lunes, 23 de febrero de 2009

Al revés

Por cuestiones superficiales (la parquedad, el silencio como forma de comunicación, un dejo campechano, la dubitación) se ha instalado la idea de que la figura de Carlos Reutemann representa una especie de enigma en la política argentina. Lo extraño es que tal característica de su personalidad (o de su vida o de sus manifestaciones públicas siempre ambiguas) no genera desconfianza en la opinión pública (como sucede con la intransigencia K en algunas enfoques: llámese campo, rumbo de la economía, actitud de “confrontación”), sino cierta simpatía y hasta un tono condescendiente de parte de los periodistas hacia cada una de sus nuevas inclinaciones (por más irresponsables que éstas sean). Su alejamiento del bloque del Frente para la Victoria produjo algarabía en el sector agropecuario. Arriesgándonos, podríamos suponer que esta dinámica (¿qué sería de mí sin tus múltiples acepciones bendita “dinámica”?) explicita un cambio en el paradigma político nacional. Antes se despreciaba a todo aquel político “panqueque”, que cambiaba de opinión según cómo corría el viento y se acomodaba a su contexto en forma oportunista. A partir de la irrupción del conflicto campo/gobierno, éstos son enaltecidos como “valientes”, “héroes que escuchan el rugir del pueblo”, etc. Siguiendo esta línea de pensamiento, ningún diputado o senador K actuaría en base a convicciones, sino indefensos ante el avasallamiento de su líder (“el ex presidente en funciones”). Basándose entonces en que cada medida del gobierno “autoritario”/ “hegemónico”/ “tiránico” es errada, el sector anti-K ha logrado erradicar del mapa la “lealtad”. Incluso tal término ha sido reformulado como “obsecuencia” o pasado a conformar un campo semántico negativo: el escrache a Agustín Rossi no tuvo otros motivos que su “lealtad”. Mientras tanto, cada postura kirchnerista que simboliza una contradicción con el supuesto modelo original pseudo-izquierdista (aliarse con lo peor del PJ bonaerense, otrora desdeñado) es duramente castigada.

El cenit más disparatado de esta nueva forma de razonar lo representa Julio Cobos. La situación del ex gobernador de Mendoza podría ser el argumento de una novela surrealista: es el vicepresidente de un gobierno que dice detestar. No es que está en desacuerdo en algunos puntos aislados, no comporte los rasgos fundamentales del espacio al que pertenece. Su permanencia en el cargo es inadmisible, tanto es así que lidera un proyecto político que, acompañado por otras fuerzas, competirá con el mismo gobierno en las elecciones legislativas de octubre. Lo voy a repetir porque creo que lo escribí muy claramente:

El vicepresidente Julio Cobos lidera un proyecto político que, aliado con otras fuerzas, competirá con el mismo gobierno en las elecciones legislativas de octubre.

Ninguno de los que se dedican a inquietarse con cada peinado nuevo o llegada tarde de Christine, observa que algo funciona mal en el comportamiento de Cobos. Aún más, cada “ninguneo” (anécdotas vulgares que tienden al sensacionalismo, insignificantes ante la gravedad del tema) es magnificado ostensiblemente por la prensa, mientras su imagen aumenta en las encuestas y su estilo mesurado genera beneplácito en tiempos de “censura” e “intolerancia”. Tema del traidor y del héroe. Dentro de algunos años se hablará de Cobos como un subversivo que liberó al pueblo de una dictadura “estanilista”. Las razones que se ofrecen para convalidar su presencia en el gobierno son absurdas y probablemente sólo se expliquen por el odio que generan Néstor y Cristina Kirchner en los grandes medios de comunicación y los centros urbanos (1). Tal vez la más graciosa (tanto es así que me río a carcajadas y me golpeo la cabeza contra la pared mientras escribo) sea aquella que explica que en caso de que Cobos renuncie, la institucionalidad sufriría un golpe: ¿acaso hay una afrenta más grande para la institucionalidad que el vicepresidente del gobierno sea un opositor declarado? La realidad es que Cobos se queda porque le conviene y allí radica su fenomenal perversión de tintes psicópatas (inadvertida para sus fans, preocupados por patologías resbaladizas como la “locura” de Kirchner y la presunta “depresión” de Cristina). Los constantes “desplantes” lo certifican como “víctima” ante la sociedad y la situación de inmovilidad a la que lo condena su postura, le asegura un estado vegetativo por el cual su “voto no positivo” seguirá conservando el aura gloriosa a pesar del paso del tiempo. Antes de terminar el post, expreso mi más sincero apoyo a Hugo Biolcati, ingenuísimo presidente de la Sociedad Rural que desgraciadamente cayó en la telaraña de maniobras tejida por la Mafia (2). Sayonara.

(1): Del mismo modo que sólo mi odio a los grandes medios de comunicación y los centros urbanos explica mi usual acercamiento al kirchnerismo, vertiente política que desacredito. Por otro lado, se suele hablar de que el exceso de ideología impide a los Kirchner resolver el problema del campo: ¿alguien me puede explicar cuál es la ideología de los Kirchner?

(2): La Mesa de Enlace habló de “dilaciones inexplicables” (están a full con el diccionario de sinónimos, parece que habían usado demasiado “demoras”) y falta de diálogo. El vocero presidencial salió a explicar que se estaba faltando a la verdad teniendo en cuenta que Biolcati venía reuniéndose con De Vido (¿?) desde enero. ¿Qué sector comete primero una chicana/jugarreta política para tener a la opinión pública de su lado? La respuesta está soplando en el viento. Y no admite dudas.

miércoles, 18 de febrero de 2009

Doble Post + 3 Descartes

A los dos posts inmediatamente contemporáneos en el espacio temporal (LA REPÚBLICA DE LOS SABIOS, FÓRMULA) agrego otros 3 (EL TIPO DEL MALETÍN , SUEÑOS, VIEJO CARCASSONNE ) que descarté en el último par de años por considerarlos aburridos, monótonos, muy mal escritos, innecesarios, redundantes, artificiales, deleznables, ilegibles. Aquí puede comentar, gracias.

