Expreso de agua (2006), Edelmiro Molinari: Músico inclasificable, valuarte oculto del rock argentino más genuino, el legendario líder de Color Humano logró en Expreso de agua su disco más representativo y accesible. A través de la asociación de composiciones nuevas (“Teta de amor”, “Para Jidu”, “Late late chocolate”; todos clásicos en potencia) con el rescate de viejas gemas reformuladas (el inesperado tinte político que adquiere “Mestizo”, “Amantes solitarios”, “El vuelo 144”), el guitarrista, tan blusero como psicodélico, inunda de buenas vibraciones, erigiendo un discurso “hippie” ajeno a imposturas oportunistas y armonizando el amor (a la tierra, a la mujer, a un hijo, ¡a una teta!, a cualquier cosa que puede considerarse vital) con el delirio esencial de sus míticas letras (escuchar “Mañana por la noche” o “Sílbame oh cabeza”). Un disco que puede escucharse mil veces sin cansar.
FlopaManzaMinimal (2003), Flopa Manza Minimal: He aquí un disco que, indudablemente, marcó época y será recordado en el futuro como el puntapié inicial de toda una escena. Fruto del azar (fue apuntalado económicamente por un fan) y la comunión artística entre tres buenos amigos, FlopaManzaMinimal es un templo de la canción de fogón moderna. Si el mundo fuese justo, aunque sea la mitad de estos temas habrían sonado incansablemente en la radio. Originales a la hora de componer (cierta crítica, en un claro exceso de pereza intelectual y asociación automática, llegó a compararlos con ¡PorSuiGieco!), tendientes a matizar ánimos destrozados y días grises, los tres músicos compusieron algunas de las mejores canciones de sus carreras (lo que es mucho decir). “Debajo del álbum blanco” (Flopa), “El almaherida” (Minimal) y “No más” (Manza), entre otras, son muestra de ello.
Para las almas sensibles (2005), Pez: Durante la década de los ceros la mejor banda de rock del país repasó distintas facetas en cada nuevo disco: pop rock en El sol detrás del sol (2002), perspicacias progresivas en Convivencia Sagrada (2000) y Folklore (2003), síntesis cancionera en Hoy (2006), coqueteos con un enfoque más metalero en Los orfebres (2007), retorno al punk y el hard rock en El Porvenir (2009). El disco que mejor expone esta agradable esquizofrenia sonora es doble y en vivo. Allí se encuentran el profesionalismo de una banda que suena como una locomotora, la devoción de un público fiel y lo más importante: una cantidad inmensa de grandes canciones (“Desde el viento en la montaña hasta la espuma del mar”, “Para las almas sensibles”, “Vientodestino en vidamar”, “Buda”), “salvadores, llevadoras de emoción”.
Tic Tac (2007), Francisco Bochatón: A excepción del tenor espeso de Hasta decir palabra (2003), los discos de este muchacho de La Plata (incluidos los estupendos ep’s reunidos en Completo) siempre garantizan un mínimo de buen gusto y bienestar musical. Ya sea por la madurez alcanzada como letrista o por la facilidad a la hora de hallar la melodía perfecta para pasar un otoño indie, ni el fan más fundamentalista de su omnipresente ex banda puede negar la superioridad artística del itinerario solista de Bochatón. Conformado por canciones mínimas, Tic Tac ofrece las dos perspectivas fundamentales del artista: el rockero, que remite inexcusablemente a su viejo costado “sónico” (“Elemento enigmático”, “Rayo al trueno”) y el de las canciones melanco-acústicas capaces de conmover (“Se irá con vos” o “Piensa en mí”). Larga vida al imprescindible “Bocha”.
Estaciones (2004), Rosario Bléfari: El caso de la marplatense se asemeja muchísimo al de Francisco Bochatón. Exponente primordial de un grupo de vanguardia durante los 90’ (Suárez), Bléfari ha evolucionado notablemente en sus discos solistas. Dueña de dos voces singulares (la que compone sus temas y la que los canta), suave al borde de lo naif pero con la versatilidad necesaria para volverse agresiva y rockear, esta verdadera artista integral (además de escritora y cantante es actriz y periodista) tiene la sana costumbre de editar un disco mejor que otro. O por lo menos lo bastante buenos para que sus oyentes se lo crean. De todos ellos (Calendario, Misterio Relámpago), Estaciones es probablemente el más perfecto. Pop rock refinado con la capacidad suficiente para esquivar las recetas probadas del género (a las que Miranda, Leo García y Emmanuel Horvilleur son tan afectos; verbigracia: la exaltación de la frivolidad como supuesto gesto subversivo). “Vidrieras”, “Estaciones”, “Exacto” son temas sencillamente hermosos que explotan su costado más dulce. ¿Qué más se puede pedir?
