos demostraban un caudal de información y un desparpajo para expresarse que no eran habituales en la ciudad.

Durante buena parte de la adolescencia me la pasé escuchando la Rock and Pop Beach, repetidora marplatense de la radio porteña. Escuchaba todo, desde Cuál es (recuerdo ir al Industrial en colectivo con los auriculares porque no quería perderme un ranking de canciones históricas de rock nacional) hasta Buenos Aires Blues, que lo pasaban los sábados a la noche. Incluso escuchaba Tiempos violentos, un programa de Gustavo Olmedo sobre heavy, trash, una música con la que nunca pude empatizar. También escuchaba los programas marplatenses, como Perros de la calle (se llamaba así antes del de Andy K), con Martín Echevarría y Fabián Montaruli. No había muchos más.

Después Rodrigo Sabio apareció en un programa llamado Batidos no revueltos. Creo que lo pasaban los sábados a la mañana, un horario imposible. Había algo ahí que me gustaba, cierta anarquía que concordaba con mi visión del mundo a los quince años.

En 1999 (¿o fue antes?) empezó Barrilete Cósmico, el programa más emblemático que haya existido alguna vez en la radio marplatense. Acostumbrado al profesionalismo de la Rock and Pop oficial, creo que al principio me pareció malísimo. Después me di cuenta que ésa era la gracia del asunto. Rodrigo empezaba los programas con monólogos existenciales y urbanos. Estas palabras de introducción revelaban una perspectiva algo desesperanzada y brutal sobre la vida. La tendencia a no tomarse nada en serio, más los sketches escatológicos y bizarros que conformaban el programa, servían de contrapeso. Después venía una introducción genial, con el relato de Víctor Hugo y un collage con frases y escenas de cine, típicas del imaginario transcultural de Rodrigo.

Creo que la mayor parte de las cosas que pasaban en Barrilete Cósmico hoy no se podrían decir al aire. Después pasaron el programa a la tarde porque desembarcó Fernando Peña a la noche, con un gran programa llamado Cucuruchos en la frente (lo empecé a escuchar con odio, porque me había sacado la ceremonia ritual de Barrilete). Después volvieron a la noche y terminó el 30 de diciembre del año 2004, la noche de Cromañón. A partir de ese momento la pregunta “¿Cuándo vuelve Barrilete?” pasó a ser un hit. Rodrigo era sin dudas el cerebro del grupo pero no el que más se lucía, eso se lo dejaba a sus compañeros: Pablo Vasco, Nacho Sacchi, Luciano Carrera, Esteban Salinas y Javier Polich. El programa llenó el Auditorium un par de veces. Yo fui una vez, en la que invitaron al Cholo Ciano, periodista legendario de la radio y tv marplatense. Barrilete Cósmico es de esos pocos productos culturales de la ciudad que generaron una identificación que los marplatenses solemos tener sólo con programas, bandas o escritores de Buenos Aires. Preguntar “¿Vo’ so’ Aprile?” es una contraseña cultural inexplicable.

Por contingencias de la vida conocí a Rodrigo justo en esa etapa de esplendor de Barrilete: era el novio de mi hermana. No iba mucho a casa ni a fiestas familiares. Rodrigo era, como muchos de nosotros, un precursor de los hikikomoris y de los hábitos culturales de este siglo, podía pasarse horas y horas mirando series y películas encerrado. Una vez fue a un casamiento o una fiesta de quince de la familia. Cuando venía alguien a sacar fotos o filmar, Rodrigo levantaba su copa (de agua o Coca Cola Light, porque no tomaba alcohol) y decía: “Viva Perón”. Era como un surrealista incrustado en el medio del hecho familiar. 

Sabía que me gustaba Charly y que no tenía plata para comprarme los cds. Un día me dijo: “Creo que esto te va a gustar”. Me había grabado Clics Modernos, Piano Bar, Parte de la religión, Cómo conseguir chicas, Filosofía barata y La hija de la lágrima. No lo hacía para caerle bien al hermano más chico de su novia: ¡Rodrigo desconocía por completo ese tipo de protocolos caretas! Lo hacía porque le gustaba compartir su mundo con los demás.

Más tarde me invitó a participar en un programa para que hablara de libros. La sección se llamaba “Monólogos de la pagina” (sin acento). Yo tenía 21 años, era muy introvertido. Creo que Rodrigo se daba cuenta y quería que saliera de mi enfrascamiento. Ir a la radio para mí era como acceder a otro mundo. Recuerdo una vez que llegué y le estaba haciendo una entrevista a Daniel Katz, intendente de la ciudad. Rodrigo hablaba con Katz como si fuera un tipo cualquiera de la calle. Un día, con su clásico humor chocante, estilo Zappa (a quien me hizo escuchar), hizo una cortina musical llamada “El puto de los libros”. Yo me enojé y decidí no ir más. Recuerdo esos mails en los que Rodrigo no podía entender que yo me hubiese enojado por algo así y me causa mucha gracia. A los pocos meses me contactó otra vez y estuvo todo bien, pero la radio no era lo mío.

Ahí le perdí el rastro pero cada tanto lo escuchaba haciendo entrevistas impensables para el contexto de la radio marplatense (y argentina): David Cronenberg, Carlos Alomar, Joe Blaney, Stewart Copeland. Espero que alguien haya guardado esas entrevistas porque eran realmente increíbles. Creo que Rodrigo siempre tuvo una proyección nacional que, por causas que desconozco, quedó trunca. Por otro lado que se haya quedado en Mar del Plata, ciudad de la que todos se van, es una declaración de principios. Es como decir: “Hey, acá también se pueden hacer cosas, no hace falta irse a otro lado”.

Más que participar del programa, me gustaba volver, porque Rodrigo me llevaba a mi casa en su auto y yo disfrutaba mucho conversar con él. Siempre hablábamos de cine y rock en el auto, nada de cuestiones de la vida personal. Podríamos haber sido amigos pero creo que ninguno de los dos sabía muy bien cómo cultivar una amistad. Recuerdo una vez en particular. Año 2005. Era una tarde-noche de invierno marplatense ortodoxo: tristeza existencial, frío antártico, luces de neón, nadie en la calle. En este caso yo le decía que una película argentina, que ni siquiera me había gustado, no podía ser mala porque había leído "reseñas elogiosas". Así estuvimos un rato: él me instaba a que respete mis propios gustos (mi subjetividad, mi cosmovisión, mi sensibilidad, en fin), yo insistía con que no podía ser mala si un par de tipos decían que era una genialidad. A la altura del Casino, Rodrigo paró el auto, me miró a los ojos y, cagándose de risa pero con la solemnidad de una lección que iba a perdurar en el tiempo, me dijo: "Fede, te cuento algo: los críticos a veces son amigos de los directores".    

En su novela La familia Fortuna, ambientada en Mar del Plata, Tulio Stella dice que ésta es una ciudad en la que está todo por hacerse y en la que se hizo todo mal. En ese contexto, Rodrigo no dejó nada por hacer e hizo las cosas bien. Murió el martes a los cincuenta años, el mismo día que Frank Zappa.