FÓRMULA

Agrupe los siguientes términos a gusto y obtendrá un post de Ilcorvino:

Reaccionario
Dinámica
Coordenadas
Fascista
Notable
Extraordinario
Sofisticado
Gorila
Kirchnerismo
Perspectiva
Entelequia
Campo
Gobierno
Tensiona
Estereotipos
Subvierte
Discurso
Semántico
Significante
Significado
Realidad
Conjunción
Elementos
Receptor
Insufrible
Posmoderno
Afectado
Prejuicio
“sin timón y en el delirio”
“hay un largo y sinuoso camino”
“en forma…”
“en modo…”
Convencional
Efectivo
Reflexión
Heterodoxo
Artefacto
Implacable
Simeónico
Prefiguración
Comentario
Paradigma
Complejidad
Xenofobia
Laconismo
Sayonara.

EL TIPO DEL MALETÍN (junio 2008)

Estamos de acuerdo. Ok. No hay que explicar. Esa obsesión por explicar cada cosa que uno escribe y negarse a los delirios semánticos. Como: Artefacto lumínico en la pared verde amengua. O: Caja rectangular de canguros con vincha. O, mejor: Una vez tropezó con la laucha trigueña y salió por la ventana. Estamos en la dictadura de la racionabilidad, no hay dudas. Estas cosas pienso mientras camino. Es viernes. Ah, todo lo que voy a contar es real, pasó fehacientemente hace un par de días. No, en realidad ya es sábado. Habrán pasado 10 o 20 minutos del sábado. En el aire, la humedad poderosa de un día extremadamente lluvioso. Me dirijo a la casa de mi novia, que no es una casa sino un edificio, hecho de varios departamentos. Llovizna: ¿hay alguien que no deteste ver gotas de lluvia en el cabello de los demás? Como sé que debería estar estudiando, planteo mis pensamientos por fuera del objeto de estudio. Lo más lejos que pueda. Pero no quiero que esto se convierta en una narración lineal, razonable y legible. Entonces, nuevamente, practiquemos: fascículo color amarillo manifiesta la inanición indómita. O: Parvas de luz se multiplican en la altiplanicie desnuda. Esto parece una letra de Spinetta. Además, qué ingenuo creer que la escritura automática deba ser anunciada. Sigo caminando. De las enigmáticas tapas circulares que se encuentran en todas las esquinas, salen formas de humo. Cuidado con el perro. En Bolívar y Jujuy. No, en Bolívar y España hay un perro negro que te muerde. Hay que tener cuidado. Pero ya mismo estoy pasando por allí y no está. Ahora, lo predecible: gente que me pide cosas. Yo debo ser el tipo (no en la acepción del término “tipo” como hombre, sino como extracto sociológico) indicado para que desconocidos de la calle le pidan cosas. O le hablen de cosas. O lo confundan con otro. Es muy raro. Yo debo hablar más con gente desconocida de la calle que con gente conocida que veo a menudo. Hasta la esquina de Independencia y Colón (donde en verdad, comienza la historia con el tipo gris y su maletín) me paran, me chistan, me miran, cuatro personajes salidos, respectivamente de: un cuento de Charles Dickens, una novela de Juan Carlos Onetti, una de esas películas objetivistas del cine independiente norteamericano y un cómic de Crumb. Uno me pide monedas. Otro si conozco la dirección de algún “kiosquillo” (esa es la palabra que utiliza) donde vendan “licorillos o cervecillas”. Otro, nuevamente, si no sería tan amable de darle una monedas. Otro simplemente me mira y con un dedo señala su muñeca izquierda. Al primero le digo que no tengo. Al segundo le digo (no sin la estupefacción intrínseca de escuchar a alguien que termina cada palabra con el morfema “illo” o “illa”) que no conozco. Al tercero le doy un peso. Al cuarto, de buena gana le habría dado la hora, pero su actitud arrogante (una actitud en la que-noté-que-él-creía-que-yo estaba obligado a darle la hora) me sugirió esbozar un: “No tengo”. O también podría haberlo dejado pagando. Decirle “si, tengo hora” pero no dársela. Estar en pareja es desactivar una bomba todos los días. Hay veces en que la bomba no es desactivada a tiempo y explota y hay muertos y las plumas de los almohadones vuelan por el living. Cuando camino se me ocurren inicios de relatos que nunca escribo. No sé si les pasará a ustedes.