Pan (2006), Luis Alberto Spinetta: Luego de trabajos interesantes pero algo densos como Silver Sorgo (2001) o Para los árboles (2003), Luis Alberto Spinetta siguió con su actual tendencia musical (un sonido cercano al jazz y a un rock netamente anticomercial) aunque subiendo un tanto la intensidad. Un mañana también puede considerarse un punto alto, pero no tiene “Bolsodios”, un tema sublime, en el que el ex Almendra demuestra que aún hoy, con cuatro décadas de carrera, puede exprimir la mente de sus oyentes con frases como: “Todo las cosas que perdemos las tiene en un bolso Dios” o “Nadie se escribe el destino”. El resto del disco no desentona, destacándose la tonada algo telúrica de “La flor de Santo Tomé”, “Atado a tu frontera” (deja vú de Los Socios del Desierto) el poptimismo de “Dale luz al instante” y el clásico delirio spinetteano de “Espuma mística”.
Canciones que un hombre no debería cantar (2005), Gabo Ferro: La sorpresiva aparición de Gabo Ferro en el panorama del rock argentino (su tardío retorno luego de la aventura hard core de Porco) puede compararse al de esas escenas de cine norteamericano en las que una nave extraterrestre aterriza en medio de Nueva York. Cantautor de una sensibilidad desbordante (no apta para distraídos), poeta contundente, Gabo usa distintos géneros (la chacarera, la música de salón, el folk más campestre) para expresar un imaginario íntimo y muy personal, que puede contar desde historias con ribetes antológicos (“El amigo de mi padre”) hasta reflexiones marxistas sobre el uso del vocabulario aplicado al sexo (“El amor no se hace”). Al terminar de escuchar su primer álbum, sobrevuela una pregunta: “¿De qué planeta viniste?”.
El palacio de las flores (2006), Andrés Calamaro: Tras un periodo extenso de auto exilio, el Salmón volvió al ruedo con una serie de discos que lo catapultaron al centro del mainstrein argentino. De esta etapa, El palacio de las flores es su material más feliz. Hecho a dos manos con Litto Nebbia (a quien canoniza en vida al mismo tiempo que Páez, revalorizando aún más la obra del autor de Melopea) rescata, principalmente, material inédito de sus años de desborde prolífico. El resultado es óptimo y contiene algunos momentos supremos, que exceden la categoría rock e ingresan en un terreno cercano a la música popular. La milonga autobiográfica que le dá nombre al trabajo, el insólito toque disco de “La apuesta”, la sensatez (y el sentimiento) que transmite “Mi bandera” y la oda en forma de vals “Tengo una orquídea” merecen su reconocimiento. Un encuentro inesperado que rindió buenos frutos. O flores. Concluida la aventura, los compositores hicieron de todo, menos detenerse, claro.
Mágico Corazón Radiofónico (2008), Banda de Turistas: Con la segunda mitad de la década avanzada, el viejo truco de haber escuchado todo y no sonar como nadie tuvo su mejor representante en los adolescentes de Banda de Turistas. Una estética de avanzada, imaginación y riesgo para componer (chequear alucinaciones como “Un verdadero cajón de madera” o “Sueño O”), swing de los 00’, beat de los 60’, climas enrarecidos, arrogancia teeneger. Todo eso y más es Mágico Corazón Radiofónico. La cúspide de esta dinámica musical de lo impensado llega con “Todo mío el otoño”, una clase de pop de laboratorio que cuenta con el mejor estribillo de la década: “Yo creo que necesitás alguien que te aterrice el vuelo”. El retorno (su reciente segundo disco) los muestra en notable ascenso.
Un millón de euros (2006), El mató a un policía motorizado: El tercer disco de esta banda platense (cuando no), pionera en el virus OO’ de los nombres largos y raros, en realidad es un ep de 7 temas. Pero tranquilamente puede pasar por una obra de sustento. La concentración de potencia y el vínculo musical que une a los temas así lo indican. Ahora bien, el problema es discernir qué tipo de música hacen los El Mató. Digamos que por momentos se acercan al grunge, en otros al noise o al indie rock más ilustre pero nunca terminan asemejándose a algo con exactitud. Bien por ellos. Los estribillos se repiten como mantras sagrados y acaban por imantarse al inconsciente colectivo de sus escuchas. La nostalgia on the road que exuda “Chica rutera” y “Amigo piedra” ya son piezas originarias de la vertiente más atrayente y nueva del rock argentino.