Antes de llegar a Independencia, dos perros corren hacia mí en dirección contraria. Ladran y de sus hocicos sale una baba blanca que denota rabia o demasiada algarabía. No puedo evitarlo, es un movimiento que dura menos de un segundo: los esquivo, me salgo de la vereda y camino por la calle unos pasos mientras los perros corren por la vereda. En la de enfrente, dos tipos (¿jóvenes?, ¿viejos?, no se ve muy bien, ha comenzado a llover pesadamente), creo, se ríen de mi reacción. Pienso en encararlos y pegarles. Así nomás, pegarles, ¿por qué se tienen que reír de mí?, yo hago esfuerzos para no faltarle el respeto a la gente hilarante que veo por la calle. Pienso también en ir hacia dónde están (en realidad no están en un lugar preciso, a medida que caminan, claro, se van corriendo del lugar en el que yo creo haberlos visto reír) y decirles, sin previa introducción, que ellos también hubiesen reaccionado así. Pienso también en correrlos y asustarlos de alguna manera, no sé cuál. Pienso en gritarles: “¡Yo no me asusté por los perros, simplemente me corrí, hice lo que cualquier hubiese hecho!”. Yo nunca les tuve miedo a los perros. Esas cosas pienso, los tipos ya doblaron por Salta y yo cruzo Independencia (ni un solo auto, ni una sola persona caminando) y me dirijo hasta Colón. Y ahí lo veo (él no me ve, claro, quién sabe qué hubiese hecho en ese caso): un tipo de barba y bigotes, un tipo gris (su piloto es gris, sus pelos son grises, sus ojos tal vez sean grises) que entra en el Colegio de Escribanos. Quiero aclarar que es viernes (en realidad es sábado) por la noche. Viernes, día de esparcimiento, día en el que nadie entra en un Colegio de Escribanos. Viernes, día en el que los hombres grises con maletines no tienen otra cosa que hacer que estar con sus familias (con sus esposas, con sus hijas que deben estar por casarse). O ir a un puterío, quizás, o juntarse en una peña con viejos compañeros de la colimba a recordar el día en que se le escapó un tiro al Chacho Nosécuánto (siempre me llamó la atención cómo la gente que fue al Servicio Militar recuerda las escenas más sórdidas con una sonrisa en la cara), pero (y de eso estamos seguros), nadie un viernes por la noche (es sábado, en realidad), un viernes de llovizna, entra al Colegio de Escribanos. Arbustos y pequeñas paredes de ladrillos a la vista rodean la puerta central de vidrios del Colegio de Escribanos. Todo el edificio está oscuro (es una gran masa kafkiana de burocracia en la más pura de las soledades), menos la entrada principal, donde se nota una luz tenue. No hay sereno, ni algún empleado terminando un trabajo a las apuradas. El tipo gris empuja la primera puerta (la primera puerta de vidrio) y, cuando se va a enfrentar a otra puerta igual, saca una llave y abre. Yo observo todo escondido en un arbusto. No pasa nadie. Antes de perderse en los recovecos del Colegio de Escribanos, el tipo gris mira atrás y un poco se vuelve. Sí, quizás me haya visto. Pero decide llevar a cabo su complot. Porque es claro que todo lo que va a realizar (a ejecutar) ese hombre gris, que todo lo que puede hacer un hombre gris un viernes (un sábado, en realidad) de llovizna en el edificio inescrutable y oscuro del Colegio de Escribanos, es el punto final de una memorable serie de conspiraciones, de transacciones enigmáticas que prefiguran El Complot. Y tengo malas noticias porque ese complot, sin dudas, nos arruinará aún más la vida a cada uno de nosotros. Y soy yo, justamente yo (¿por qué yo?) quien debe evitar ese complot, quien debe introducirse en el Colegio de Escribanos, interrumpir al hombre gris, desactivar El Complot. Entonces, sin mirar atrás, sin pensarlo, paso las dos puertas (el hombre gris ha dejado abierta la segunda) e ingreso al inescrutable complejo donde se trama El Complot que el hombre gris llevará hasta su punto más álgido. ¿Cuánta gente habrá matado el hombre gris hasta llegar a ésta, la noche final? ¿Cuántos años de trabajo conspirativo arruinaré al interrumpir su tarea? Lo que lleva en su maletín, sin dudas, es la fortuna, la fortuna que debe entregarle al Jefe y el Jefe se encuentra en el más alto piso del Colegio de Escribanos. Lo espera quizás tomando coñac. El sonido maquinal del tubo fluorescente me inquieta. Comienzo a subir las escaleras. Observo las oficinas y entreveo: 1) la tristeza que poseen las cosas cuando al ser abandonadas por los individuos y 2) el discurso subliminal del Complot, que decodifico en los papeles, en la posición de las biromes, nada está allí por casualidad. Recuerdo gestos ambiguos, frases que nunca logré comprender, omisiones, aquel día en que me crucé cuatro veces con la misma mujer, todo forma parte de la trama secreta. Pero no debo distraerme, el hombre gris está por finalizar su plan implacable, la serie de conspiraciones llega a su fin y en ella, ocurrirá la prosperidad de unos pocos (sin dudas, la del Jefe, quizás no la del hombre gris, a quien el Jefe matará una vez asido el maletín) y la perdición de todos. Si, el Jefe matará al hombre gris. La misión que se me ha encomendado (pienso que la conspiración también presuponía la presencia de un transeúnte lúcido enterado en el acto del Complot) es convencer al hombre gris para no entregar el maletín, para avisarle que el Jefe piensa matarlo. Pero de seguro el hombre gris me preguntará qué jefe, qué conspiración, qué plan mortal.
-Si lo único que tengo en este maletín –dirá, abriéndolo- es esto.
Un arma. Debo decirlo: nunca antes había visto un revólver. Es negro, parece pesarle en las manos, brilla en la tenue oscuridad. Debo decirlo: me he equivocado, tal vez el hombre gris va a matar al Jefe. O quizás se enfrentarán en un duelo del que la crónica policial nada informará.
-Ahora debería matarte.
-Prefiero estar muerto antes que vivir en un mundo preso de la Conspiración.
El hombre lanza una risita, apenas audible. “Qué solemne”, murmura.
-¿Alguna pregunta, algún deseo antes de despedirte?
-Quiero saber la historia, la historia de la conspiración.
-Es muy larga para contar un viernes por la noche. Sólo te puedo decir que todo es una gran farsa: presidentes, dirigentes, actores, conflictos, guerras. Nuestras vidas, tal como las concebimos, no existen, somos el sueño del sueño de un psicópata que jamás nunca vamos a conocer. Cada una de las entidades que forma parte de lo que vos creés es la realidad es una más de las puestas en escenas que trama la Conspiración. Todos los años, en una habitación inasible, los Jefes se juntan a jugar al Poker, quien gana, será el dueño del mundo por un año. Pero los demás Jefes no se contentan y quieren arruinarle el Plan al Jefe supremo. Por eso yo acá con este maletín, entre las sombras.
-¿Quiénes son los Jefes?
-No son muchos, ni siquiera puedo decirte quiénes son. Tal vez el que dentro de unos minutos voy a encontrar subiendo por estas escaleras y espera en su oficina tomando alcohol es un Jefe apócrifo, de los tantos que pululan en el mundo. Tal vez yo sea el Jefe.
-¿Cuál es el fin del Complot?
-Dominar al mundo a través de una cadena incesante de distracciones. Todo es tramado, incluso los temas profundos que parecen superar a los frívolos, incluso la idea de la Conspiración, incluso la idea de que la Conspiración es una fábula creada por paranoicos, incluso los perros que acabás de cruzar y los personajes que te han pedido monedas, incluso esta esquina desierta de Mar del Plata por la que sólo vos caminabas, incluso vos y yo en este viernes lluvioso.
-¿Con qué fin?, ¿para qué?
-Para que la verdad nunca se sepa.
-¿Y cuál es la verdad?
-¿La verdad? Es mejor que no la conozcas- dijo el hombre, con el dedo índice en el gatillo.
De pronto, la lluvia se detiene. Veo, desde la vereda, que el hombre gris se sienta en un mísero banquito desplegable y abre su maletín. De su interior, saca un diario y lee, pacientemente, uno de los suplementos. Es el de Deportes de Popular porque en la contratapa alcanzo a divisar las formas exuberantes de una muchacha. Mejor camino por Colón, pienso, mi novia debe estar preocupada.

SUEÑOS (Agosto 2007)

-Sueño que estoy en la Facultad, en un aula muy pequeña o, mejor dicho, claustrofóbica, llena de gente, quizás la 82 de Ciencias de la Salud. Mis compañeros tienen la cara de los turistas que vi en el Hotel donde trabajaré hasta mañana. El profesor (creo que es Roberto Bolaño pero no lo puedo asegurar) ha traído a clase un perro enorme, de proporciones extraordinarias. Dice que no muerde, que no hace nada, pero a mí me da mucho miedo. Tiene la cabeza del tamaño de un televisor de 60 pulgadas –si es que estos existen- y comienza a ladrar, mostrando sus colmillos. Es la versión demoníaca del perro de La historia sin fin. De pronto comienza a lamer a una compañera. Luego escabulle su cabeza hasta quedar frente a mí. Me muestra los dientes. Es un perro color café con leche dice alguien. Yo le acarició el hocico y se calma. A los costados del aula hay otros perros de proporciones extraordinarias pero son flacos y de raza doberman. Están como dibujados en la pared pero tienen vida. Al rato estoy en los pasillos de la Facultad (que en realidad son los pasillos del Hotel donde trabajo) y viene mi amigo Emiliano (con la cara de mi amigo Lucas) y me dice que acaban de explotar la Avenida Colón. Tiene un televisor rectangular de madera en su hombro y me muestra imágenes donde la avenida Colón parece Irak. Él me dice que por eso van a suspender las clases. Yo me quedo solo y me digo: Pero si la Facultad queda por Funes, ¿por qué van a suspender las clases? Ingreso otra vez al aula. Tengo muchos accesorios en mi mano: buzos, mochilas. Depositó mis accesorios en el banco de atrás y una compañera que cambia de cara unas 5 veces (tomando, a su vez, el rostro de otras 5 compañeras) me dice que no me preocupe, que ella me guarda mis cosas en su carterita. Su carterita es muy pequeña pero increíblemente caben todos mis accesorios. Me quedo pensando que la chica me robó mis pertenencias pero que no me animó a decirle nada.

-Sueño que estoy caminando por un barrio que parece africano. Hay chozas, el camino es de tierra naranja y alrededor hay pastizales. De repente me doy cuenta de que puedo flotar y que si me animo vuelo. Entonces el camino comienza a quedar más abajo (no es que yo comience a tomar vuelo sino que el camino que estoy transitando se hace cada vez más abajo). Tomo coraje y me tiro de pecho. Al principio trastabillo con el suelo pero después empiezo a volar a una velocidad altísima. Tengo un poco de miedo de morirme, de estrellarme contra una montaña pero sigo. Cuando ya hace un tiempo que vuelo una voz en off me informa que estoy a unos 3000 metros del suelo. Miro a los costados y hay montañas, valles, abajo esta el mar. Son gráficos de un video juego, pienso. Ya sé que es un sueño, digo en voz alta. No hay ninguna persona alrededor. Cuando me despierto, entre dormido e inconsciente, anotó en un papel: Se está muy solo cuando se vuela.

-Sueño que camino por el quinto piso del Hotel Estocolmo. Tengo que ir a cambiar una lamparita pero no recuerdo en qué habitación. De repente me doy cuenta de que me olvidé de ponerme la ropa del trabajo. Me miro en un espejo pero sólo veo mis piernas peludas. Estoy vestido para ir a la playa en realidad, pienso en voz alta. Entro a una habitación. Ninguna luz funciona, me faltan lamparitas ¿Y si me quedó acá durmiendo?, pienso antes de salir de la habitación. Me despierto.

-Sueño que estoy de vuelta en la escuela 36, en la primaria. Tengo 7 u 8 años. Hay una chica que me gusta. Esa chica es mi novia. Ella también tiene 7 u 8 años. Hay un aljibe, algunos nenes se van por una soga y no vuelven más. Adentro del aljibe todo está negro. En el mismo sueño pienso: este sueño es un contrapunto: arriba mi novia, la felicidad, el sol, los pozos de sus mejillas cuando se ríe; abajo, el aljibe, los nenes que no vuelven porque se los traga la oscuridad. Mi novia me hace caritas.

-Sueño que estoy ingresando a un departamento. Cuando abro la puerta del baño salen unos 5 o 6 gatos. De repente me doy cuenta de que mi “misión” en el sueño es patear a los gatos. En un principio tengo miedo de que los gatos me caguen a arañazos si los pateo pero dada la vehemencia con que el término “misión” aparece en el inconsciente del “yo” empiezo a patear. El estómago de los gatos retumba efectuando un sonido musical y cierro la puerta con llave para que los vecinos no vengan a interrumpir mi misión. Al poco tiempo soy yo en el medio del departamento deshabitado con 15 o 20 gatos flotando y rebotando contra las paredes. A estos les tendría que poner nombres, pienso. Y me despierto.