La óptica espacial desde el corazón (2003), El robot bajo el agua: El proyecto de Nicolás Kramer suprimió la distorsión congénita de su ex grupo (Jaime sin Tierra, banda de sonido generacional de los niños ricos con tristeza del menemismo) y ganó en canciones amenas aptas para (casi) todo el público. Predominantemente acústico, el debut de este robot acuático (y sensiblero) se afianza en el vínculo estrecho que une el ingenio de las letras con las melodías que surgen a medida que avanza el continuo sonoro. El cuarto tema, “Te quiero”, justifica la elección del disco en esta lista (y casi cualquier otra). “Somos todos” y “Marta y Néstor” tampoco se quedan atrás.
Sistema nervioso central (2006), Estelares: Justo cuando comenzábamos a echar de menos la existencia de una banda con buenos estribillos, melodías pegadizas y espíritu rockero, resurgió Estelares. Primero con Ardimos (2003), un disco que ya los mostraba en buena forma y con ánimo de revancha luego de años de ostracismo. Sistema Nervioso Central es, directamente, un volcán de erupciones power pop, un “mundo de sensaciones” donde el amor perdido, el sexo y la tristeza se convierten en la mejor excusa para festejar. En el costado menos transitado del disco brillan las resonancias poéticas de “Campanas” y “El corazón sobre todo” (reversión de un viejo tema que contiene una línea memorable: “Me quedan pocas cosas/ Si las enumero son
demasiadas pocas cosas”). Hits masivos como “Un día perfecto”, “Aire” o “Ella dijo” otorgaron a la banda un merecido reconocimiento comprobado luego con la edición de su siguiente disco (el también recomendable Una temporada en el amor).
Kill Gil (2007), Charly García: El disco maldito que dejó en nocaut cerebral a García y que (signo de los tiempos cibernéticos) finalmente nunca se editó, es lo mejor que el bicolor grabó en años. Especie de lado B deforme de Clics Modernos, Kill Gil refleja la búsqueda incesante de un genio en decadencia. ¿Qué buscaba? Nadie lo sabe. Entre el cinismo de “No importa”, la cumbre de la incorrección rockera de “Corazón de hormigón” (con Palito Ortega) y la pulsión romántica de “La rehén o la novia (King Kong)”, Kill Gil es un disco que destila una rara melancolía (“Y nadie es feliz”, repite hacia el final de “Los Fantasmas”, uno de esos hits instantáneos e inimputables al estilo “Chipi Chipi” o “El día que apagaron la luz”). Se destaca la nueva versión (otra) de “Telepáticamente” (probablemente su mejor tema en años) y el sorprendente rock and roll “Break it up”. La anarquía Say No More (etapa en la cual Charly se dedicó, con admirable minucia, a destruir su propia obra) tenía los días contados. Lo demás es historia reciente.
Jessico (2001), Babasónicos: Antes de convertirse en una máquina serial de hacer hits para quinceañeras excitadas, Babasónicos fue una banda inestable, de pop barroco y algo infranqueable. La edición de Jessico (en plena crisis económica) significó un espaldarazo monumental para la banda. Sus temas se volvieron tarareables (incluso una propaganda de Quilmes cerraba con un coro de gente cantando el estribillo de “Los calientes”, algo impensado un par de años atrás) aunque todavía no habían dejado los discursos herméticos y la preferencia por las temáticas más inadmisibles (la tapa del álbum y el video de “Rubí” así lo confirmaban). Como en toda su discografía, Dárgelos reflexiona ácidamente sobre el mundillo al que pertenece. “Soy rock” explicitaba los manejos turbios entre el poder y las bandas. “Camarín”, un tanto más sutil, probablemente el mejor tema del disco, proyectaba la pesadilla de toda estrella de rock: “Desperté con odio y resquemor/ la sombra de la frustración/ se cierne sobre mi cara/ resentido y agrio sin por qué/ fui recordando el drama que soñé/ soñé ser critico de rock”.
Otro día en el planeta tierra (2005), Intoxicados: Tal vez este disco sea más significativo que bueno. O no, quién lo sabe. Representa el encomiable esfuerzo de un músico proveniente de una escena basada en su apego a formulismos (el denominado “rock stone”) por desarrollar otros géneros musicales y expandir su creatividad. Fuera de algunos alegatos infantiles (“Señor kiosquero”, “Reggae para Mirta”), por lo pronto, hay buenas canciones: la emotiva “Nunca quise” (tal vez la mejor “canción de amor” de la década), el brillante dúo con Andrés Calamaro (“Fuego”) y “Una señal”, un funk angustiosamente existencial. Después Pity devino en mediático y fue cooptado por la Matrix. Qué pena.
Nota: el orden de los discos no tiene significado mayor que el del azar.