-Sueño que leo cosas interesantísimas, inteligentes, sofisticadas. En el mismo sueño me digo a mi mismo: tenés que intentar recordar lo que leíste, una vez despierto lo transcribís como si fuera tuyo. Tomo una hoja y lo único que puedo leer es: tenés que intentar recordar lo que leíste para cuando te despiertes. Me da bronca escribir tan bien en sueños y tan mal en la realidad. Las palabras empiezan a subir por los márgenes y desaparecen.

VIEJO CARCASSONNE (Julio 2007)

No sé de vinos. Incluso los detesto. Prefiero el fernet, el whisky. Cualquier cosa menos el vino. Y menos si ese vino se llama Carcassonne, que es como ponerle a una casa de prendas femeninas Mariposa, a una parrilla Martín Fierro. Es tan fácil ponerle a un vino Carcassone... Y yo, repito, no sé si ese vino es bueno pero apuesto lo poco que tengo –en verdad no tengo nada- a que ese vino es malo, de mala calidad. Y a punto de irse a natación, mi viejo, que viene de trabajar y tiene un corte de pelo que es la locura absoluta, me dice si le hago el favor de ir hasta el supermercado chino y comprarle un Carcassonne tinto. Y yo le digo que sí y salgo. Antes me abrigo, me pongo un pulóver arriba del otro y una campera marrón, rústica y hermosa que me regaló mi novia, quizás para tener un novio que se vista bien y no un novio que se vista mal, muy mal, ya que esa es la manera en que yo me visto.

Hace un frío, como dice Fogwill en Muchacha Punk, que cala en los huesos. A propósito de esta cita: mandé un cuento a un concurso y creo que plagié, sin querer, esta frase Fogwill. Creo, no lo recuerdo bien. No importa. Lo importante es que hacía frío y me dirigía al supermercado chino caminando rápido, pensando básicamente en literatura y también pensando en una vez que me emborraché y me caí de las escaleras de una discoteca u otra vez que me emborraché y me desperté tirado en la plaza Rocha con flores en los bolsillos. Creo que los recuerdos alcohólicos vinieron a mi por la presencia inefable y omnipresente del Carcassonne, un vino argentino, imagino, o un vino que toman los argentinos. Un vino, pienso, mientras ingreso al supermercado oriental –que se llama, poco originalmente, El Oriental- que debe salir entre 3 y 5 pesos, no mucho más. El de la etiqueta amarilla, dijo mi madre, antes de irme, sabiendo que yo no presto atención a absolutamente a nada que tenga que ver con la vida familiar (siempre me entero último de quién se separó, quién está gravemente enfermo, quién va a tener un hijo) y mucho menos a un vino con un nombre que, debo reconocerlo, ya me está cayendo simpático: Carcassonne.

La búsqueda fue breve. El Carcassonne tinto, con un embotellamiento similar y/o igual al de otra centena de vinos de baja o mediana calidad, apareció ante mí a los pocos minutos. Sale cinco con setenta y es el típico vino que se aposenta en las mesas familiares.

Ya hacía 5 minutos o un poco más que estaba esperando en la cola. La cajera (como la mayoría de las cajeras) es una mujer que admite los siguientes calificativos: errabunda, aburrida, apesadumbrada, aplastada por la vida y su falso remolino de pasiones, amores y desengaños, acostumbrada a conformarse con poco. Parece que le dieron muchas manos de cal. Y parece que esas manos de cal se fueron cayendo y fueron formando grietas y agujeros y pequeños desperfectos en su cara. Así es la cajera del supermercado chino. O así la veo yo ahora, a pocos minutos del suceso. Atiende a un viejo, un anciano tan errabundo como la cajera, un tipo lento y hablador, que hace exasperar a la señora que tengo adelante (soy el tercero de la fila, empezando por el viejo errabundo y siguiendo por la señora no menos errabunda que me antecede). El viejo ya ha vaciado su carro pero habla incansablemente con la cajera. La mujer que tengo adelante vacía su carro y en señal de estricta disconformidad con el viejo que tiene adelante, toma el carro de éste –el viejo- y lo tira hacia delante, intentando conectarlo con la fila de carros que hay al lado de cada puerta de todo supermercado, pero, dado sus años, su vista defectuosa o su elocuente nerviosismo, falla, y el carro del viejo (ya vacío, ya no es del viejo a decir verdad) choca contra el mostrador donde un chino guarda los bolsos y bultos de los compradores. La situación me da risa pero como soy tímido no río ni nada, sonrío como un estúpido y me quedo callado.

No he nombrado todavía la puerta corrediza por la que se accede al Supermercado. Con nombrarla una vez está bien, no hay mucho que decir, sólo que casi siempre está abierta, porque es difícil de cerrar para alguien que está apurado. Sólo hay que saber que la puerta está abierta. Está justo en frente de la cola de compradores. Ya han pasado 3 o 4 minutos desde que la vieja tiró el carro del viejo y erró. Y han pasado 5 minutos desde que la vieja vació su carro para poner sus alimentos en el mostrador de la cajera, que sigue hablando con el viejo. Y es entonces cuando la vieja, alocada, me mira un segundo (quizás buscando complicidad en su enojo, pero yo estoy pensando en que voy a viajar para encontrarme con mi novia que se fue unos días a Pinamar, en que terminé un final sobre El Castillo de Kafka, en el cuento que mandé al concurso, llamado Fotografías desde un balcón, en el disco Tic Tac de Francisco Bochatón, en Passarella), toma su carro con una sola mano y lo tira nuevamente –como hizo con el otrora carro del viejo- hacia la fila de los carros que no están usados de momento. Pero esta vez, la mujer tiene aún menos puntería: el carro hace una comba digna del mejor tiro libre de Marcelo Muñeco Gallardo y se va por la puerta (la puerta eternamente abierta del supermercado chino), baja a la vereda y llega hasta la calle.

Cuando la camioneta choca el carro, todo el supermercado mira a la calle. No hubo ningún problema, es claro, ningún herido, pero todos (incluso los dueños chinos, los individuos errabundos y los demás compradores) salen a la calle a observar el carro y la camioneta, que tiene como conductor a un tipo rubio y alto parecido al cazador de cocodrilos que se murió. Y todos están afuera pero yo me he quedado adentro con el Carcassonne, yo me he quedado porque nunca miro choques, siempre sigo de largo. Me creo muy inteligente por no mirar choques. Me creo superior, me creo sin morbo por eso. Y entonces salgo. Todos miran la camioneta, el carro. Todos miran a la vieja que tiró el carro, no entiendo si la comprenden o la detestan, si la van a abrazar o van a llamar a la policía. Nadie me mira a mí, que salgo con el Carcassonne en una mano, al principio visible para todo el mundo pero luego escondiéndolo bajo la campera marrón que me regaló mi novia. Camino lentamente, con algo de vergüenza pero en pocos segundos accedo a un paso casi normal. Cuando estoy llegando a la esquina y a punto de volver, me arrepiento… Pero ¿qué habría dicho?: “Hola, vengo a pagar este vino que quise robarme”; “Hola, recién me olvidé de pagar un vino, ¿Me lo cobra?”. No, es mejor, me digo, mientras sujeto el viejo Carcassonne contra mí escudriñando los cuatro costados, apurar el paso y no mirar hacia atrás, hacer de cuenta como si nunca hubiera ocurrido, que nadie se entere.

viernes, 13 de febrero de 2009

Doble Post

Fútbol x 2

Cortázar, ese escritor tan malo

Aquí puede comentar, etc. Muchas gracias.

Cortázar, ese escritor tan malo

Lo que sigue está mal escrito y a las apuradas. No tengo mucha argumentación para amortiguar mi ¿pseudo-idea? Más que nada se trata de una queja acalorada que bien podría pasar como modelo de carta en un suplemento cultural. Ayer se cumplieron 25 años de la muerte de Julio Cortázar. Cuando no se trata de un adolescente maravillado que recién lo descubre o algún cuarentón que se quedó en Rayuela a vivir para siempre, parece que no hay forma de recordarlo sin que el interlocutor pertinente recuerde su experiencia personal como lector. Pocas veces un texto sobre Borges (tampoco quiero generalizar) comienza con el autor confesando cuál fue la primera vez que lo leyó y de qué modo incidió ese hecho en su vida personal. Esta práctica es usual, sin embargo, para hablar de Cortázar. (Aclaro que yo mismo he caído repetidas veces en ese lugar común, así que este breve apunte es una autocrítica). Lo malo de este ejercicio es que el itinerario de los lectores de Cortázar, en la mayoría de los casos, es idéntico: X lee a Cortázar en su juventud, cuando es hermoso, cree en la revolución y está enamorado. Pasado un tiempo, X comprende que la vida es una mierda, que el amor no alcanza, que hay que ser cínico, que Cortázar es cursi (“el mejor Cortázar es un mal Borges” diría Aira), que sus posturas políticas lindan con el desastre y que Rayuela (aquella novela que subvirtió sus sentidos al máximo y lo hizo querer escuchar jazz, vivir en París, ser Oliveira y noviar con una Maga), como la vieja mula de los Simpsons, “ya no es lo que era, ya no es lo que era”. El mejor exponente de esta clase de relatos lo escribió Fabián Casas y se llama “Tarde en la noche viendo a Cortázar”. Trata sobre el impacto que tiene en el poeta cuervo la emisión de una entrevista que Cortázar concedió a la televisión española a fines de los 70’. Ayer la repitieron y la volví a ver: es maravillosa. Allí, Cortázar repasa su obra intercalando sorbos de whisky y pitando su cigarrillo. Es la imagen del póster en acción y cae tan bien como la primera vez que lo leímos. Después del texto mencionado (breve y contundente como un buen contragolpe), entonces, creo que es redundante hasta la monotonía aclarar nuevamente de qué forma queremos a Cortázar y hasta qué punto, con el paso de los años, despreciamos su obra. En conclusión, fatalmente, la mayor parte de la gente está convencida de que la vida es genial cuando se lee a Cortázar por primera vez. Nos los culpo: yo también lo creo y cada tanto releo sus libros queriendo encontrar allí el efecto visceral que tantos han revelado. Lo malo es que cuando se advierte que ese sentimiento era una proyección pasajera (la mayor parte del tiempo la vida no es efervescente, sino triste, en ocasiones decepcionante y en el peor de los casos, aburrida) no se encuentra mejor culpable que al mismo Cortázar. Parece que él tuviera la culpa de que la Revolución no funcionara, de que haya escritores mejores, de que el amor sea doloroso, de que no se pueda escuchar jazz y tomar whisky porque hay que trabajar. “Che, Cortázar nos cagó”, parecen decir los anti-cortazarianos, a la inversa que Casas, “¡era un barbudo de un Centro de Estudiantes Universitarios cualquiera!”. Tal razonamiento, por otro lado, tiende a bajarlo del pedestal en forma injustificada. Si por Libro de Manuel y sus últimos e inestables volúmenes de relatos (Octaedro, Alguien que anda por ahí, Queremos tanto a Glenda; afortunadamente no el recomendable Deshoras), Cortázar es un escritorcito del montón, estamos cagados. ¿No valen nada entonces Bestiario, Las armas secretas, Todos los fuegos el fuego, Final del juego, Historias de cronopios y de famas, Los premios? Sigo con esto no porque la obra de Cortázar no admita múltiples críticas, sino porque se pone el énfasis sobre lo más endeble de su carrera, algo que no sucede nunca, por ejemplo, con Borges. Valorar a Cortázar por Libro de Manuel es tan inexplicable como colocar a El informe de Brodie por sobre Ficciones o El Aleph. Por esta razón, celebro el artículo que escribió Eduardo Berti en ADN el sábado pasado, donde repasa la obra de Cortázar concretamente, sin detenerse en detalles superfluos y demostrando un amplio conocimiento tanto de sus relatos como de sus novelas. Muchas gracias.

miércoles, 11 de febrero de 2009

GRAN CLINT EASTWOOD

No soy un gran seguidor de la carrera de Clint Eastwood. Vi, sin mucho interés, películas en las que realiza la tarea de ser actor y director. Algunas de las características de su cine me gustan (especialmente esa pulsión arrolladora por contar historias y cierto laconismo no exento de maldad) y otras me aburren o me dejan estupefacto o no causan efecto alguno en mí. Hace unos días vi El sustituto. La experiencia fue ambivalente: por un lado me atrapó la anécdota (una madre pierde a su hijo y recibe otro de manos de la policía) y la pericia narrativa con que está tratada; por otro, sufrí ostensiblemente la actuación de Angelina Jolie, actriz con la que mantengo un prejuicio sobre sus capacidades de trabajo muy cercano a la realidad. En los últimos días fui instado (a través de recomendaciones de conocidos, comentaristas del blog y artículos de prensa) a ver Gran Torino. No le tenía mucha fe y tal vez por la distancia que hubo entre lo que esperaba y lo que finalmente me pareció, al terminar de verla, la consideré excelente.

El núcleo a partir del cual se activa la acción de la película se centra en el devenir de su personaje principal: Walt Kowalski (interpretado por el mismo Clint), un militar retirado a quien se le acaba de morir la mujer. Walt (quien odia que lo llamen de ese modo) es un tipo fácilmente irritable, armado hasta los dientes, que responde con gruñidos o insultos hirientes cuando algo no le gusta, con una bandera norteamericana flameando en el porche de su casa, un Torino del 72’ en su garaje y una estructura mental anclada en los años 50’, época en la que peleó en la guerra de Corea. Más que practicar la xenofobia (entre otros, contra los coreanos que viven al lado de su caso), la sufre, ya que ésta no le permite tomar contacto con el mundo (en su caso, un barrio al que van a parar las distintas etnias que llegan a EE.UU) y lo lleva a permanecer inerte en el porche de su casa tomando cerveza y maldiciendo a todos. (Es gracioso su parecido estético con los personajes de Los reyes de la colina). Años de culpa (una relación tormentosa con sus hijos, que se quieren quedar con sus cosas y se burlan de él a sus espaldas; el recuerdo de los soldados que mató) lo han depositado en un estancamiento emocional eficazmente reflejado en la rigidez de su rostro.

Esa cara de piedra marca Eastwood, sumada a otros elementos con los que el actor construye al personaje que encarna (su andar desconfiado, el murmullo amenazante de su voz, la postura tensa al sentarse), de por sí, hacen imprescindible la vista del film. Es notable la carga expresiva (entre dramática y cómica) que Eastwood amalgama en Walt. Para ir de un tenor a otro, Eastwood sólo necesita cerrar un puerta, como cuando, alcanzado por la tristeza de estar solo en su cumpleaños, asiste a una reunión en la casa de sus odiados vecinos. Durante la velada no deja de desgranar su desconfianza y sarcasmo, hasta que se encierra en el baño y mirando al espejo se dice que está solo, sin familia, rodeado de desconocidos y tosiendo sangre. Esa breve escena puede causar escalofríos.

La cuestión es sencilla y esperable: el duro comienza a ablandarse ¡Y (oh, las vueltas de la vida) justamente con los coreanos a quien tanto detesta! Contar cada una de las peripecias del film sería atenuar la sorpresa del espectador. Digamos que Walt se convierte (sin quererlo) en el guardián protector de sus vecinos de al lado, quienes son hostigados por una malvada pandilla de su misma nacionalidad (que parece salida de un comic), quien quiere convertir al joven de la familia (el tímido y balbuceante Thao) en uno de ellos. Este último, se ofrece a Walt para realizar trabajos de mantenimiento (en recompensa por haberle querido robar el auto y por haberlo defendido inconscientemente) y entabla con el viejo una relación entrañable, hecha de momentos muy graciosos, como cuando el ex militar le quiere enseñar al pequeño coreano de qué forma hay que blasfemar para ser respetado por los hombres norteamericanos. Es así que Walt pasa de ser, durante el transcurso del film, un reaccionario irascible sin atisbo alguno de corazón a una especie de maestro Miyagi invertido, políticamente incorrecto, poco tolerante y con mala onda, que en vez de enseñar el abc de las artes marciales, explica a Theo el funcionamiento de un desagüe. No sé si la película será fascista, reaccionaria o retrógrada. (Como dijo Quintín en su columna de Perfil, raramente se entiende qué piensa Eastwood del mundo). En este caso no creo que importe demasiado, desactivando nuestras coordenadas cerebrales circa Siglo XXI (adeptas al “cualquierismo”, doctrina que alguna vez explicaré), creo que se puede disfrutar muchísimo. Reconocido republicano, es usual que el contenido de sus manifestaciones artísticas sea etiquetado con reservas. El excepcional final de Gran Torino, con Walt desarmado ofreciéndose cual kamikaze para vengar y salvar el futuro de su (ahora) amada familia de coreanos, no deja dudas al respecto. En un mundo caótico, que perdió el sentido de la bondad y el respeto, Eastwood (valiéndose de un personaje polémico), como la madre de El sustituto, que sigue buscando a su hijo hasta el último día de su vida, parece adherir a costumbres y factores éticos lamentablemente en desuso. Sayonara.

viernes, 6 de febrero de 2009

¿Qué se puede hacer salvo ver películas (malas)?

Vicky Cristina Barcelona Bodrio

La verdad incómoda

Aquí puede comentar lo que se le ocurra sobre los dos anteriores post. Muchas gracias.

PD: Si es posible me gustaría que el que hizo circular el post sobre Nelson como cadena de mail aclare si entendió que era una joda y que detesto a Nelson. Todavía no lo vi así que no puedo opinar.

Vicky Cristina Barcelona Bodrio

Como las parejas, las revistas literarias, Lost, River Plate, Los Simpsons, la discografía de Charly García, Nazarena Vélez, la obra de Julio Cortázar, el pase de Ariel Ortega, el amor y otros demonios, desde hace unos cuantos años (probablemente veinte) la carrera filmográfica de Woody Allen (director de múltiples gemas de la inteligencia humana como Zelig, Bananas o Manhattan) ingresó en un declive remontado esporádicamente por destellos fugaces que advierten la presencia de un creador supremo pero en decadencia. O, para no sonar tan duros: en retirada. O, mejor, digámoslo de una vez: Woody (por mencionarlo en forma cotidiana como Feinmann en un patético programa de Cine Contexto) ya dio casi todo lo que tenía para dar. Fue bastante y muy bueno, así que no creo que alguien, seriamente, se lo reproche. La carrera de Woody siguió el cauce natural de las cosas y seguimos viendo sus películas como se sigue viendo a las ex parejas, las revistas literarias que ya no se publican, los nuevos malos capítulos de Lost, los partidos de River Plate, las temporadas de más de Los Simpsons, los discos de Charly García repletos de covers, los escándalos de Nazarena Vélez, los cuentos del Cortázar post- 70’, etc. Sin embargo, en Vicky Cristina Barcelona, Woody llega a un territorio por demás empantanado, haciendo pasar por película un spot turístico sobre la ciudad española. Gaudi, Miró, la pasión española, un poeta furioso con el mundo que es el colmo de la cursilería, el flamenco: cada partícula del film reivindica una convención aceptada sobre España y busca encandilar al receptor ávido de exotismo (espécimen insufrible si lo hay). La recolección de lugares comunes, estereotipos y obviedades que conforman el argumento y la caracterización de los personajes, finalmente, termina por incomodar por su vulgaridad. Tal conjunción de elementos (elegidos en forma deliberada por el director) pierde su razón de ser (imagino, con mucho esfuerzo, la crítica a las personalidades más afectadas del mundo postmoderno) ya que por consecuencia de ellos, el espectador más o menos avezado (alguien que haya visto más de 10 películas) adivina cada una de las peripecias que le ocurrirán a los protagonistas. Vicky (Rebecca Hall) y Cristina (nunca creí que lo iba a decir: una desabrida y burda Scarlett Johansson) son dos amigas norteamericanas que llegan de paseo a Barcelona. Vicky, la formal, está por casarse con un imbécil apegado a las normas de la civilización occidental, un neo yuppie que juega al golf, no se da cuenta de nada y está obsesionado con la tecnología. Para que todo quede claro, Woody lo hace vestir como un idiota, hablar como un idiota y pensar como un idiota. (Cada personaje es lo que debe, nunca se mueve de los precisos límites que el prejuicio les imprimió). Cristina, la loca (calificada como “librepensadora” en un virulento anacronismo), es la típica romántica perdida que aspira a un amor perfecto y, mientras tanto, deambula, sin timón y en el delirio, entre distintas relaciones y labores vinculadas con el arte. En una muestra conocen a Juan Antonio (Javier Bardem), el macho español, un pintor excéntrico que acaba de separarse en forma tormentosa de María Elena (una hermosísima Penélope Cruz que termina por eclipsar, desde el punto de vista estético, a mi querida blonda; por si no se dieron cuenta, la película es tan mala que me dediqué exclusivamente a admirar a las bellas muchachas) y las invita a pasar un fin de semana en Oviedo explicitando su deseo de tener sexo. El encuentro entre los tres (que son muy lindos e inteligentes y siempre tienen algo adecuado para contestar) es absurdo y tirado de los pelos. La intención de espantar al burgués a través de un personaje que interrumpe una cena de dos mujeres para informarles que les quiere dar masa/ atrasa 50 años. A partir de allí, todo lo que sucede sólo puede provocar escalofríos: los personajes hablan sobre El Amor con frases rimbombantes (de las que comienzan diciendo: “El amor es…”), las supuestas ardientes escenas sexuales tienen menos arrojo que las de una serie de Pol-ka, Javier Bardem llora de emoción al escuchar tocar la guitarra a un tipo, Scarlett se va poniendo cada vez más fea, Penélope exagera su andar gitano. La historia está narrada en tercera persona por una voz en off con un estilo entre irónico y periodístico. Lo usual cuando un autor echa mano de este recurso es que se refleje, en base a esquemas simples y observaciones incisivas, una conclusión general que brille en su sofisticación. Nada de eso sucede. Vicky Cristina Barcelona comenta el caos de las relaciones sentimentales, la imposibilidad de acceder a la felicidad, la culpa que genera ser infiel, el anquilosamiento de las prácticas amorosas, la sensación de turbación que produce conseguir lo que deseamos, pero todo en forma lavada, ajeno a interpretaciones heterodoxas o meramente distintivas. El final, lacónico, quiere pasar por “ajustada reflexión sobre el comportamiento de los individuos”, pero no es más que un final abierto/cool para la gilada. La próxima película de Woody tiene como protagonista al genial Larry David, sucesor natural de su línea cómica que lo ha superado largamente. Espero que no arruine la carrera del pelado porque sino se va a ver en serios problemas: voy a dedicarle otro post lapidario. Qué miedo. Para finalizar apelo al cliché recordando algunas frases del maestro robadas de distintos sitios de Internet:

“Existen dos cosas muy importantes en el mundo: una es el sexo, de la otra no me acuerdo”

“Sólo quien ha comido ajo puede darnos una palabra de aliento”

“No quiero alcanzar la inmortalidad a través de mi obra; la quiero alcanzar no muriéndome”

“No es que tenga miedo de morirme. Es tan sólo que no quiero estar allí cuando suceda”

“El sexo sin amor es una experiencia vacía. Pero de todas las experiencias vacías que existen, hay que reconocer que es una de las mejores”

“Disfruta el día hasta que un imbécil te lo arruine”

“A las cuatro de la mañana nunca se sabe si es demasiado tarde o demasiado temprano”

“Algunos matrimonios acaban bien, otros duran toda la vida”

Sayonara.